Llamadas Perdidas

1778 Words
Natalia deambuló por el aeropuerto con una soledad que le calaba los huesos. No tenía hambre, pero aún así comió algo sin saborear. Caminó bajo la lluvia de vitrinas iluminadas, observando con ojos grandes aquel lugar nuevo, desconocido, como quien llega a una ciudad inventada. Agradeció haber puesto tanto empeño en aprender la lengua materna de su padre. Dominaba el checo casi a la perfección, aunque nunca había pisado ese país antes. Sonrió con nostalgia, y luego lloró en silencio al ver a un anciano sentado con su abrigo raído, leyendo un periódico. Le recordó a su padre: un hombre mayor, de alma tranquila y voz cálida. Profesor de historia, amante de los mapas antiguos y las leyendas de castillos. Él le contaba historias del pasado, no solo para entretenerla, sino para ocultarla del presente. Para protegerla, pensó ella ahora, con los ojos húmedos. Se sentó en una de las bancas de mármol del hall principal y sacó de su bolso un sobre marrón. Dentro, estaba la carta. La había recibido junto al testamento, de manos del abogado de la familia. Lo leyó por enésima vez. --- Mi querida Natalia: Si estás leyendo esta carta, es porque ya no estoy en este mundo. He dejado a tu nombre un pequeño apartamento en Praga, en el barrio de Malá Strana. Es sencillo, pero tiene alma. Es mío… y ahora es tuyo. Aquí te dejo la dirección: U Lužického semináře 34, Malá Strana, 118 00 Praha 1, República Checa. Ojalá, para cuando abras esto, ya hayas cambiado de novio. Ese chico —Richard— es un bandido. Pero si aún estás con él, y espero estar equivocado, deseo que seas feliz. Si por alguna razón tu vida da un giro y terminas viviendo en Praga, y si alguna vez estás en serios problemas, llama a este número: +420 775 928 663. Ahí vive tu tía Ivana, mi hermana. No estamos en buenos términos desde hace años, pero confío en que te abrirá la puerta si lo necesitas. Cuídate mucho, mi pollito. Y recuerda: cuando el amor es verdadero, no te encierra… te empuja más alto. Con todo mi corazón, Papá --- Guardó la carta contra el pecho y cerró los ojos por un segundo. Escuchó su voz diciéndole mi pollito, y por primera vez desde que se subió al avión, no se sintió del todo sola. El sol apenas insinuaba su presencia en el cielo cuando Natalia abordó el taxi. El conductor era un hombre mayor, de bigote canoso y acento fuerte. Ella le mostró la dirección escrita en una hoja, y él asintió con una sonrisa leve mientras arrancaba el motor. El paisaje de Praga se desplegaba por la ventana como un cuadro en movimiento: calles empedradas, tranvías rojos, edificios antiguos de tejados puntiagudos, y ese cielo gris que parecía hecho de niebla y susurros. —¿Primera vez en Praga? —preguntó el conductor. —Sí —respondió en checo con una timidez suave. —Buena ciudad para empezar de nuevo —dijo él, sin dejar de mirar el camino. Natalia bajó la mirada. No tenía maletas, apenas una mochila y una maleta de mano. Su vida, ahora mismo, cabía en dos piezas de equipaje y una carta. El taxi se adentró en el corazón de Malá Strana, cruzando el río Moldava. Allí, la ciudad tenía otro ritmo, como si el tiempo se hubiera detenido entre sus muros antiguos y callejones estrechos. Finalmente, el coche se detuvo frente a un edificio de tres plantas, de color ocre suave, con ventanales altos y flores secas en los balcones. —Aquí es —dijo el chofer—. Apartamento 2B, según la nota. Natalia pagó, agradeció y descendió con sus cosas. El edificio era más bonito de lo que esperaba. Tenía un aire melancólico, pero acogedor. Subió por una pequeña escalinata de piedra y tocó el timbre que decía "Recepce". La puerta se abrió de inmediato. Un hombre bajo, con lentes grandes y una barriga simpática, le sonrió desde el otro lado. —¿Natalia Estévez? —preguntó con voz amable. —Sí, soy yo. —Me llamo Jaroslav. Soy el encargado del edificio. Su padre me habló un poco de usted. Bienvenida a su nuevo hogar. Le extendió la mano y ella la estrechó con gratitud. Jaroslav la guió por un pasillo decorado con fotos antiguas de Praga, hasta llegar al segundo piso. —La gerente del edificio, la señora Pavlína, está de baja médica. Tuvo una operación de cadera. Volverá en unos meses, pero mientras tanto, puede contar conmigo para todo lo que necesite. —Gracias, en serio. —Aquí está su apartamento. La puerta del apartamento 28 se abrió con un leve chirrido. El interior olía a madera vieja y lavanda. Natalia se quedó quieta en la entrada, con los ojos fijos en lo que tenía delante. Era un espacio pequeño, pero luminoso. Las ventanas daban a un jardín interior donde caían las primeras hojas del otoño. La sala tenía una estantería de madera llena de libros en checo y español. Un sofá azul oscuro. Una alfombra con bordes deshilachados. Una cocina abierta con azulejos antiguos. Y un pequeño dormitorio donde la cama estaba hecha, como si la esperaran. —Todo está tal y como él lo dejó el señor —dijo Jaroslav con voz baja—. Lo manteníamos limpio, por si algún día venía. Natalia caminó hasta