CAPITULO I.- ABURRICIÓN, ENTRETENCIÓN, HUMILLACIÓN…
Qué día tan largo, Dios mío. Y lo peor es que así son todos desde que comencé a trabajar como recepcionista en la empresa internacional de modas Simple XL. En mi ingenuidad creí que estaría más ligada al mundo del glamour: modelos, cuerpos esculturales, desfiles, vestidos de ensueño… pero no. Aquí estoy, rodeada de papeles legales y contratos interminables, porque mi puesto de trabajo se resume a ser la recepcionista del área jurídica.
Y claro, todo me cuesta el doble. ¿Por qué? Porque fui tan tonta de mentir en mi carta de presentación diciendo que tenía “amplia experiencia legal”, cuando la única experiencia que tengo en temas legales fue aquella vez que tuve que contratar un abogado para que me sacara de la cárcel por disturbios en propiedad pública. Qué tiempos aquellos: el muy fresco me cobró un ojo de la cara, pero al menos dejó mis antecedentes impecables.
Pero empecemos por el principio.
Me presentaré: mi nombre es Martina y sí, señoras y señores, tengo treinta y tres años y amo salir de fiesta. A estas alturas muchos pensarán “¿qué hace una mujer de 33 años soltera?”; se supone que ya debería estar criando mocosos, casada, horneando pastelitos para que las criaturas los lleven a sus ferias escolares… pero no. ¡Me rehúso a esa vida! Me niego rotundamente a convertirme en una mujer convencional de los años 60 que todo lo soporta.
Soy profesional, fui a la universidad, tengo mi título de profesora de idiomas, pero no ejerzo. Después de pasar cuatro años encerrada en una escuela limpiando narices y lidiando con padres que son peores que los propios niños, juré no volver a someterme a ese tipo de estrés. A veces pienso que varios de esos padres deberían pasar por clases de conducta antes de tener hijos.
Mi sueño era vivir libre, tranquila, sin jefes ni relojes… pero las deudas comenzaron a caer una tras otra. Así que aquí estoy: repitiendo la vida que juré no volver a tener, solo que esta vez por culpa de la deuda estudiantil. En resumen: mi espíritu bohemio murió a manos del sistema financiero.
De todas formas, no todo es tan terrible. La oficina tiene aire acondicionado, buffet gratis y mi jefe es un encanto de persona. El señor Rodríguez es un hombre de cincuenta y tantos, muy correcto, educado, de esos que inspiran respeto. Tiene algo paternal, y si alguna vez hubiese tenido un padre, creo que habría querido uno como él.
Para que se hagan una idea, el señor Rodríguez —mi jefe— es un caballero en toda regla. Amable, formal y con una hija llamada Colomba. Y sí, como ya lo estarán sospechando, la niña es una completa bruja. Es la consentida del jefe y se comporta como si fuera la reina del lugar. Siempre altanera, siempre mirando por encima del hombro.
Y, por si fuera poco, tiene un novio insufrible. El señor Risso. Ese tipo se la pasa coqueteando con todo lo que tenga piernas… y mientras más largas, mejor. Creo que a estas alturas ha engañado a Colomba con media empresa, y aun así tiene la descarada costumbre de insinuarse conmigo desde hace meses.
No soy una Barbie, pero tampoco un espanto. Digamos que tengo lo mío. Eso sí, mi verdadero atributo no está en el cuerpo, sino en la lengua: tengo una diarrea verbal imparable. Digo lo que pienso sin filtro, y créanme que eso, en el mundo educativo, no era bien visto. Por eso he pasado por muchos trabajos; no porque no sirva, sino porque no me sé quedar callada.
Mi vida puede ser inestable económicamente, pero rica en experiencias. Y, seamos francos, los 33 son la edad perfecta para empezar a vivir. Nada que ver con esas novelas donde a los treinta ya están criando hijos y entregando la vida por un marido. Yo vi cómo mis amigas del colegio se olvidaron de sí mismas persiguiendo ese sueño obsoleto.
