Asignación
Londres, Museo de Historia y Arte Ashbourne
- Laura...
El llamado de uno de sus compañeros hizo que la joven de 29 años la que dibujaba un boceto en su mesa de trabajo levantara la cabeza en alerta.
- Hola, Maura…Aun no termino…
- No es por el boceto, el jefe te llama…Está en la sala de exposición de piezas privadas.
- No quiere que copie otro de los cuadros ¿Verdad? – dijo en un suspiro – Si sigue así me van a acusar de falsificación…
- Su esposa adora las piezas al oleo… - dijo Maura divertida ante su comentario – Además, siempre pones tu marca para que se sepa que no es el original.
- Agregar el relicario, aunque sea a nivel de una flor es mi seguro… Lo tengo registrado en la sociedad de restauración para que no me arresten por todas las copias que me ha hecho hacer…
- Te paga bien y te da libertad de acción. Eso es impagable para nosotros.
- Eso es si el dueño de la pieza no quiere hacer algo raro y tenga suficiente dinero para pagar al museo por ello.
- Tu rigurosidad ante la pieza original y sus técnicas es legendaria. El jefe no se arriesgaría a perderte pidiéndote algo que sabe, no vas a hacer.
- Eso es verdad…
Su taller, ubicado en un ala más tranquila del museo, donde reinaba el orden meticuloso era su refugio: una mezcla de tecnología moderna y herramientas tradicionales, con estantes llenos de pigmentos, disolventes y pinceles de diferentes tamaños. En el centro de la sala siempre había un caballete iluminado por luces ajustables, listo para recibir la obra que estuviera en proceso como en ese momento.
La joven tenía su propio espacio. Una pizarra con notas y bocetos colgaba de la pared junto a ella y su escritorio siempre estaba lleno de libros sobre técnicas de restauración y referencias históricas.
De figura esbelta, cabello castaño oscuro que suele llevar en un moño desordenado mientras trabaja. Tiene ojos grises con un destello que parece cambiar con la luz y una piel clara marcada por ligeras pecas en las mejillas. Sus manos son delicadas, pero firmes y expertas, acostumbradas al trabajo minucioso con pinceles y herramientas.
Había llegado al Ashbourne casi diez años atrás, después de graduarse con honores en historia del arte y restauración en Cambridge. Había llegado al museo como una joven recién graduada, con un portafolio lleno de prácticas impresionantes y una pasión que la destacaba del resto. Su primer encargo importante fue restaurar un tríptico renacentista hallado en una capilla abandonada, un trabajo que no solo le ganó reconocimiento, sino también el respeto de sus colegas más veteranos.
Desde entonces, su trabajo había ganado prestigio en el mundo académico y artístico. Con casi una década de experiencia como restauradora, Laura Blackwood era conocida en el mundo del arte por su habilidad para devolver vida a obras consideradas irrecuperables y ahora, con la posición de restauradora principal, se encargaba de las piezas más valiosas y delicadas de la colección.
Era conocida no solo por su talento, sino también por su pasión. Cada pieza que tocaba parecía recibir algo más que un retoque técnico; Laura trataba las obras como si fueran portales a las vidas de las personas que las habían creado o vivido.
Laura creció en un entorno rural en Inglaterra, pero siempre soñó con las grandes ciudades. Su padre, un profesor de literatura, le inculcó el amor por las historias del pasado, mientras que su madre, una fotógrafa, despertó su interés por el arte. Sin embargo, una ruptura amorosa hace algunos años dejó una sombra en su vida. Aunque no lo admite, teme abrirse emocionalmente por miedo a ser abandonada otra vez.
- Voy a verlo. Gracias Maura. – le dijo soltando la coleta para liberar su cabello y salir hacia las salas de exposición.
Los muros altos del museo Ashbourne, decorados con intrincados detalles neoclásicos, resplandecían bajo la luz dorada del atardecer. Dentro, las vastas galerías albergaban siglos de historia, desde esculturas romanas hasta retratos de la nobleza inglesa. El sonido de pasos discretos sobre el suelo de mármol y los susurros de los visitantes impregnaban el ambiente, dándole al lugar un aura de solemnidad y grandeza.
