Capítulo 3

910 Words
El caos dentro de su mente era un torbellino. Las palabras de su padre seguían girando en ella como un eco que no se apaga: “No lo hagas por ti, hazlo por todos.” Pero ¿cómo podía unir su destino al de un hombre que alguna vez había ansiado la sangre de su clan? ¿Cómo mirar a los Fraser sin recordar los cuerpos caídos en los campos de Aelmor, las flechas marcadas con su estandarte? Amara caminaba sin rumbo por el corredor de piedra, sus pasos resonando en el silencio del castillo. Afuera, el viento gemía entre las almenas, trayendo consigo el olor del humo y la leña: la señal de que las hogueras de Bealltainn pronto serían encendidas. El fuego purificaba, decían los antiguos… pero también recordaba. Y ella estaba cansada de recordar. Se detuvo junto a una ventana, las manos apoyadas en el marco helado. El reflejo del cristal le devolvió la mirada de una mujer que ya no era la hija del jefe Vareth, sino la heredera de un peso que la aplastaba. —¿Casarme con Rolan Fraser? —susurró con amargura—. Un enemigo no se convierte en aliado con un anillo. Se disfraza de uno hasta que clava la daga. Pero cuanto más intentaba resistirse, más comprendía lo que su padre había querido decir. El clan Vareth no sobreviviría aislado. Los Randall eran más poderosos que nunca, y Ivan Castellane movía los hilos del reino como un dios cruel, sofocando cualquier chispa de rebelión. Si no se aliaban con los Fraser, pronto serían los siguientes en caer. Y aun así… el pensamiento de entregar su cuerpo como moneda política le revolvía el estómago. No. No permitiría que su primera vez fuera un sello de transacción. Su cuerpo, su voluntad, serían suyos, aunque el mundo ardiera por ello. Mientras caminaba por el corredor, la idea tomó forma. Una idea imprudente, temeraria… pero liberadora. Antes de que Rolan me reclame, elegiré yo quién estrena mi piel. Mi virginidad no será un tributo político, sino una prueba de que mi voluntad sigue intacta. Tal vez no pueda evitar la boda, pero sí decidir con quién comparto mi primera vez. Solo entonces firmaré la alianza. Y que arda, si ha de arder. Pero que ilumine la caída de los Randall. El fuego de la rebelión ardía en su pecho cuando dobló la esquina y se topó con Edith. Su doncella, su confidente, apareció entre las arcadas con un cesto de hierbas tan grande que apenas se veía el rostro. Tenía el cabello revuelto, la nariz manchada de polen y una sonrisa que parecía desafiar cualquier tragedia. —Parpadea y te pierdes el espectáculo —rió—. Medio castillo haciendo guirnaldas y los gaiteros puliendo sus instrumentos. ¿Adivinas por qué? Amara se masajeó la sien, agotada. —Ojalá no sea por mí. —Bealltainn, claro. Las hogueras, las danzas, y un puñado de madres de los clanes vecinos deseando enlazar a sus retoños contigo antes de que otro te ate el cinturón y la herencia. Amara resopló. —Fantástico. Porque nada me atrae más que casarme con algún primogénito que huela a establo y codicia. Edith soltó una carcajada que resonó entre las columnas. —No seas tan quisquillosa, Amara. Amara rodó los ojos. —No vienen porque les interese obtener mi mano, Edith. Vienen por el castillo, por el nombre. Saben que si me atan, atan lo que queda del poder Vareth. —Entonces quémales la ilusión en la hoguera —dijo con una sonrisa traviesa—. Baila, ríe, y que se marchen con las manos vacías y el orgullo chamuscado. Ambas doblaron la esquina… y casi chocaron con Caelan, el capitán de la guardia. La espada recién pulida brillaba en su cinto; la capa negra ondeaba hasta las botas. El tartán Vareth cruzaba su torso como una segunda piel: fondo rojo fuego, bandas anchas de n***o y verde oscuro que recordaban la turba y el brezo. En su broche plateado resplandecía el ciervo rampante, y grabado en torno a él, el viejo lema del clan: “Timor Omnis Abesto.” Que todo miedo se aleje. Caelan no necesitaba palabras: su sola presencia bastaba para imponer orden. —Capitán —lo saludó Amara, firme. Él asintió. Sus ojos, oscuros y tranquilos, bajaron instintivamente a su cinturón, comprobando que llevara la daga. Ella la sostuvo con intención, como si le recordara que no era una dama indefensa. Caelan siguió su ronda, desapareciendo tras el arco. Edith soltó un suspiro de devoción que hizo que Amara sonriera sin querer. —Tampoco hace falta que elijas fuera de estos muros —susurró—. ¿Has visto esos hombros? Podríamos reforzar el torreón norte sobre ellos. Amara le dio un codazo suave. —Cuidado, que las piedras escuchan. —Las piedras tal vez, pero él no —rió—. Ese hombre tiene menos gestos que un monje en penitencia. Amara le lanzó una mirada de advertencia. —Si dices esas cosas en voz alta, acabarás en confesión toda la semana. —¿Y qué? Me arrepiento después. Pero si ese hombre algún día se arrodilla… espero que no sea para rezar. Amara soltó una risa breve, pero el eco de esas palabras le encendió una idea peligrosa. El caos que antes la atormentaba se transformó en fuego controlado. Tal vez Edith tenía razón. Tal vez la respuesta no estaba fuera de los muros.
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