Tres meses habían pasado desde que Natalia comenzó su nuevo trabajo en Praga, y por fin sentía que su vida tomaba otro color. Cada semana de cobro era una excusa para mimarse con sus amigas: se iban al estilista, probaban vestidos solo por diversión y terminaban la noche entre copas y risas en algún rincón de la ciudad.
Su madre, Aurora, escuchaba su voz más viva en cada llamada. Ya no había lágrimas ni silencios incómodos. Richard era un nombre borrado. Natalia se sentía, poco a poco, dueña de sí misma.
Aquel viernes, después de salir temprano del edificio, fue al centro comercial con la intención de comprar una crema para el cabello… pero se detuvo frente a una vitrina llena de peluches. Eran tan suaves, tiernos, irreales… Su corazón dio un vuelco. Esa parte suya, la que Richard había intentado aplastar, aún estaba viva. Él le había prohibido coleccionarlos. Decía que era ridículo, que debía madurar. Hasta le tiró uno en una discusión por no parecer "una mujer seria".
Con una sonrisa temblorosa, entró a la tienda.
Pasó sus dedos por un conejito gris con bufanda azul, y su mente la llevó a la habitación que alguna vez tuvo llena de peluches, su pequeño refugio. De repente, una vocecita a su lado la sacó del recuerdo:
—¿Te gustan los peluches?
Natalia giró el rostro. Frente a ella, una niña de unos ocho años, de cabellos dorados y ojos claros, la miraba con una mezcla de timidez y curiosidad. Tenía los ojos rojos, como si hubiese estado llorando. Llevaba un vestido de flores y un pequeño lazo blanco en el cabello.
—Sí —respondió Natalia con dulzura—. Me encantan. Antes tenía una habitación llena de ellos en casa.
—¿Y cómo te llamas? —preguntó la niña, sin rodeos.
—Natalia. ¿Y tú?
—Me llamo Lida—respondió, bajando la mirada—. Estoy con mi papá… pero se enojó porque me escapé.
—¿Estás sola? —preguntó Natalia, preocupada.
—No… mi papá está buscándome. Se enoja fácil —confesó con una mueca de culpabilidad.
En ese momento, la puerta de la tienda se abrió con fuerza. Un hombre alto, de traje oscuro, entró casi con desesperación, acompañado de un asistente corpulento que empujaba un carrito lleno de juguetes y murmuraba malhumorado:
—Esto no es parte de mi contrato… si tengo que cargar ese peluche gigante, voy a necesitar fisioterapia…
Natalia se quedó inmóvil.
Era Ales Vojtech Drorak.
El CEO. Su jefe. El hombre que todas en el edificio llamaban “la joya” por su imponente belleza y su inalcanzable presencia.
Ales parecía alterado, sus ojos recorrieron la tienda hasta detenerse en Lída. Caminó rápidamente hacia ella, aliviado, pero también con una mirada dura. La niña lo abrazó sin culpa.
—¡Papá, quiero este peluche! —exclamó, señalando un oso gigante que apenas cabía en la vitrina.
Ales suspiró. Luego levantó la mirada… y se cruzó con los ojos de Natalia.
Hubo un instante de reconocimiento. No solo sabía quién era ella. La conocía. La había notado. Y eso fue suficiente para que Natalia sintiera cómo la sangre le subía al rostro.
—Natalia Estévez —dijo Ales, con una media sonrisa apenas perceptible—. Sabía que trabajaba en mi empresa, pero no que coleccionaba peluches.
—Yo… —ella apenas logró articular una palabra—. Solo estaba mirando…
—Papá, ¿puede venir mañana a jugar conmigo? —interrumpió Lída, señalándola con una sonrisa traviesa—. Me gusta ella… ¿puede venir?
Ales observó a su hija, luego volvió a mirar a Natalia con un brillo extraño en la mirada. Pero de él salió fue una orden para su asistente.
