El whisky quema en mi garganta, pero no borra el eco de sus palabras. Embarazada. Elena Harper está embarazada, y la forma en que lo dijo —con los ojos llenos de miedo y la voz temblando— me ha dejado dando vueltas como un animal enjaulado. Estoy en mi despacho en Moretti Enterprises, con el skyline de Manhattan brillando a través de los ventanales, pero la ciudad no me ofrece respuestas. La llamada que me interrumpió ayer, un problema con un cliente en Tokio, me obligó a dejarla sola, y desde entonces no he podido hablar con ella. ¿Es mío? La pregunta me golpea, pero no estoy listo para enfrentarla. No cuando mi vida es un campo minado de contratos, rivales y secretos familiares.
Me recuesto en mi silla, mirando el techo de vidrio. Elena no ha venido a la oficina hoy, y su ausencia es como un puñetazo. Quiero encontrarla, exigirle respuestas, pero algo me detiene. No es solo el embarazo. Es ella. Su sarcasmo, su forma de resistirme, esa chispa que me hace querer romper todas mis reglas. Siempre he sido el hombre que toma lo que quiere y sigue adelante, pero con Elena, no puedo. Y eso me está volviendo loco.
Mi asistente, Daniela, asoma la cabeza por la puerta.
— Luca, el equipo de ciberseguridad está en la sala de juntas. ¿Vienes? —pregunta, su tono profesional pero con un dejo de curiosidad. Sabe que algo pasa, pero no pregunta.
— En un minuto —respondo, mi voz más cortante de lo que pretendo. Me pongo de pie, ajustando mi traje, y camino hacia la sala, esperando verla. Pero cuando entro, Elena no está. Su laptop está en la mesa, abierta, pero su silla está vacía. Clara, la directora de tecnología, me lanza una mirada interrogante.
— Elena tuvo un imprevisto —dice, encogiéndose de hombros—. Envió el informe por correo.
Asiento, pero mi mandíbula se tensa. ¿Un imprevisto? ¿O está evitándome otra vez? Me siento, fingiendo escuchar la presentación, pero mi mente está en ella. En su confesión. En la forma en que salió corriendo de mi despacho, como si temiera mi reacción. Quiero creer que no es mío, que no puede ser, pero la matemática no miente. Esa noche en mi penthouse fue hace un mes, y la forma en que me miró ayer, como si cargara el peso del mundo, me dice que hay más en esta historia.
La reunión termina, y me quedo atrás, mirando su laptop como si pudiera darme pistas. Abro mi teléfono y le escribo un mensaje: “Necesitamos hablar. Mi oficina, ahora”. No espero respuesta. Camino hacia mi despacho, pero antes de llegar, me cruzo con Victoria Lang en el pasillo. Su vestido n***o abraza cada curva, y su sonrisa es tan afilada como siempre.
— Luca, te ves… preocupado —dice, su voz melosa, pero sus ojos son fríos, calculadores—. ¿Problemas con tu nueva analista?
— No es de tu incumbencia, Victoria —replico, intentando pasar, pero ella se mueve, bloqueando mi camino.
— Oh, pero debería serlo —dice, inclinándose hacia mí—. Elena Harper no es lo que parece. ¿Sabías que estuvo buscando información sobre ti después de la gala?
Frunzo el ceño, mi pulso acelerándose.
— ¿De qué hablas? —pregunto, mi tono más duro de lo que quiero.
Victoria sonríe, como si hubiera atrapado un pez.
— Solo digo que tengas cuidado —susurra, rozando mi brazo con sus dedos—. No todos son tan inocentes como parecen.
Se aleja, sus tacones resonando en el pasillo, y me quedo parado, con la duda clavándose como un cuchillo. ¿Elena buscando información? ¿Por qué? La idea me molesta, pero no tanto como la posibilidad de que Victoria esté jugando conmigo otra vez. Siempre ha sido una experta en sembrar desconfianza, pero esta vez, no estoy seguro de querer ignorarla.
Entro en mi despacho, y para mi sorpresa, Elena está ahí, de pie junto al ventanal, mirando la ciudad. Lleva una blusa blanca y jeans, su cabello oscuro suelto, y hay una tensión en sus hombros que me hace querer tocarla. Pero me contengo, cerrando la puerta tras de mí.
— Recibí tu mensaje —dice, sin girarse. Su voz es baja, casi frágil, y me golpea más de lo que esperaba.
— No viniste a la reunión —respondo, apoyándome en el escritorio. Quiero sonar calmado, pero hay un filo en mi tono que no puedo evitar—. ¿Qué pasa, Elena? Ayer me dices que estás embarazada y luego desapareces.
Se gira, sus ojos oscuros encontrando los míos. Hay algo en ellos —miedo, determinación, no lo sé— que me desarma.
— No desaparecí —dice, cruzándose de brazos—. Necesitaba… tiempo.
— ¿Tiempo? —repito, dando un paso hacia ella—. Me dejaste con esa bomba y te fuiste. ¿Es mío?
La pregunta sale antes de que pueda detenerla, y veo el dolor cruzar su rostro. Traga saliva, y por un segundo, pienso que va a correr otra vez. Pero se queda, levantando la barbilla.
— Sí —susurra, y la palabra me golpea como un puñetazo. Es mío. El hijo es mío. Mi mente da vueltas, pero antes de que pueda hablar, ella sigue—. Iba a decírtelo ayer, pero esa llamada…
— Olvida la llamada —interrumpo, acercándome más. El espacio entre nosotros se reduce, y el aire se carga con esa tensión que siempre nos envuelve—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué sigues huyendo?
— Porque no sé quién eres, Luca —dice, su voz temblando pero firme—. Eres un multimillonario, un playboy, y yo… yo no encajo en tu mundo.
Sus palabras duelen, pero no puedo culparla. Mi reputación me precede, pero no es toda la verdad. Quiero decírselo, explicarle que ella es diferente, pero mi teléfono vibra en el escritorio, y el nombre de Matteo parpadea en la pantalla. Maldigo en silencio, ignorándolo, pero Elena lo ve.
— Contesta —dice, su tono cortante—. Parece importante.
— No es más importante que esto —respondo, dando un paso más. Estamos tan cerca que puedo oler su perfume, jazmín y algo más, algo que es solo ella. Mi mano roza su brazo, y ella no retrocede. Quiero besarla, borrar la distancia, pero el teléfono sigue sonando, y su expresión se endurece.
— Contesta, Luca —insiste, retrocediendo—. No quiero que esto sea otro error.
Antes de que pueda detenerla, agarra su bolso y sale, la puerta cerrándose tras ella. Contesto la llamada, mi voz tensa.
— ¿Qué, Matteo? —gruño, en italiano.
— El escándalo, Enzo —dice, su tono urgente—. Hay rumores. Alguien está hablando con la prensa.
Maldigo, mirando el lugar donde Elena estaba hace un segundo. Mi mundo se está desmoronando, y ella está en el centro de la tormenta. Pero mientras cuelgo, una cosa está clara: no voy a dejarla ir.