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739 Words
La Señal de Unión El Jardín de Rosas, Verano de 1867 El sol del mediodía bañaba el jardín con una calidez dorada que parecía intensificar los colores vibrantes de las rosas que rodeaban a Cedric y Elise. Estaban sentados en un banco de hierro forjado, en un rincón apartado, donde las enredaderas ofrecían un poco de sombra. Una suave brisa movía los cabellos de Elise, haciendo que mechones dorados cayeran sobre su rostro mientras hablaba. Cedric no podía apartar la mirada de ella, su expresión tranquila y sus ojos llenos de afecto lo tenían completamente cautivado. - Prométeme que no te olvidarás de mí mientras esté fuera. - le dijo Elise, con una leve sonrisa que intentaba ocultar la tristeza por la inminente separación. Su voz era suave, pero cargada de una emoción que Cedric reconocía al instante. Ella no quería irse. - Eso es imposible, - respondió él, tomando su mano con delicadeza. Sus dedos trazaron pequeños círculos sobre su piel, como si quisiera memorizar la textura y la calidez de su tacto. - Ni un solo instante pasa sin que estés en mi mente. ¿Cómo podría olvidarte? Elise soltó una risita baja y nerviosa, como si su seriedad la conmoviera más de lo que estaba dispuesta a admitir. Sin soltar su mano, deslizó la otra hacia el bolsillo de su vestido, sacando un pequeño relicario de oro. Su diseño era sencillo, pero elegante, con intrincados grabados de flores alrededor del borde. - Esto es para ti, - dijo, colocando el relicario en la palma de Cedric. - Lo hice especialmente para que siempre tengas algo mío contigo. Cedric levantó el relicario, observándolo con atención. El oro reflejaba la luz del sol, pero lo que capturó su atención fue el pequeño broche que lo cerraba, apenas perceptible. Con cuidado, lo abrió, revelando un diminuto retrato de Elise. La pintura era exquisita, capturando su mirada radiante y la ligera curvatura de sus labios en una expresión de alegría tranquila. A un lado del retrato, un mechón de su cabello estaba cuidadosamente enrollado y sujeto con delicadeza. - Elise... - murmuró Cedric, su voz casi quebrándose al ver la atención al detalle. Pasó los dedos sobre el mechón de cabello, sintiendo la suavidad que había llegado a asociar únicamente con ella. - Esto es... perfecto. - Es más que un retrato, - dijo ella con una sonrisa traviesa, acercándose un poco más a él. Sus manos delicadas tomaron el relicario de las suyas y, con un movimiento casi imperceptible, presionó un pequeño punto en el borde interior del compartimiento. Cedric observó con asombro cómo una parte del relicario se desplazaba, revelando un espacio oculto justo debajo del retrato. - ¿Qué es esto? - le preguntó sorprendido, inclinándose hacia adelante para mirar el compartimiento secreto. Su sorpresa era evidente. - Un lugar para que guardes esto, - dijo Elise, sacando un par de anillos de su bolso. Las argolla de matrimonio, simples, pero hermosas, brillaron en su mano. Cedric las reconoció de inmediato: la mas pequeña era la misma que había colocado en su dedo cuando se casaron en secreto. - ¿Por qué? - preguntó él, su voz un susurro, casi temiendo la respuesta. - Porque no puedes usarla, al menos no todavía. - respondió ella con ternura, colocando los anillos, el suyo dentro del de Cedric en el compartimiento y cerrándolo con cuidado. Sus dedos rozaron los de Cedric al entregarle el relicario nuevamente. - Pero quiero que esté contigo, siempre. Que recuerdes que, aunque el mundo aún no lo sepa, tú y yo ya somos uno. Cedric no pudo contenerse más. Tomó su rostro entre sus manos, inclinándose para besarla con una intensidad que hablaba de todo lo que sentía por ella. Cuando se separaron, sus ojos estaban llenos de lágrimas no derramadas. - Esto significa más de lo que puedo expresar. - le dijo, su voz ronca por la emoción. - Prometo que llevaré esto conmigo hasta el último de mis días. Elise sonrió, colocando una mano sobre la de él, que aún sostenía el relicario. - Y yo prometo regresar a ti, Cedric. Siempre. El momento quedó suspendido entre ellos, un oasis de calma y amor en medio de las tempestades que sabían que se avecinaban. Pero por un instante, todo estaba bien. Nicholas jadeó abrumado por la emoción, vivenciando lo que veía al igual que quienes lo escuchaban hablar explicando lo que veía.
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