LAS VÍAS DEL TREN

2047 Words
POV ADRIEN LOWELL UNAS HORAS ANTES… —¡Encuéntrame! —me suplica, en un hilo de voz, lleno de angustia y tristeza—. ¡Por favor, ven y ayúdame! Su imagen es un poco borrosa, pero no tengo ninguna duda. Es ella. La misma chica con la que he soñado desde hace muchos años. Reconozco su cabello oscuro como el ébano, sus ojos verdes que me hipnotizan y que no puedo dejar de ver, sus labios carnosos y perfectamente delineados, su hermoso rostro de facciones dulces, y su voz angelical. Ella es un ángel. Un ángel que me visita en mis sueños. La he soñado tantas veces, que, cuando no sueño con ella me paso todo el día sintiéndome vacío, como si algo importante me hiciese falta. Lo que aún no entiendo es, ¿quién es esa chica a la que nunca he visto en mi vida? Y, ¿por qué se aparece en mis sueños? Sin embargo, lo que más me intriga saber es, ¿por qué me pide que la encuentre y que la ayude? Siempre es el mismo sueño. Nunca hay nada diferente. Es su rostro sumergido en la oscuridad, sus ojos mostrando una mirada temerosa y angustiada, y su boca abriéndose para pedirme que la encuentre y que la ayude. —¡Encuéntrame! —pide, una última vez. Y, entonces, su imagen y su voz, se desvanecen en el infinito vacío. Me despierto y abro los ojos, aun preguntándome, ¿quién es aquella chica misteriosa? Me giro sobre el colchón de la cama y quito las sábanas blancas de sobre mi cuerpo. Me quedo observándola durante unos instantes. Luce tan serena mientras duerme. Su rostro relajado, sus largas pestañas tapando sus párpados inferiores, y el cabello dorado bañándole los hombros y la espalda. Llevamos juntos más de seis años y aún no entiendo cómo es que esta dulce mujer sigue a mi lado, aguantando mi carácter. Nunca la he tratado mal. Jamás lo haría, porque, simplemente, no soy ese tipo de hombre. Sin embargo, tiendo a ser demasiado frío. Jamás le he dado una demostración de cariño en público y, en privado, han sido raras y contadas. No paso de darle un beso en la frente, en la mano, o en la boca, previo a que tengamos sexo. Mi forma de demostrarle cariño, es obsequiándole alguna joya o llevándola a cenar a algún fino restaurante, en nuestro aniversario o en alguna fecha especial. No es que no la quiera, por supuesto que sí. No estaría junto a alguien que no quisiese. Es solo que, esas mierdas cursis no se me dan. Me siento ridículo, un completo imbécil o algo así. Quizá solamente sea culpa de mis raíces británicas, por eso que dicen, de que los británicos somos personas frías e inexpresivas, y que solo les demostramos afecto a los caballos. «!Puras idioteces!» La verdad es que, todas esas estupideces, se las dejo a los adolescentes. Yo, que tengo 38 años bien cumplidos, no estoy para esas niñerías. Y eso es lo que más me gusta de Rebeca, que lo entiende y no me exige que me comporte de esa estúpida manera con ella. Ella se apega a mis exigencias, y hace las cosas tal y como yo necesito que se hagan. Por eso, es la mujer perfecta para mí. La que yo necesito, para la clase de vida que llevo y para mi carrera. Porque un parlamentario como yo, tiene que vivir de cierta forma, y las personas que me rodean deben de llevar su vida de la misma manera: Pulcra, perfecta, apegada a las buenas costumbres, sin tachaduras de ningún tipo, con refinamiento y elegancia, y, sobre todo, siguiendo mis leyes y mis reglas. Porque eso es lo más importante para mí. Que las cosas se hagan tal y como yo deseo. La hermosa mujer, que duerme a mi lado, abre los ojos y me observa. Esboza una sonrisa y pregunta: —¿Acaso me he babeado o luzco muy graciosa mientras duermo? Frunzo el ceño, confundido por aquellas preguntas. —Me estás viendo demasiado y eso es algo verdaderamente extraño —acota, riendo. No le respondo. Solo le ofrezco una ínfima sonrisa. Acerca su rostro al mío y deposita un casto beso en mis labios. Beso que no le devuelvo, porque, como ya lo dije, no soy de estas cursilerías. Puedo dejar que ella me dé estos besos, pero ella sabe muy bien que no le voy a corresponder, simplemente, porque no es lo mío. —¡Buenos días! —exclama, con una amplia sonrisa surcándole el rostro, cuando se separa. Su rostro resplandece. Como si todo el brillo de la mañana se hubiese posado en su rostro o como si algo le alegrara demasiado, y no entiendo el qué, porque para mí nada más es otro día cualquiera, sin nada de especial. —Buenos días —le respondo, de forma simplona—. Debo vestirme para presentarme en el gran evento. Me levanto y camino hacia el baño, mostrándole la parte de atrás de mi cuerpo desnudo. Antes de cerrar la puerta, giro mi dorso y le pregunto: —Entonces, ¿no podrás ir, verdad? —Por más que quiera acompañarte, no puedo —responde, esbozando una leve sonrisa. Sigue acostada en la cama, de medio lado y apoyando la cabeza en la mano. Se ve preciosa, con el cabello cayéndole como cascada y la sábana blanca tapándole parte del cuerpo desnudo—. Tengo que ir a Wembley por esos papeles que ocupo con urgencia. —Bien por ti —murmuro, dándome la vuelta y cerrando la puerta. La verdad es que yo ni quisiera ir. Las fiestas de niños no son lo mío. No me gustan los niños. Los detesto. Detesto sus gritos, que anden corriendo de un lugar a