— Que empaquen ese peluche. Y no quiero quejidos, por favor.
El oso gigante fue envuelto en un plástico transparente y apenas cabía en el carrito. El asistente refunfuñaba por lo bajo, y Lída, con otro peluche nuevo entre los brazos, caminaba feliz de la mano de su padre. Pero Ales, en vez de marcharse de inmediato, se volvió una vez más hacia Natalia.
—Mañana. Ocho en punto. Oficina 33 del piso ejecutivo —dijo con voz firme, aunque sin frialdad. Algo en su mirada era más suave esta vez—. Tengo un nuevo puesto para usted, señorita Estévez.
Natalia asintió sin palabras, paralizada por la escena que acababa de vivir. El CEO… sabiendo su nombre. Invitándola a su oficina. Hablándole con ese tono casi personal. Y la niña… esa dulce criatura de ojos transparentes y alma caprichosa… la había elegido.
Ales no era un hombre impulsivo. Pero tampoco dejaba pasar las oportunidades cuando las reconocía. Desde hacía semanas la había observado. Primero por accidente, luego por costumbre.
Natalia Estévez era diferente.
Era silenciosa, pero no invisible. Sonreía con ternura, se movía con naturalidad, no como las demás empleadas que se tensaban al verlo pasar. Ella seguía con su rutina sin afectarse por su presencia.
La había visto conversar con sus dos compañeras de oficina: Eliska, ruidosa, chispeante, siempre con una broma lista; y Maja, la del cabello rojo y la risa contagiosa. Las tres formaban un extraño equilibrio. Natalia no era la más llamativa, pero sí la más auténtica. Tenía algo… dulce, sí. Como miel tibia en invierno.
Y Lída la había notado.
Lída, su hija, su luz. Su amuleto. Su mayor debilidad.
Desde que su exesposa había decidido desaparecer de la crianza, ocupada en cruceros, spas y galerías europeas, él había hecho lo imposible para no dejar a su hija atrás. Lída viajaba con él, tenía tutores privados, una nana de planta, juguetes en cada suite y una rutina estricta para no perderse entre horarios y cambios de clima.
Pero también tenía rabietas.
Y ausencias.
Y soledad.
Ales no era tonto. Sabía que su hija necesitaba algo más. Alguien más.
Y allí estaba Natalia. Una mujer dulce, con una calidez que atravesaba el mármol de los pasillos y el cristal helado de su oficina. Una mujer que, sin saberlo, había capturado la atención de su hija y… la suya.
"Será mi asistente personal", pensó mientras subía a su coche. "Necesito orden, sí. Pero también necesito una conexión más humana en medio de este caos."
Y si eso significaba tenerla más cerca, conocerla realmente, descubrir qué escondía tras esa sonrisa calmada… entonces no dejaría pasar la oportunidad.
Mañana, a las ocho, todo comenzaría.
Esa noche, Natalia se reunió con Maja y sus inseparables cachorros. El aroma de la pizza recién salida del horno llenaba el pequeño departamento, mientras las copas de vino tintineaban en sus manos. Sentadas en el sofá, Natalia le contó con lujo de detalles lo ocurrido en el centro comercial, incluyendo aquel inesperado encuentro con el jefe.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Maja con los ojos bien abiertos—. ¿Estás segura de que no hiciste algo mal? Haz memoria… algún papel perdido, un documento sin firmar…
Natalia soltó una risa suave mientras se servía más vino.
—No lo creo. No me llamó para despedirme. Dijo que tenía un nuevo puesto para mí.
—¿Un nuevo puesto? ¿Así, de la nada? ¿Subirás varios escalones en un solo día? —preguntó Maja, incrédula pero divertida.
—Puedes creerlo —respondió Natalia con una sonrisa brillante.
Maja levantó su copa.
—Pues tienes mucha suerte, amiga. Espero que te vaya increíblemente bien en ese nuevo día... pero no te olvides de mí cuando seas gerente o directora de la compañía.