Pero también hay que decirlo: la vida no siempre funciona como en las películas. Existimos las solteronas felices. Sí, felices. Obvio que queremos un hombre, pero nuestros estándares son un poco más altos que quedarnos con el primero que nos sonría. Eso del “flechazo mágico” no existe. O por lo menos, no para algunas de nosotras. Así que mientras aparece el indicado —si es que aparece—, una tiene que buscar maneras de entretenerse… y sobrevivir.
—Disculpe, señorita, ¿podría decirme dónde encuentro al licenciado Rodríguez? —una voz profunda y varonil me sacó de mis pensamientos.
Levanté la vista. La voz venía acompañada de un cuerpo que merecía análisis detallado, así que lo escaneé de pies a cabeza por un buen minuto. La bonita voz carraspeó, recordándome que lo estaba dejando hablando solo.
—Señorita, le hice una pregunta, ¿se encuentra bien?
—Discúlpeme, señor, sí… solo estoy un poco aturdida por el trabajo. El licenciado Rodríguez está en su oficina, pero ahora espera a un cliente. Si gusta, puedo agendarle una cita para que lo atienda lo antes posible.
—Entiendo, era de esperarse. Debe ser un hombre muy ocupado, ¿verdad?
—La verdad es que sí, sobre todo este mes. Quizás por el aniversario del fallecimiento de su esposa… aunque ya han pasado ocho años, él aún la extraña. Bueno, eso es lo que dicen los pasillos… disculpe, yo y mi bocota.
—No hay problema. Martina, ¿verdad? Ese es su nombre. No la había visto antes.
—¿Cómo lo sabe?
—Por su gafete.
—Ah, claro… —me reí nerviosa—. Así me llamo, a sus servicios. Y sí, llevo seis meses aquí. Me gusta el trabajo, he aprendido mucho, y mi jefe es un encanto de ser humano. Pero bueno, no lo distraigo más. Veamos la agenda… —pasé las hojas— aquí tengo libre el jueves 23, a las 16:30. ¿Le acomoda?
—En realidad no mucho, pero como parece que es un hombre muy ocupado, tendré que quedarme unos días más en la ciudad.
Mmm… entonces el bombón no es de aquí. —En ese caso, déjeme ver si puedo hacerle un espacio para mañana temprano. No le gusta mucho que mueva la agenda, pero evidentemente usted parece un hombre con poco tiempo, ¿no es cierto?
—La verdad es que sí. Qué amable, Martina. Aparte de bonita, es usted muy agradable. No sabe cuánto se lo agradezco. Entonces mañana… ¿a qué hora podría atenderme?
El bombón ambulante me está coqueteando. Eso, Martina, aprovecha. —Muchas gracias por el halago, pero no se preocupe, es mi trabajo. Podría agendarlo a las 8:45; el licenciado empieza a las 9, pero llega a las 8:30, así que no se molestará mucho. ¿Le parece, señor...?
—Ah, me parece perfecto. Y descuide, permítame presentarme, mi nombre es Ale…
—¡Alejandro! ¿Qué haces aquí? —interrumpió Colomba, la bruja, desde mitad del pasillo.
Juro que no entendía nada. El guapito y la bruja se abrazaron como si fueran de toda la vida. Seguro fue su ex, pensé. Al menos tuvo buen gusto alguna vez. Mientras tanto, yo me deleitaba con su espalda. Dios mío, ¿por qué le queda tan bien el traje? No puede ser legal que un hombre se vea así. Definitivamente ocho años sin pareja me están pasando factura.
—¡Martina! —gritó la ogresa. Me puse pálida. Recordé todos mis pecados laborales del mes: tres llegadas tarde, dos documentos perdidos y una advertencia directa de que si volvía a cometer un error, me echaba de patitas a la calle. Y por la expresión en su cara, algo había hecho.
