Pesadillas
Nicholas se removió entre las sábanas revueltas, su cuerpo atrapado en el peso de una pesadilla que no parecía terminar. La luz tenue de una lámpara de escritorio, olvidada encendida, arrojaba un resplandor amarillento sobre las paredes llenas de estanterías. La habitación era una mezcla de caos controlado y orden académico, un reflejo de su mente inquieta.
Libros antiguos y carpetas de documentos se apilaban en el escritorio frente a una gran ventana, cuyo marco de madera estaba desgastado por el tiempo. El viento de Londres soplaba débilmente contra el cristal, pero el ruido apenas lograba atravesar las pesadas cortinas de terciopelo verde oscuro, parcialmente corridas. En las paredes, había mapas históricos con anotaciones hechas a mano y un par de grabados de antiguas mansiones británicas, testigos silenciosos de sus obsesiones académicas.
En una esquina, un sillón de cuero marrón se veía desgastado por las largas horas que Nicholas pasaba leyendo y a su lado, una mesa pequeña sostenía una pila de libros abiertos, una taza de café frío y un bolígrafo olvidado. Era un espacio funcional, diseñado para alguien cuyo mundo estaba compuesto por palabras y fragmentos del pasado, más que por lo inmediato del presente.
Pero ahora, ese entorno de seguridad se sentía lejano. Nicholas estaba atrapado en el limbo de un sueño que lo arrancaba de la realidad. El joven se agitaba en la cama, su rostro cubierto de sudor frío mientras las imágenes de la pesadilla lo arrastraban a un abismo oscuro y familiar.
Había tierra húmeda bajo él, fría y áspera contra su mejilla. El dolor era insoportable. Una quemazón ardía en su pecho y su mano, temblorosa, intentaba detener la sangre que manaba sin cesar. El color escarlata teñía la tela fina de su camisa, empapaba sus dedos y se mezclaba con el polvo del camino.
Intentó moverse, pero el mundo giraba y se quedaba sin fuerzas. A lo lejos, el sonido de un caballo resonaba sobre las piedras del camino. Alzó la vista apenas, luchando contra la bruma que nublaba su mente y entonces lo vio.
La silueta de un hombre. Alto, arrogante, con un abrigo oscuro que ondeaba en el viento. El brillo de la pistola aún humeante en su mano era lo último que pudo enfocar con claridad.
- Langley... - susurró, su voz apenas un eco quebrado.
Y luego la escuchó. Un grito desgarrador que le atravesó el alma.
- ¡No! ¡Cedric! ¡No, por favor, no!
Elise. Su voz, quebrada por el terror, era como una daga clavándose en lo más profundo de su ser. Giró la cabeza con un esfuerzo monumental y ahí estaba ella. Desesperada, forcejeando contra las manos que la arrastraban alejándola de él.
El cabello oscuro de Elise se soltaba de su recogido mientras los hombres la sujetaban con fuerza. Sus ojos estaban desbordados de lágrimas y clavados en él, llenos de una mezcla de terror y dolor que lo hizo olvidar por un momento el calor abrasador de la sangre en su cuerpo.
Intentó incorporarse, pero su cuerpo no respondía. El suelo parecía tragárselo, como si el peso del mundo lo estuviera enterrando vivo.
- ¡Déjala! - intentó gritar, pero su voz fue un susurro inútil. El aire abandonaba sus pulmones, robándole la fuerza.
Vio cómo los hombres subían a Elise a un caballo. Sus manos aún se alzaban hacia él, desesperadas, mientras gritaba su nombre una y otra vez. Era un sonido que perforaba su mente, un eco que resonaba en el vacío.
Langley se giró hacia él y por un instante, sus ojos se encontraron. Había algo frío y definitivo en esa mirada, algo que prometía que esto no era un simple robo o una venganza común. Era algo más. Algo personal.
Un golpe de las patas del caballo levantó una nube de polvo que oscureció todo. Cuando se disipó, Elise ya no estaba y luego todo se volvió oscuridad.
- ¡No... Elise! - gritó Cedric en la pesadilla, su cuerpo convulsionándose en la cama mientras luchaba por despertar.
El sonido de sus propios gritos lo arrancó del sueño. Abrió los ojos de golpe, jadeando, su corazón latiendo desbocado mientras el eco del disparo y los gritos de la mujer aún resonaban en sus oídos.
Su cuerpo tenso y cubierto de sudor. Su respiración era rápida, entrecortada y sus manos temblaban mientras pasaban por su rostro. La lámpara seguía arrojando su luz cálida, pero no era suficiente para calmarlo.
Se sentó al borde de la cama, sus manos temblorosas cubriendo su rostro. El dolor, el miedo, la impotencia... todo seguía presente, tan vívido como si hubiera ocurrido horas antes. Pero el peso seguía ahí, aplastándolo, como si el pasado lo reclamara con garras invisibles.
Sabía que no era real. No podía serlo.
¿O sí?
Permaneció al borde de la cama en un intento por controlar las nauseas, sus pies descalzos tocando la alfombra gruesa que cubría parte del suelo de madera. El cuarto seguía en silencio, pero el eco de las imágenes del sueño retumbaba en su mente.
Inestable, el hombre se levantó de la cama y fue al baño para devolver el estómago en el inodoro. Las arcadas violentas como sus pensamientos no cesaron hasta que ya no pudo vomitar nada más. Las pesadillas y visiones no habían sido tan intensas como las que había tenido desde que conoció a la restauradora hacía una semana. Su actitud desafiante lo confundía, más aún porque defendía a un hombre de la imagen que ni siquiera conocía. Era como si estuviera segura de su inocencia…mas que el mismo que era su sobrino nieto, su sangre.
Nicholas permaneció en el suelo de baldosas por un momento antes de levantarse y regresar a la habitación. Miró alrededor, buscando algo que le devolviera la calma. Sus ojos se posaron en un retrato pequeño en la estantería, una reproducción de una pintura victoriana que había encontrado durante una investigación años atrás. Era la mansión Kingsley Hall. Ahora, esa casa que siempre había considerado parte de su trabajo parecía un personaje más en sus pesadillas.
“Esto es absurdo,” pensó, frotándose las sienes con fuerza.
Pero no podía ignorarlo más. Las imágenes eran demasiado específicas, demasiado claras.
Se levantó y caminó hacia el escritorio, apartando un par de carpetas mientras buscaba un archivo. Sabía que no podía seguir ignorando las conexiones. Si Laura Blackwood estaba viendo algo en ese retrato y si esas pesadillas continuaban... debía enfrentarlo.
Nicholas abrió una carpeta etiquetada simplemente como “Kingsley”. Dentro había notas sobre la familia, recortes de periódicos antiguos y un par de fotografías de documentos que había encontrado en un archivo histórico años atrás. El rostro de Cedric Kingsley le devolvió la mirada desde un grabado antiguo. Su expresión era serena, pero Nicholas no podía evitar ver algo más en esos ojos.
- ¿Qué diablos me estás haciendo? - murmuró para sí mismo, cerrando la carpeta con un golpe seco - ¿Qué quieres?
Sus ojos se clavaron en la fotografía de la mansión, pero Nicholas podía sentirlo, podía ver las sombras de lo que no estaba dicho, de lo que se escondía detrás de las paredes.
- Maldición. Voy a volverme loco… - murmuró con voz ronca, apretando los puños.
Pero no hubo respuesta, solo el silencio abrumador de una habitación que ya no se sentía como suya.