Laura adoraba estar entre los pasillos, pero le gustaba más estar trabajando directamente con las piezas en su mesa de trabajo. Podía perderse horas concentrada y perdida en su historia.
En una sala apartada, iluminada por luces cuidadosamente ajustadas para preservar las obras, Laura Blackwood se detuvo frente a la puerta de acceso para ubicar a su jefe, quien admiraba un cuadro frente a él.
- ¿Me llamaste, Mortimer? – le preguntó al hombre de mediana edad que estaba concentrado en un cuadro en tanto caminaba hacia él.
A medida que se acercaba, un retrato parecía reclamar su atención. El retrato de Cedric Kingsley.
Frente a ella, cubierto parcialmente por una capa de polvo y pequeñas fisuras en la pintura, estaba el retrato de Cedric Kingsley. La obra, un óleo sobre lienzo, de tamaño imponente, mostraba a un joven aristócrata con una pose de autoridad: de pie junto a una ventana que dejaba entrever los jardines de Kingsley Hall, su rostro altivo enmarcado por cabello oscuro y su mirada fija, como si atravesara siglos para observar directamente a Laura. Pero no era su postura lo que capturaba la atención de Laura, sino la intensidad en sus ojos, una mezcla de desafío y melancolía que parecía trascender el tiempo.
- Increíble... - murmuró Laura, inclinándose ligeramente para observarlo.
- Ah, llegaste, Laura. - le dijo el hombre sorprendido, quien no la había escuchado acercarse.
El marco dorado estaba cubierto de grietas finas, y la pintura mostraba signos evidentes de desgaste: zonas opacas, pequeñas manchas de humedad y una red de craquelado que amenazaba con devorar los colores originales. El retrato había sido cedido temporalmente por la Fundación Kingsley, pero su estado requería una intervención inmediata.
Laura deslizó los dedos sobre los bordes del cuadro, sin tocar la pintura, como si intentara sentir la historia que latía bajo la superficie. Después de casi una década trabajando como restauradora en el museo, había desarrollado un instinto especial para detectar las historias escondidas en las obras de arte.
Las luces estratégicamente dispuestas bañaban la sala con un resplandor cálido, destacando las piezas de arte que colgaban de las paredes en un silencio solemne. El aire tenía un tenue aroma a madera antigua y barniz, una mezcla que Laura Blackwood siempre había asociado con el trabajo que amaba. Las vitrinas de vidrio pulido y los paneles informativos minimalistas le daban al espacio un aire contemporáneo, pero el arte en sí parecía transportar a los visitantes a otra época.
Ella se inclinó ligeramente, fijándose en los detalles que la degradación del tiempo no había conseguido ocultar. El arte de la pincelada, la intensidad en los ojos, el reflejo del poder y la melancolía que Cedric emanaba... Había algo inquietante en aquel retrato que le resultaba casi familiar.
- Es magnífico. - murmuró para sí misma mientras pasaba la yema de los dedos, enguantados en látex después de ponerse uno de los que siempre llevaban en su bolsillo, a un centímetro del lienzo - Aunque el daño es considerable.
A sus espaldas, el director del museo, un hombre bajo con gafas y una corbata siempre torcida, carraspeó para llamar su atención.
- La fundación Kingsley lo ha enviado para apoyar la exposición victoriana, pero no se si podremos exhibirlo en estas condiciones.
- ¿Quién es?
- El último marqués de Kingsley, Lord Cedric Kingsley.
- Ya veo… - le dijo la joven con la mirada fija en la pintura.
- El dueño de la pieza ha solicitado restaurarlo debido a que se cumplieron 150 años desde su desaparición.
- ¿Desapareció? - preguntó con curiosidad.
- No sé mucho al respecto, el dueño dijo que se marchó una noche con su amante y jamás se le volvió a ver…
Laura frunció el ceño…Nada en la postura del joven en el cuadro daba la impresión de ser ese tipo de persona. Al contrario, el hombre, de pie junto a una ventana que dejaba entrever los jardines de Kingsley Hall, su rostro altivo enmarcado por cabello oscuro y su mirada fija, como si atravesara siglos para observar directamente a Laura. Todo irradiaba poder, disciplina y orgullo por su nombre y su casa, no el de un hombre que escapara por la noche con una amante.
Era extraño y eso le dio curiosidad.