CAPITULO 04

1399 Words
El aire se congeló en mis pulmones. No por el frío, sino por la silenciosa aparición de la sombra que se materializó detrás de él. No era una sombra. Era un hombre. Un hombre grande, de hombros anchos, con una quietud tan antinatural que me recordó a una estatua de piedra. Un segundo. Un gesto casi imperceptible de Azrael. Y la estatua cobró vida, sus ojos, oscuros y sin emoción, fijos en mí. Mi secreto, el que me había consumido toda la vida y que acababa de derramar a sus pies, se sintió de repente trivial. Un pecado de niño comparado con el infierno de un rey. No estaba en un sótano con un hombre herido y perturbado. Estaba en la guarida de un monstruo, y ese monstruo tenía más monstruos a su servicio. —¿Por qué yo? — la pregunta se escapó de mis labios como un ruego, pero mis ojos no se apartaron de la figura inerte en la esquina. Él, Azrael, era el depredador. El hombre en la sombra era el cazador, esperando una orden. Su sonrisa se ensanchó, pero esta vez no había crueldad. Había una verdad helada. —Porque tú, mi amor, eres el cebo. La sangre se me heló. ¿El cebo para qué? ¿Para quién? Mi mente corrió a mil kilómetros por hora, tratando de entender. Elías. Mi secreto. El pecado. Él me había encontrado en un callejón, un lugar al que yo iba a esconderme, a castigarme, a recordarme lo que había hecho. ¿Sabía él todo esto? ¿Había planeado cada detalle? —No estoy loco. Soy el dueño de esta ciudad. El diablo que gobierna sobre las calles, sobre el miedo, sobre las vidas de la gente.” Su voz era un veneno dulce, una promesa que me asustaba y me atraía a la vez. “El que puede hacer que un hombre desaparezca sin dejar rastro, el que puede hacer que una mujer se enamore de la oscuridad. Y tú, mi amor, eres mi nueva obsesión. Me incliné hacia él, el calor de su aliento un contraste violento con el frío de mi miedo. Me sentí como si estuviera al borde de un precipicio, y él, el abismo. Pero en lugar de huir, me incliné para mirar. Mi vida entera había sido una fuga, un intento desesperado por escapar de la culpa. Y ahora, aquí, en esta habitación iluminada por el fuego, el infierno me había encontrado. Y no me moví. Sus ojos, un pozo de oscuridad, me miraron. —La historia de mi hermano es el infierno en la tierra. Y ahora que he tomado tu secreto, es mi turno de contarte el mío. Un secreto tan oscuro que hará que el tuyo parezca un cuento de hadas. Me tomó la mano. Su piel era fría, la de un hombre que se había acostumbrado a la oscuridad. El hombre de la sombra se movió, y mis ojos se posaron en él. Él era la amenaza, la promesa de la fuerza que Azrael podía usar. Pero Azrael... él era el veneno. El que me atraía, el que me prometía un infierno que, de alguna manera, me parecía más real que el paraíso. Y supe que no me había traído a su infierno para ser su víctima. Me había traído para aprender a reinar en él. El sol se filtraba por las cortinas, pintando rayas de luz en una habitación que no reconocía. El aire era cálido, perfumado con un olor a sándalo y madera. Me encontraba en una cama, entre sábanas de seda que no eran mías, mi ropa de la noche anterior había sido cambiada por un camisón de algodón suave. La pesadez en mi cuerpo no era solo la de la noche anterior, era el peso de una realidad que se negaba a desaparecer. El cuerpo en el callejón. La mirada helada de Azrael. La verdad que yo le había susurrado. Mi mente estaba en blanco, un lienzo vacío esperando a ser pintado con el horror. Me levanté, mis músculos rígidos y doloridos, y caminé hacia la ventana. La vista era la de un vecindario cualquiera, con niños jugando en el jardín y vecinos regando sus flores. La normalidad me golpeó como un puñetazo, un contraste brutal con el diablo que vivía en esta casa. Y entonces, lo oí. No era un grito. Era un gemido, un sonido ahogado que venía de algún lugar profundo de la casa. Mi cuerpo se tensó, mis manos se cerraron en puños. Me pegué a la pared, como un animal acorralado, esperando que el sonido no volviera a aparecer. Pero lo hizo. Esta vez, fue un grito. Un grito desgarrador, una sinfonía de dolor puro y crudo. El sonido me heló la sangre en las venas, un recordatorio de que mi captor no era un simple criminal. Era un monstruo. Un torturador. El diablo que gobierna sobre las calles. Me cubrí la boca con la mano, mis ojos llenos de terror. Los gritos se hicieron más frecuentes, más fuertes, una melodía macabra que resonaba en mi alma. Eran los gritos de los pecadores. De los que se atrevieron a desafiar al dueño de la ciudad. Y yo, su presa, era la única testigo de su castigo. La puerta de la habitación se abrió, y Azrael entró, como si nada hubiera pasado. Vestía una camiseta de cuello redondo y pantalones de chándal, y se veía tan normal que me dieron ganas de reír. Un monstruo. Un demonio. Un asesino. Con una taza de café en la mano. —Buenos días, mi amor— dijo, su voz era un susurro que me hizo temblar. —Dormiste bien? No le respondí. No podía. Mi mirada, llena de terror, se posó en la suya. Y él, Azrael, sonrió. No era una sonrisa de felicidad, sino una de triunfo. Él sabía que yo había escuchado. Él sabía que yo había visto. Y sabía que, a partir de ese momento, ya no había vuelta atrás. Ya no era la chica del callejón. Ahora era la prisionera de un monstruo. Y el infierno, el que yo creía haber creado, era solo el inicio de lo que estaba por venir. La taza de café humeaba en su mano, un objeto de normalidad que contrastaba de forma brutal con la realidad de su infierno. No respondió a mi pregunta. Simplemente dio un sorbo, sus ojos fijos en los míos, una sonrisa helada curvando sus labios. El silencio era una cuerda tensa a punto de romperse. —Los gritos... — susurré, la palabra se sintió como una extraña en mi boca. —¿Qué fue eso? ¿Quién está ahí abajo? Azrael dejó la taza en una mesa cercana, el sonido del cristal resonando en el silencio de la habitación. Lentamente, como un depredador que se acerca a su presa, caminó hacia mí. No había prisa en sus movimientos, solo una confianza que me hizo temblar. —Zahria, eso es, el sonido de las deudas que se pagan, mi amor— dijo, su voz era un susurro que me hizo estremecer. —Aquí, las promesas se cumplen, las traiciones se castigan. Y el único precio que acepto es la verdad. Sus palabras eran un espejo de mi propio pecado. La promesa rota. La traición. La verdad que yo le había dado. El terror que sentía se mezclaba con una fascinación oscura. Él no era un hombre. Era un monstruo. Y de alguna manera, yo era su igual. —No te asustes por los monstruos— susurró, la voz llena de un veneno dulce. —Recuerda, tú ya eres uno. Mi respiración se detuvo. Mi corazón, que había estado latiendo como un tambor, se detuvo. Me miró, sus ojos un pozo de oscuridad, y una sonrisa de pura satisfacción se curvó en sus labios. Sabía que había tocado un nervio. Sabía que había encontrado mi debilidad. —No me mires con horror— susurró, su voz era un murmullo de complicidad. —Mírame con la misma emoción que yo te miro a ti. La emoción del cazador. El amor de un monstruo por su igual. Mi garganta se secó. No podía hablar. No podía moverme. Estaba atrapada. No por las paredes de la habitación, sino por el veneno de sus palabras. Él no me quería. Me quería para mí. Y yo, como su presa, estaba lista para ser devorada.
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