La música seguía sonando cuando Gabriel soltó su mano.
Sus ojos aún ardían, pero su cuerpo ya estaba en otra parte.
—Necesito hablar con unos socios. Vuelvo en un rato.
Y sin más, subió las escaleras hacia el segundo nivel, donde estaban las áreas VIP.
Perla lo siguió con la mirada, pero se obligó a no moverse. No lo necesitaba.
Podía disfrutar la noche sin él.
Pasaron veinte minutos. Luego cuarenta. Una hora.
La paciencia se le deshizo como papel mojado.
Subió.
El guardia del VIP la miró raro, pero no dijo nada cuando la dejó pasar. El lugar olía a puro caro y secretos sucios.
Y ahí estaba Gabriel.
Sentado como un rey oscuro, copa en mano, rodeado de dos mujeres.
Una rubia con las piernas cruzadas sobre sus rodillas.
Una morena que lo besaba en el cuello mientras su mano se deslizaba peligrosamente por su muslo.
Él reía. Cómodo. Encantado.
Y ni se percató de que Perla lo estaba viendo.
Algo se quebró dentro de ella.
No dijo nada. No gritó. No lloró.
Solo se dio media vuelta, bajó las escaleras y fue directo a la barra.
—Whisky. Doble. Sin hielo.
El primero bajó como fuego. El segundo como lava.
Para el cuarto, ya no recordaba cómo se llamaba.
Los tacones tambaleaban. La máscara torcida. Su corazón hecho trizas.
—¿Te encuentras bien, bella dama? —preguntó una voz masculina detrás de ella.
Era el mismo tipo de antes. Italiano, engominado, sonrisa depredadora.
—Perfecta —murmuró Perla, tambaleándose.
—Puedo llevarte a casa, si quieres. Estás demasiado sola aquí…
No supo cómo pasó, pero de repente estaba en el estacionamiento.
El aire frío le golpeaba el rostro mientras el hombre la empujaba hacia un coche n***o.
Ella apenas podía oponer resistencia.
—Suéltame…
—Shh… no seas dramática. Vamos a divertirnos un rato, ¿sí?
—¡No…!
Y entonces…
—¡BASTA, MALDITO! —la voz de Gabriel tronó como un trueno.
El tipo giró justo a tiempo para recibir el puñetazo del siglo.
La pelea fue rápida, brutal, sin reglas. Gabriel lo derribó, lo golpeó sin piedad.
El hombre sacó un cuchillo.
Y Gabriel sacó su pistola.
—No vuelvas a respirar —le dijo con voz baja.
Un disparo.
Silencio.
El cuerpo cayó como un costal de carne inútil.
Perla, borracha, temblorosa, apenas podía sostenerse. Gabriel la levantó en brazos, la metió en su auto y se fueron.
Yate Montenegro, madrugada
La brisa salada golpeaba con fuerza.
El mar era un espejo oscuro y profundo.
Luca estaba al timón. Estefanía, la mujer del servicio, preparaba una infusión.
Gabriel entró con Perla en brazos, empapada en alcohol y llanto. La acostó en una de las habitaciones.
—Despierta… por favor, no te duermas así —susurró, acariciándole el rostro.
Ella apenas murmuró:
—Vi… vi lo que hiciste allá arriba… con esas mujeres… ¿por qué?
—No tienes idea de lo que estaba pasando.
—¿Y eso justifica tener una en tus piernas y la otra en tus pantalones?
Él no respondió. Solo se alejó. Cerró la puerta.
A la mañana siguiente…
El sol entraba por los ventanales. Perla despertó en una cama amplia, rodeada de sábanas blancas.
Estaba en ropa interior y una camiseta de Gabriel.
Se incorporó, aturdida. Salió a cubierta con el cabello enredado y el alma hecha nudos.
Escuchó voces. Se escondió detrás de una columna.
Gabriel hablaba con Luca.
—No tenía opción. Iba a meterla al coche a la fuerza. Iba armado. Si no lo detenía, no sé qué le habría hecho.