Ambas estallaron en carcajadas, brindaron y continuaron con su rutina habitual de los viernes: pizza, vino, un poco de karaoke, y muchas confesiones bajo las luces tenues del salón.
El fin de semana transcurrió con calma. Natalia lo dedicó a limpiar su apartamento, organizar su ropa, preparar algunas salsas para la semana y dejar todo en orden. Su nueva rutina ya no le pesaba, al contrario, la reconfortaba. Había dejado atrás el dolor, y aunque aún quedaban cicatrices, estaba comenzando a saborear el dulce gusto de la libertad… y de una nueva oportunidad.
Natalia apagó el despertador antes de que sonara. Ya estaba despierta. Llevaba más de una hora mirando el techo, repasando en su mente cada posible escenario del día que estaba por comenzar. Su nuevo puesto no era exactamente un ascenso… era más bien una orden disfrazada de oportunidad. Impuesta directamente por el CEO. Ales. Solo pensar en su nombre le provocaba un pequeño nudo en el estómago.
—¿Qué me pongo para mi primer día? —susurró al aire, intentando sonar segura.
Eligió con cuidado un conjunto sobrio pero elegante. Un traje color marfil que había reservado para una ocasión especial. No por él, claro —se repetía mentalmente— sino porque debía verse profesional. Aunque en el fondo, sabía que lo hacía también por ese hombre que se movía con la elegancia y autoridad de quien está acostumbrado a dominar su mundo.
Mientras se aplicaba un leve perfume, los recuerdos de encuentros pasados con Ales se agolparon en su mente. Lo había visto decenas de veces: en pasillos, salas de juntas, conferencias… pero nunca tan cerca. Siempre lucía apurado, impecable, distante. Como si el tiempo no pudiera alcanzarlo.
—Mi día a día va a estar bastante ocupado —murmuró, casi como advertencia a sí misma.
Después de llenar el tanque de gasolina, condujo hacia la empresa como todos los días. El tráfico era el de siempre, pero ella se sentía diferente. Saludó con una sonrisa contenida a los compañeros del pasillo. Por dentro, su pecho latía con fuerza. La ansiedad se disfrazaba bien… o al menos eso creía.
Al llegar al piso ejecutivo, la secretaria del CEO, una joven morena de modales suaves y mirada aguda, la recibió con una sonrisa educada.
—El señor Ales está en una reunión. Puede esperarlo en su oficina —dijo, indicándole la puerta de roble con el nombre grabado en una placa dorada.
Natalia tragó saliva antes de entrar. La puerta se cerró detrás de ella con un leve clic.
La oficina era todo lo que imaginaba… y más. Amplia, moderna, silenciosa. Todo estaba perfectamente ordenado: libros de tapa dura, planos de autos de lujo, premios de diseño y fotografías artísticas. Cada detalle hablaba de una mente meticulosa. Sobre el escritorio, entre una lámpara y una figura abstracta, descansaban varias fotos enmarcadas. Algunas mostraban a una niña de ojos grandes —debía ser su hija— pero una en particular la dejó sin aliento.
Aquel retrato… Ales sostenía en brazos a una bebé recién nacida, mientras una mujer de belleza refinada lo abrazaba desde un costado. Su exesposa, supuso. Había algo en la mirada de ambos que capturaba ternura y poder a la vez. Lida... La niña debía de haber heredado lo mejor de ellos.
Natalia tomó la foto con delicadeza, sin darse cuenta de que sus dedos temblaban ligeramente.
—Buenos días, Natalia —dijo una voz grave detrás de ella.
El susto la sacudió como un rayo. Dejó la fotografía en su lugar y se giró de inmediato. Las mejillas le ardían de vergüenza.
—Buenos días, señor —respondió, con una voz que no lograba ocultar su sobresalto.