—Dígame, señorita Colomba…
—Martina, ¿eres estúpida o qué? ¿Cómo se te ocurre hacer esperar a mi hermano en recepción y no dejarlo pasar? Imagínate si no hubiese llegado, ¡lo tendrías esperando hasta el próximo mes! ¿Qué pasa contigo? Ya eres una mujer treintona, no deberías cometer errores de niña.
—No, señorita. Se equivoca, el señor Alejandro ya tenía cita para mañana. La acabábamos de agendar. Y perdóneme que le diga, pero tener treinta no significa ser perfecta, ni mucho menos conocer a toda su familia.
La bruja me lanzó una mirada que podría haber derretido el metal. Mientras tanto, Alejandro me observaba divertido, con esos ojos hipnóticos, y se acariciaba los labios con los dedos. Si no estuviera tan asustada, habría disfrutado de ver ese gesto que convertía cualquier pensamiento en algo indecente.
—Mira, Martina —dijo Colomba furiosa—, definitivamente le diré a mi padre que te despida. Esto es inconcebible. Ni siquiera sabes quedarte callada cuando deberías. ¡Es tu trabajo conocer a los dueños de esta empresa!
—Ya basta, Colomba. —La voz de Alejandro la cortó como un cuchillo—. La señorita no tenía por qué conocerme. Solo Bertita me reconoce, ella me vio crecer. Hace más de siete años que no piso esta empresa, y créeme, si no fuera porque al señor Rodríguez se le ocurrió que era urgente mi presencia, tampoco habría venido.
—Alejandro, no seas cruel con nuestro padre…
—Tu padre, querida hermanita. Para mí, el señor Rodríguez dejó de serlo hace ocho años. En fin, Martina, fue un placer conocerte. Nos vemos mañana.
Cada vez que decía mi nombre, algo dentro de mí se agitaba. Era su voz, su presencia, su forma de mirarme como si supiera algo que yo no. Medirá fácil un metro noventa. Tiene cejas pobladas, pero no ocultan el azul profundo de sus ojos; labios carnosos, nariz perfilada, cabello oscuro pero no n***o. No se parece en nada al señor Rodríguez. Este hombre parece sacado de un catálogo… es como ver a Henry Cavill en persona.
—Alejandro, pasa ahora. Nuestro padre estará feliz de verte. —La voz de Colomba me devolvió al mundo real.
Y cuando pronuncia mi nombre, parece que le hablara al perro. Creo que incluso al perro le hablaría mejor.
—Cancela las citas de la tarde y avísale que Alejan...
—Basta, Colomba. Ya te dije que vuelvo mañana. Por ahora me instalaré en el hotel y dormiré un poco. Créeme, viajar de Londres a Nueva York no es precisamente un placer. Deja tranquila a la bella dama; no es su culpa no saber que soy el hijo del dueño.
—Prométeme que mañana almorzaremos juntos. Ocho años sin vernos, Alejandro. Las llamadas no cuentan. Necesito tiempo contigo.
—Lo prometo, tesoro. Mañana hablaremos. Hasta mañana, Martina. Ha sido un placer.
Toso nerviosa. —Hasta luego, señor Alejandro.
Y lo observo marcharse.
Algo en mí se detiene. Es absurdo, lo sé, pero siento como si no pudiera volver a respirar igual. ¿Qué me pasa? Ni siquiera lo conozco. Hello, Martina, recapacita.
—Muy bien, Martina. —La voz de Colomba otra vez—. Bajé a decirte que pronto llegará Antonio. Y tú sabes que detesto verlo aquí, socializando contigo. Así que avísame apenas llegue. Y ordena este escritorio, que eres la primera imagen que ven al entrar. No sé por qué mi padre te contrató, eres casi siempre inútil, vieja y descuidada. En fin… avísame.
Y así fue como, después de un momento casi celestial, mi día volvió a la realidad.
La bruja, dos años mayor que yo, se atreve a llamarme vieja, inútil y descuidada.
Ja. Como si yo hubiera nacido en cuna de oro.