—¿Y qué haremos con el cuerpo? —preguntó Luca.
—Ya estoy moviendo contactos. No era un hombre limpio. Nadie hará preguntas.
Silencio.
—¿Y Perla?
—No debe saber todo. No todavía.
Ella tragó saliva. Volvió a la habitación, cerró la puerta. Se sentó en la cama y se abrazó a sí misma.
Estaba atrapada en un mundo de lujo, mentiras… y muerte.
Y lo peor de todo: su corazón empezaba a latir por el hombre que había disparado sin temblar.
“Furia, piel y rendición”
El sol golpeaba con fuerza el yate Montenegro.
Las olas rompían contra el casco con ese ritmo hipnótico, perfecto para ocultar batallas internas.
Perla salió a la cubierta, desafiante.
Llevaba un bikini blanco que realzaba su figura de manera descarada, y una bata de seda abierta que se deslizaba como humo.
Su mirada era fuego contenido. Su orgullo, una espada lista para cortar.
Gabriel y Luca estaban conversando junto a la barandilla.
Ambos se callaron al verla. Gabriel tragó saliva.
—Buenos días, mafiosos —dijo Perla con ironía, cruzando los brazos bajo el pecho.
—Perla… —intentó Gabriel.
—¡No! No me llames así como si todo estuviera bien. Anoche mataste a un hombre. ¡Y antes de eso estabas revolcándote con dos mujeres mientras yo me moría sola en esa fiesta!
Gabriel miró a Luca. Este entendió la seña y se fue sin decir palabra.
—Perla, tenés que escucharme.
—No quiero escucharte, quiero entender cómo carajos terminaste con la lengua de una mujer en la garganta y otra rozándote como gata en celo mientras tu esposa estaba abajo, buscando consuelo en un vaso.
Él se acercó. El aire entre ellos vibraba.
—No tenía nada con esas mujeres.
—¡¿Y eso se supone que me calme?! —espetó ella, empujándolo con fuerza. Él no se movió.
—Vamos adentro.
—¡No! ¡Aquí mismo vas a decirme todo lo que me estás ocultando!
Gabriel la tomó del brazo, no con violencia, pero con firmeza.
—No hagas una escena aquí. Ven conmigo. ¡Ahora!
La arrastró con decisión hasta la habitación del yate. Cerró la puerta de un portazo.
Ella lo empujó con furia.
—¡Suéltame! No soy tu prisionera.
—No, eres mi mujer. Y lo que pasó anoche podría haberte costado la vida.
—¡Y lo que hiciste tú anoche podría costarte a mí!
Él la miró, respirando con dificultad. La tensión s****l estallaba en cada palabra, en cada mirada cargada.
—¿Quieres saber la verdad? —murmuró con voz ronca— Me enloquece que otro hombre se te acerque. Me desquicia tu boca cuando desafía, tu cuerpo cuando lo usas como arma, tus ojos cuando me odian… porque no puedo dejar de desearte.
Ella se quedó sin aliento.
—Eso no justifica tu traición.
—Tampoco justifica que me estés matando con cada palabra… y aun así quiera arrancarte esa maldita bata con los dientes.
Un segundo. Un suspiro. Un infierno desatado.
Gabriel la empujó contra la cama. No con violencia, sino con urgencia.
—¡No me toques! —gritó Perla.
—Demuéstrame que no me deseas —retó él, bajando su voz como un látigo de fuego.
Ella lo empujó. Él volvió. La besó. Ella lo arañó. Él le sujetó las muñecas.
Y entonces, la furia se volvió pasión.
Las palabras se deshicieron. Los reproches ardieron entre sábanas blancas.
La rabia los desnudó más que las manos.
Y cuando finalmente se entregaron, no hubo ganadores, solo dos almas rotas buscándose a ciegas.
Silencio.
Solo sus respiraciones agitadas.
Ella, con lágrimas secas en las mejillas.
Él, con el pecho abierto como campo de batalla.
—No te vayas —susurró él, con una honestidad que dolía.
Ella no respondió. Pero tampoco se movió.