CAPÍTULO 8 - EL LUGAR SECRETO

791 Words
Capítulo 8 – El lugar secreto La lluvia había amainado, aunque las calles todavía respiraban humedad. Adrián caminaba junto a Clara en silencio, notando cómo cada paso parecía llevarlos más lejos del bullicio de la ciudad. Clara avanzaba con decisión, como si supiera exactamente a dónde ir, aunque no le había explicado nada. —¿A dónde me llevas? —preguntó Adrián al fin, con cierta desconfianza. Ella sonrió, sin girarse. —Paciencia. Ya lo verás. Se adentraron por calles más estrechas, luego cruzaron un puente que crujía bajo sus pasos. Adrián, acostumbrado a moverse siempre en los mismos barrios, se sintió desorientado. Sin embargo, había en la voz de Clara algo que le impedía dudar: una seguridad tranquila que contrastaba con la inseguridad constante de su propia vida. Tras varios minutos, salieron de la parte más urbana. Los edificios dejaron paso a una zona más abierta, con árboles que parecían recién peinados por la lluvia. El aire olía distinto, más limpio. Clara caminaba ligera, como si aquel trayecto la llenara de energía. Finalmente, se detuvo frente a una verja oxidada, medio escondida entre la hiedra. La empujó con fuerza hasta que cedió con un chirrido. —Aquí es —dijo, con un brillo especial en los ojos. Adrián la siguió, todavía sin entender. Al entrar, lo envolvió un silencio distinto al de la ciudad. Era un viejo jardín abandonado, escondido entre muros que apenas dejaban ver el cielo. Las flores habían crecido libres, sin orden, y los bancos de piedra estaban cubiertos de musgo. En el centro, una fuente rota dejaba acumular el agua de la lluvia, donde se reflejaba la luz de la luna. Clara extendió los brazos, como si presentara un tesoro. —Bienvenido a mi lugar secreto. Adrián la observó en silencio. El sitio parecía detenido en el tiempo, olvidado por todos, y sin embargo lleno de vida. No entendía cómo alguien podía considerar mágico un lugar así, hasta que vio la expresión de Clara: estaba feliz, en paz, como si por fin hubiera llegado a casa. —Lo descubrí poco después de que mi madre muriera —explicó ella, sentándose en uno de los bancos húmedos—. Venía aquí cuando no podía soportar estar en la cafetería o en el instituto. Aquí podía llorar sin que nadie me preguntara, podía dibujar sin que nadie me mirara raro. Adrián se quedó de pie unos segundos, asimilando sus palabras. Luego se sentó a su lado, notando cómo el frío de la piedra traspasaba su ropa. —¿Y nunca se lo contaste a nadie? Ella negó con la cabeza. —A ti eres el primero. Ese simple detalle hizo que Adrián sintiera un calor extraño en el pecho. Él, que tantas veces había sido invisible, estaba allí, formando parte del rincón más íntimo de Clara. Ella sacó de su mochila una libreta. Las tapas estaban gastadas y había manchas de pintura en los bordes. Se la tendió con una sonrisa tímida. —Aquí dibujo cuando vengo. Quiero que lo veas. Adrián la tomó con cuidado, como si temiera estropearla. Al abrirla, se encontró con dibujos que parecían respirar: retratos a lápiz de rostros anónimos, calles que reconocía de la ciudad, árboles, farolas… y, en varias páginas, un mismo rostro: el de su madre. Clara lo había dibujado una y otra vez, de memoria, intentando atrapar cada detalle de ella en el papel. —Eres increíble… —susurró sin poder apartar la vista. Clara se sonrojó, encogiéndose de hombros. —Dibujar es lo único que me ayuda a no olvidar. Adrián cerró la libreta y la sostuvo contra su pecho un instante antes de devolvérsela. —¿Sabes lo que pienso? Que este lugar… no es mágico por sí mismo. Lo es porque es tuyo. Porque lo llenaste con todo lo que llevas dentro. Clara lo miró fijamente, sorprendida por la intensidad de sus palabras. Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. El sonido del agua acumulada en la fuente era lo único que rompía el silencio. —Gracias por traerme —dijo Adrián al fin—. Nunca había estado en un sitio así. Ella sonrió, y por primera vez en mucho tiempo, Adrián sintió que estaba donde debía estar. No importaba que su vida siguiera siendo un caos, ni que el mundo lo tratara como a un extraño. En ese rincón secreto, bajo la luz tenue de la luna y el perfume salvaje de las flores, tenía algo que jamás había tenido: un lugar compartido. Esa noche, al regresar a su banco de siempre, Adrián no pensó en el frío ni en la soledad. Pensó en Clara, en la confianza que le había dado, en la promesa silenciosa de que no todo estaba perdido.
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