Capítulo 6 – Después del cierre
El reloj de pared marcaba las siete de la tarde cuando Clara apagó la máquina de café y comenzó a recoger las mesas. El local estaba casi vacío, solo quedaban dos clientes despistados terminando sus bebidas. Adrián seguía sentado en su mesa junto a la ventana, observando cómo la lluvia golpeaba el cristal. Había permanecido allí más tiempo del que pensaba, entretenido en charlas breves con Clara cada vez que ella se acercaba a dejar platos o limpiar.
No recordaba la última vez que había pasado tantas horas bajo un techo, en un lugar cálido. Se sentía extraño, casi culpable por disfrutar de algo tan sencillo.
—¿Quieres ayudarme? —Clara lo sorprendió con un trapo en la mano.
Adrián arqueó una ceja.
—¿Ayudarte?
—Sí, a recoger. Así me demuestras que no mientes cuando dices que no te gusta que te invite.
Él dudó, pero finalmente se levantó. Clara le indicó una mesa y juntos empezaron a limpiar. Adrián no podía evitar sentirse torpe, como si cada movimiento pudiera delatar que no pertenecía a ese mundo. Sin embargo, Clara bromeaba, le enseñaba cómo doblar bien las servilletas, cómo colocar las sillas, y poco a poco la incomodidad se disipó.
—Lo haces mejor de lo que esperaba —dijo ella, sonriendo.
—No sabía que tuvieras tan bajas expectativas —replicó él, y ambos rieron suavemente.
El último cliente salió, y Clara echó el cerrojo a la puerta. Afuera, la lluvia había cesado, dejando las calles brillantes bajo las farolas. El aire olía a tierra mojada y a promesas de calma.
Clara se quitó el delantal y se colgó una chaqueta ligera. Miró a Adrián un instante, con un brillo de decisión en los ojos.
—¿Sabes? Tengo hambre. Y no pienso cenar sola hoy.
Él la miró confundido.
—¿Qué quieres decir?
—Que me acompañes. No es nada raro, solo… caminar un poco, buscar un sitio donde vendan bocadillos o lo que sea.
Adrián se tensó. No estaba acostumbrado a que alguien lo invitara a nada más allá de un gesto fugaz. La idea de caminar a su lado, en la ciudad que normalmente lo ignoraba, le provocaba una mezcla de ilusión y miedo.
—No quiero… incomodarte —dijo finalmente.
Clara negó con la cabeza.
—Si me incomodaras, no te lo estaría pidiendo.
El silencio se alargó unos segundos. Al final, Adrián asintió.
—De acuerdo.
Salieron juntos de la cafetería. La ciudad estaba más tranquila a esa hora, con las tiendas cerrando y el bullicio del día desvaneciéndose. Las luces de los escaparates se reflejaban en los charcos, y el sonido de sus pasos resonaba en la acera mojada.
Clara caminaba a su lado como si fuera lo más natural del mundo, sin prisas ni incomodidad.
—¿Siempre te quedas en esta zona? —preguntó.
Adrián dudó antes de responder.
—Sí… es más fácil. Ya conozco los lugares donde dormir, la gente que me deja tranquilo.
Clara lo miró de reojo, sin interrumpir su paso.
—Debe ser duro.
Él se encogió de hombros.
—Es la vida que me tocó.
Caminaron en silencio unos metros. Al llegar a una esquina, Clara señaló un pequeño puesto de bocadillos y hamburguesas que todavía seguía abierto. El olor era tentador, y Adrián sintió cómo su estómago rugía traicioneramente.
—Dos bocadillos de tortilla y dos refrescos, por favor —pidió Clara al vendedor.
Adrián abrió la boca para protestar, pero ella levantó una mano.
—Ni lo intentes. Ya trabajaste hoy limpiando mesas. Esto lo considero tu sueldo.
Se sentaron en un banco cercano, bajo la luz tenue de una farola. La ciudad parecía pertenecerles solo a ellos en ese instante. Adrián mordió el bocadillo con hambre contenida, saboreando cada bocado como si fuera un lujo. Clara lo observaba, sin burlas, con la misma serenidad de siempre.
—No recuerdas nada de tu familia, ¿verdad? —preguntó de pronto.
Adrián se quedó quieto. No esperaba esa pregunta, pero había algo en su tono que no sonaba invasivo, sino lleno de interés genuino.
—Recuerdo algunas cosas… —dijo finalmente—. Voces, risas, un olor a pan recién hecho. Pero todo eso se fue demasiado pronto.
Clara bajó la mirada, pensativa.
—Debe ser muy solitario.
Él la observó unos segundos.
—Hasta hace poco lo era.
Ella levantó los ojos hacia él, sorprendida por la sinceridad de su respuesta. Y durante unos segundos, el ruido lejano de coches y el murmullo de la ciudad desaparecieron. Solo quedaban ellos dos, compartiendo un bocadillo bajo una farola, con la certeza de que algo nuevo empezaba a nacer.