Capítulo 13 – Donde todo se detiene
El sol comenzaba a caer cuando Clara le propuso salir a dar un paseo. Habían pasado el día trabajando en la cafetería, riendo entre clientes y bandejas, y aunque estaban cansados, había en el aire una calma distinta, una especie de promesa invisible.
—Quiero enseñarte algo —dijo ella, sonriendo, mientras se ajustaba el abrigo.
Caminaron en silencio durante un buen rato, atravesando calles estrechas, esquinas cubiertas de hojas secas, hasta que llegaron a las afueras del barrio. Allí, tras un muro medio cubierto de enredaderas, se escondía el lugar que Clara llamaba suyo: un pequeño jardín abandonado, con bancos de piedra y un viejo estanque lleno de lirios.
—Aquí venía con mi madre —dijo en voz baja—. Cuando todo era demasiado, veníamos a sentarnos y no decir nada. Ella decía que el silencio también era una forma de amor.
Adrián la miró, con esa mezcla de admiración y respeto que le provocaba desde el principio. No dijo nada. Solo se acercó un poco, observando cómo el viento jugaba con su pelo.
—Es bonito —murmuró.
—Sí… pero ahora lo comparto contigo —respondió ella, y esa frase fue más poderosa que cualquier caricia.
El tiempo pareció detenerse. Clara se sentó en el borde de la fuente y él se quedó de pie, sin saber si acercarse o mantenerse a distancia. Había algo en sus ojos, una luz temblorosa que lo desarmaba.
Ella lo notó.
—¿Por qué siempre pareces a punto de marcharte? —preguntó, sin dureza, solo con curiosidad.
Adrián bajó la mirada.
—Porque siempre tuve que hacerlo. Nunca me quedé en ningún sitio.
Ella se levantó despacio, dio un paso hacia él.
—Entonces… quédate aquí un momento. Solo este.
El corazón de Adrián empezó a latir con fuerza. No estaba acostumbrado a tanta cercanía. La presencia de Clara lo confundía: lo hacía sentirse vulnerable, pero también vivo.
Ella alzó la mano y le apartó un mechón de cabello húmedo que le caía sobre la frente. El gesto fue suave, casi un roce, pero para él fue como si el mundo se deshiciera alrededor.
—Tienes frío —susurró ella.
—No —mintió, apenas audible—. No ahora.
Sus miradas se encontraron. Ninguno de los dos sabía quién dio el paso final. Tal vez fue ella, o tal vez fue él, pero de pronto la distancia se borró. Los labios se buscaron con timidez, como si temieran romper algo frágil. El primer contacto fue breve, tembloroso, lleno de dudas, pero suficiente para hacerlos olvidar el resto del mundo.
El beso no fue de pasión desbordada, sino de reconocimiento. Fue un “te veo”, un “aquí estoy”, un “ya no estás solo”.
Cuando se separaron, Clara apoyó la frente en su pecho y Adrián cerró los ojos, respirando despacio, como si por fin pudiera hacerlo sin miedo.
—No sé qué somos —murmuró él.
—No hace falta saberlo —respondió ella, con una sonrisa suave—. A veces basta con sentirlo.
El viento volvió a moverse entre los árboles, levantando hojas que giraban alrededor de ellos como si el jardín entero quisiera guardar el secreto.
Esa tarde, por primera vez, Adrián comprendió lo que Clara le había querido decir: que incluso la soledad tiene límites… y que acababa de encontrar el suyo.