Capítulo 1
Elena Navarro se maravilló de cómo los pequeños eventos podían cambiar la trayectoria de una vida mientras caminaba hacia un rascacielos del centro de Los Ángeles. El día anterior le habían encomendado una tarea aparentemente sencilla: entregar un pequeño paquete en un almacén en las afueras de la ciudad para su empleador, la poderosa y temida familia criminal de los Moreau.
Llevaba unos meses trabajando para ellos, cumpliendo encargos menores, entregando sobres y paquetes sin hacer demasiadas preguntas. Sabía que los Moreau controlaban tanto empresas clandestinas como negocios legítimos muy rentables. Con cada recado aprendía a distinguir —aunque nunca del todo— cuáles eran simples mandados y cuáles podían volverse mortales.
Cuando se acercó al almacén en su camioneta, ni siquiera se detuvo a pensar en lo que contenía el sobre amarillo que descansaba en el asiento del copiloto. Su trabajo era entregar y marcharse. Nada más.
Con su atuendo habitual —jeans, zapatillas y una camiseta ajustada— bajó del vehículo, se inclinó hacia la cabina para tomar el sobre y luego cerró la puerta de un golpe. En cuanto se dio la vuelta, el aire pareció detenerse: un hombre estaba frente a ella, apuntándole directamente al pecho con un arma.
—Dame el sobre —ordenó.
Estaba a solo un paso de distancia. Lena no tenía idea de dónde había salido; no había otro vehículo cerca, ni ruido, ni movimiento, solo el viento que levantaba polvo a su alrededor. Le habían indicado que entregara el paquete en la puerta lateral del almacén, y por un instante se preguntó si todo había sido una trampa.
—¿Y eso lo dice quién? —replicó con voz firme, sin apartar la mirada del cañón que la señalaba.
—Vamos, perra, hagámoslo fácil. Solo dame el paquete —gruñó el hombre.
Era más alto que Lena, aunque no por mucho, delgado y con tatuajes que le cubrían ambos antebrazos. Un segundo después, sin motivo aparente, soltó el sobre y cayó al suelo con un ruido sordo. Al mismo tiempo levantó la cabeza y entrecerró los ojos hacia el sol, como si hubiera escuchado algo. Lena aprovechó ese instante.
Mientras el hombre distraído alzaba la vista, ella se movió con precisión. Extendió el brazo, le sujetó la muñeca y desvió el arma hacia el aire. En un movimiento rápido, giró su cuerpo y lo derribó con una patada limpia en las piernas. El sujeto cayó de espaldas, y Lena le torció la muñeca lo justo para obligarlo a soltar la pistola.
Sin perder el control, se agachó, tomó el paquete del suelo y, apuntándole con el arma, murmuró con una sonrisa fría:
—¿Quién es la perra ahora?
Dos hombres del almacén salieron corriendo y recogieron al agresor, arrastrándolo hacia el interior del edificio. Un tercero se acercó con paso firme. Lena lo reconoció de entregas anteriores.
—Vi lo que pasó —dijo el hombre, con una media sonrisa—. Estaba a punto de salir y ayudarte, pero veo que lo tenías bajo control.
—Gracias —respondió Lena, entregándole el sobre.
—Me aseguraré de que el jefe se entere de esto —añadió él, observándola con interés—. Tus habilidades podrían servir para algo más que ser la chica de los recados.
Lena apenas asintió. No creyó que la noticia se extendiera tan rápido, pero esa misma noche recibió un mensaje citándola a una reunión en el centro. “Más oportunidades de empleo”, decía el texto. No sabía exactamente qué significaba, pero intuía que su ascenso dentro del círculo de los Moreau estaba a punto de comenzar.
A la mañana siguiente, estaba frente al imponente edificio de cristal, el sol reflejándose en las ventanas como cuchillas de luz. Consultó su reloj: justo a tiempo. La puntualidad era una de las cosas que más valoraba de sí misma.
Entró al vestíbulo y presionó el botón del ascensor hacia el piso veinte. Mientras subía, no pudo evitar sonreír: llevaba meses buscando la forma de infiltrarse en la organización de los Moreau, y al fin estaba dentro.
Al salir, caminó por el pasillo contando los pasos exactos que le habían indicado. Se detuvo frente a una puerta de madera con una discreta placa que decía Conserje. Introdujo el código en el panel y la puerta se abrió con un clic metálico.
Lo que encontró dentro distaba de un simple armario de mantenimiento: una oficina amplia y elegante, decorada con bambú, una fuente de agua en la esquina y un escritorio imponente en el centro.
—Bienvenida, señorita Navarro—dijo una voz al otro lado del escritorio.
El hombre, bajo y vestido con un traje de tres piezas perfectamente ajustado, le hizo un gesto para que se sentara.
—Por favor, tome asiento.
—Gracias —respondió Lena, acomodándose con firmeza en la silla.
Él abrió una carpeta sobre el escritorio, hojeó algunos documentos y la observó con atención.
—He escuchado cosas muy buenas sobre su trabajo —dijo al fin—. Es puntual, discreta… y, por lo visto, sorprendentemente fuerte.
—Sí, señor —respondió Lena, manteniendo la mirada firme.
—Los Moreau son gente muy reservada —comentó el hombre.
—Sí —asintió Lena con respeto.
—También son personas muy cuidadosas —añadió él, mirándola fijamente a los ojos.
Lena sostuvo su mirada, decidida a demostrar que no tenía nada que ocultar.
—Escuché que frustraste un intento de robo —continuó el hombre.
—Así es —respondió ella con calma.
—Bueno, no estoy seguro de dónde aprendiste tus habilidades, pero podrían resultarle muy útiles a los Moreau en otros ámbitos —dijo mientras hojeaba la carpeta frente a él—. Está claro que has demostrado tu valía. Ahora es momento de dar un paso adelante, si estás lista para el desafío.
La observó en silencio, evaluando cada gesto.
—Sí, señor. Estoy absolutamente lista —respondió Lena, sentándose con la espalda recta. Su seguridad se reflejaba en cada palabra y en la firmeza de su postura.
El hombre sonrió con cierta suficiencia.
—Ya veremos —dijo, dejando la carpeta sobre el escritorio y entrelazando las manos—. Soy el jefe de seguridad de los Moreau.
Lena hizo un esfuerzo por mantener el rostro neutro. La idea de que aquel hombre bajo, impecablemente vestido y con modales pulcros estuviera a cargo de la seguridad le parecía casi irónica, pero no dejó que nada de eso se reflejara en su expresión. La habían entrenado para no mostrar sus verdaderos pensamientos.
—Tengo un puesto como guardaespaldas de uno de los Moreau que me gustaría que consideraras —continuó.
La emoción comenzó a burbujear en el pecho de Lena. Su plan estaba funcionando. Todo el trabajo duro —los recados tediosos, los meses de discreción y paciencia— estaba por rendir frutos. Esa oportunidad la acercaría aún más al corazón de la familia… y a su objetivo.
—Esta es una posición importante, con más responsabilidad —prosiguió el jefe de seguridad, adoptando un tono serio—. Tendrás que estar disponible casi las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Dios sabe que la persona a la que protegerás tiene horarios... poco convencionales. ¿Crees que podrás manejarlo?
—Sí, señor —respondió sin titubear.
—Bien. Formarás parte de un equipo de guardaespaldas y reportarás directamente al jefe del detalle. Con este m*****o en particular de la familia Moreau hemos descubierto que tener una mujer en el equipo resulta... útil en ciertas situaciones.
—Entiendo —dijo Lena, asintiendo con serenidad.