Ales se acercó con paso firme, sin dejar de observarla. No había molestia en sus ojos, sino algo más profundo. Curiosidad, tal vez.
—¿Ya desayunó? —preguntó, con un tono inesperadamente cordial.
—No, señor. No acostumbro a hacerlo tan temprano —contestó ella, intentando recuperar la compostura.
La secretaria entró en ese instante, silenciosa como una sombra, y colocó unas tazas humeantes sobre la mesa.
—Es un té típico de Praga. Espero le guste —dijo Ales, acomodándose en su sillón de respaldo alto.
Natalia asintió, sin tocar aún la taza. Él la observaba con calma. Tenía clase, pensó. Y un magnetismo imposible de ignorar. Ales no era guapo en el sentido común: era atracción pura, en bruto. Irradiaba seguridad. Dominio. Un hombre que no necesita pedir dos veces.
—Dígame… ¿Qué opina de su trabajo aquí? ¿Se ha sentido a gusto? —preguntó de pronto, con un tono que exigía sinceridad.
—Sí, señor. Estoy muy contenta con mi puesto. Siempre intento dar lo mejor de mí. ¿Acaso hice algo mal?
Ales sonrió por primera vez. Y fue esa sonrisa —lenta, leve, precisa— la que desarmó por completo sus defensas.
—No, señorita. Al contrario —dijo él, cruzando una pierna con natural elegancia—. Necesito una asistente personal. Una mujer, preferiblemente. No solo para apoyarme como secretaria, sino también como compañía ocasional para mi hija. Su nana ya es mayor y no puede seguirnos el ritmo. Lida siempre viaja conmigo. Es mi amuleto.
Mi amuleto, repitió Natalia en su cabeza. Algo en esa frase la enterneció profundamente. Aquel hombre duro y ejecutivo tenía un punto vulnerable, y ese punto tenía nombre de niña.
—¿Y su hija está de acuerdo con eso? —preguntó con franqueza—. No me gustaría que se sintiera incómoda conmigo. Lo de ser su asistente lo haré con gusto, pero… no tengo experiencia con niños.
Ales la observó con más atención. Natalia sintió que su alma entera quedaba expuesta bajo esa mirada. Pero no hubo juicio en sus ojos… solo una evaluación silenciosa.
—Eres mujer. El instinto maternal está en tus genes —dijo él, con esa voz profunda que parecía dictar certezas—. No será difícil. Pero para tu tranquilidad, nos reuniremos con ella esta tarde. Será Lida quien decida.
Natalia asintió. Una mezcla de alivio y nerviosismo la invadió de golpe.
—Me parece excelente, señor. Entonces… volveré a mi puesto mientras tanto.
Se puso de pie, recogiendo su bolso con torpeza. Justo antes de marcharse, se atrevió a mirarlo una vez más. Tan elegante, tan imponente. Un reloj discreto, gemelos de plata, un anillo que no era de boda pero que parecía importante. No solo tenía poder. Tenía presencia. Y una historia guardada bajo llave.
—Deje su número personal. Yo le llamaré —dijo Ales, extendiéndole una libreta de cuero y un bolígrafo de tinta negra.
Natalia escribió sus datos con letra firme, aunque por dentro sentía que sus piernas eran de algodón.
Él tomó la libreta, hojeó la página como quien memoriza algo esencial, y añadió:
—Deje todo al día en su mesa de trabajo. Mañana alguien ocupará su lugar. Desde entonces, vendrá directamente aquí.
No hubo despedida. No hubo sonrisa. Solo volvió a sus papeles como si ella ya formara parte de su entorno. Como si supiera que ella iba a aceptar. Porque él lo sabía.
Natalia salió de la oficina con el corazón acelerado y la cabeza llena de pensamientos. En el fondo, no podía negar una certeza que la asustaba un poco:
Su jefe no solo era un hombre poderoso… era una tormenta esperando por arrastrarla consigo.