la estantería. Ahí estaban los libros que su padre adoraba: historia del imperio austrohúngaro, biografías de reyes olvidados, leyendas locales. Sintió que él estaba en cada rincón, como una sombra buena. —¿Quiere que le ayude a subir sus cosas? —No, gracias. Son pocas. —Entonces la dejo acomodarse. Si necesita algo, mi apartamento está al fondo, puerta 1C. Bienvenida de nuevo a Praga. Cuando se fue, Natalia se quitó los zapatos, se sentó en el suelo y soltó el primer suspiro profundo desde hacía semanas. Abrió la ventana. El aire era frío, pero limpio. Cerró los ojos. Y lloró, esta vez sin esconderse. Lloró por lo perdido. Por lo que dejó. Por el bebé que ya no estaba. Por el padre que la empujó suavemente a este lugar con alma. Y por ella misma, que tal vez… tal vez aún podía empezar de nuevo. Después de una larga ducha caliente, Natalia se envolvió en una toalla blanca y mullida. Se sentía más ligera, como si el agua hubiese arrastrado parte de la angustia que le cubría el pecho. Se dejó caer sobre la cama, y tras unos segundos de silencio, encendió su teléfono. Las notificaciones se amontonaban como fantasmas impacientes: quince llamadas perdidas, varios mensajes de voz, y decenas de textos de Richard. Con el corazón encogido, los abrió uno a uno. Había de todo: reproches llenos de ira, súplicas empapadas en desesperación, y promesas rotas envueltas en palabras dulces. Natalia leyó en silencio, dejando que las lágrimas rodaran por su rostro sin contenerlas. “Eres una desagradecida, Natalia. ¡Me usaste!” “Perdóname, nena… No sé qué me pasó. Te amo, y me estoy volviendo loco sin ti.” “Volverás, y no sé si voy a estar esperándote. Eliminaste a mi hijo y te largaste. Qué macabro plan, Natalia.” Esa última frase fue un puñal directo al alma. Natalia apretó el teléfono contra el pecho y gimió en silencio. El descaro de Richard era cruel, pero no nuevo. Era él quien la había empujado por las escaleras. Él quien, tras su caída después de su hospitalización, no mostró remordimiento, solo exigencias. Recordó claramente aquella noche. Richard acababa de salir de la ducha, se había secado el cabello con desgano, y sin mirar siquiera sus moretones le dijo con voz fría: —Después de esto que acaba de pasar, tendrás que ponerte un anticonceptivo. No quiero otro embarazo. Somos jóvenes, Natalia. Estoy enfocado en el trabajo… y no me gustas gorda. Quiero que estés así… bella, para mí. Nuestro hogar es perfecto como está. El hogar. Ese maldito lugar que parecía una jaula con barrotes de oro. Él no la engañaba —o al menos, ella nunca lo descubrió—, pero su control era absoluto. Siempre la llevaba del brazo, como una joya brillante que deseaba mostrar. La presentaba como su esposa con orgullo, su chica de ojos color miel, la mujer que todos debían admirar. Pero cuando las puertas se cerraban, todo cambiaba. El amor se convertía en rutina, en órdenes, en silencio. Las noches eran frías. Richard estaba ausente por trabajo, y cuando estaba presente, el alcohol lo volvía sombrío, hiriente. Natalia pensó en todo eso mientras marcaba el número de su madre. Necesitaba escuchar su voz. —Hola, mamá… —dijo, apenas pudiendo hablar. Su madre respondió con un suspiro lleno de ternura y preocupación. —Mi niña… ¿estás bien? Natalia no respondió. Solo lloró. —Escúchame —continuó su madre con firmeza—. Richard vino a buscarte. Se plantó en la puerta y gritó tu nombre. Yo le dejé bien claro que no sabíamos dónde estabas, y que no pensabas volver. Le cerré la puerta en la cara. Natalia cerró los ojos, agradecida. Sabía que su madre era fuerte, que no dejaría que nadie volviera a hacerle daño. Ahora, lejos de él, en esa ciudad donde nadie conocía su historia, Natalia podía empezar de nuevo. _ Gracias mamá estoy tan rota - dijó Natalia entre lágrimas. _ Te pondrás bien sólo necesitas salir y descansar para luego recostruirte eres mujer así que estás hecha de hierro. - agregó su madre para unos minutos después cortar la llamada y rezar por ella. Natalia volvió a mirar el apartamento. Era pequeño, pero cálido. Aquel lugar tenía una historia, como dijo su padre en la carta. Y ahora era suyo. Era su refugio. Miró por la ventana, sintiendo que, por primera vez en años, el aire no la asfixiaba. Aún quedaba mucho por ordenar. El apartamento necesitaba limpieza, y había que llenarlo de vida, de cosas simples: arroz, café, pan, una manta de su color favorito. Su madre, previsora como siempre, le había transferido suficiente dinero para vivir tranquila unos tres meses. El tiempo justo para recuperarse, para buscar trabajo, para renacer. Se levantó y comenzó a organizar lo poco que había traído en su maleta. Colocó la carta de su padre en el cajón de la mesita de noche, como un amuleto. Luego, se ató el cabello, se vistió con ropa cómoda y se dispuso a limpiar y mover los muebles a su gusto. Hoy, por fin, Natalia se sentía libre. Y apesar de ésto, esa noche lloró a gritos para después, Caer en un sueño profundo.
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