otro, sus berrinches, y que siempre anden sucios y, todavía, se me encimen y me llenen de dulce o sus asquerosidades. Sin embargo, estarán todos los representantes de nuestro partido y uno no se puede negar. Al fin y al cabo, todo siempre es la política. Y para eso sirven estas fiestas: Para entablar lazos con los grandes y avanzar en este duro camino. Me meto a la ducha y comienzo a bañarme. Mientras lo hago, imagino quienes del partido o del Parlamento, irán a la dichosa fiesta: Solo los más grandes; y con todos ellos me reúno yo. Si hay algo de lo que me siento sumamente orgulloso, es de ser el más joven entre hombres de grandeza, con un futuro prometedor en la política. Un futuro que comenzó abruptamente hace trece años. A mis veinticinco años, yo no era más que un gato, con sueños de grandeza. Era un estudiante que estaba por graduarse de la carrera de leyes en Oxford y trabajaba como ayudante en el equipo de campaña del anterior Primer Ministro y jefe de nuestro partido. Sin embargo, aunque tenía esos grandes sueños de grandeza y deseaba tener una carrera en la política, también llevaba una vida completamente descarrilada. Sumergido en los vicios y el libertinaje. Nunca usé drogas, pero bebía alcohol como si fuera agua y me cogía a cualquier mujer que se me interpusiera enfrente. ¿Cómo me cambió la vida? Pues, ni a mí me queda del todo claro. Un día estaba en la fiesta de cumpleaños número siete de la hija del jefe de nuestro partido, perdido, casi hasta la inconsciencia, en el alcohol, y al día siguiente, sin recordar nada de lo que había pasado el día anterior, me llamaron a la oficina del jefe. Me dieron un ascenso y trece años después, aquí estoy. Con un importante lugar en el Parlamento, siendo el hombre más joven en conseguir un puesto tan distinguido e importante y con una brillante carrera por delante. Hoy un parlamentario, en unos años, Primer Ministro. Obviamente, después de mi ascenso, mi vida cambió por completo. Me alejé del alcohol y los excesos; encontré una buena mujer, que se amolda a mis necesidades y con una brillante carrera como abogada. La vida no me podría sonreír mejor. La única incógnita en ella, es la chica de mis sueños. Alguien que parece un producto de mi imaginación o un ángel que solo me visita mientras duermo. […] Conduzco hacia las afueras de la ciudad, pues la fiesta es en una villa en el campo. Cosas de ricos, a los que no les gusta vivir en la ciudad. Voy de lo más tranquilo, escuchando el concierto para piano No. 1 de Piotr Ilich Chaikovski, pues desde siempre he sido amante de la música clásica. Nunca me ha gustado nada de la música actual. Toda la vida me he considerado una persona de excelentes gustos, amante del arte, de la ópera, de un buen libro, unos finos puros y un buen té al estilo británico. El automóvil comienza a presentar fallas, del capó comienza a salir humo y el muy hijo de puta se detiene a medio camino. —¡Mierda! —exclamo, viendo que me he quedado varado en medio de la nada. Abro la compuerta y salgo del automóvil, para revisar cuál es el desperfecto. No sé mucho de motores, pero algo podré hacer. Luego de un rato y de estar asándome bajo el ardiente sol de verano, decido que es mejor dejarlo ahí. Llamo un servicio de grúa y me indican que estarán ahí en aproximadamente una hora. Aquello me desespera y me alienta a mandarlos a la mismísima mierda. Cómo si no supieran con quién putas están hablando. Observo a los lados, y veo que hay una rotulación con información. Me acerco y el cartel indica que hay una estación de tren a unos cuantos metros. Saco lo necesario del automóvil y me dirijo a la dichosa estación. Cuando estoy ahí, pienso en si debo continuar mi camino hacia la bendita fiesta o si será mejor regresar. «Ya estoy aquí —me digo, mentalmente—. Al menos, debo ir a saludar a mis camaradas» Compro el boleto y unos minutos después estoy dentro del tren, haciendo el viaje hacia la estación más cercana a la villa. Veinte minutos después, de un viaje para nada confortable, pues en la cabina viajaba un niño que no dejo de llorar y hacer berrinche durante los larguísimos veinte minutos de trayecto, me pongo en pie y me bajo del tren en el municipio de Sutton: Mi destino. La estación está solitaria, las pocas personas que había en el lugar, han abordado el mismo tren del que yo acabo de bajar. Me acerco a un cuadro de información y estoy ido, obteniendo información de él, cuando alguien pasa a mi lado y su cabellera, tan negra como la noche, llama mi atención. La sigo con mi mirada. Se detiene al borde del andén y, por alguna extraña razón, me la quedo viendo con atención. Algo en ella me parece familiar y eso me tiene completamente intrigado. Segundos después, todo ocurre rápidamente. Cómo si la chica fuera atraída por una fuerza mayor, comienza a caer hacia las vías. Corro en su ayuda y cuando llego a la orilla del andén, la observo. Está boca abajo, tirada en el suelo, inconsciente. Con premura, me lanzo hacia las vías para poder ayudarla, pues el sonido del próximo tren, se escucha cerca. Corro hacia ella y la tomo en mis brazos, apartándola de las vías. Hago un esfuerzo para alzarla en brazos y subirla de regreso al andén. El tren está muy cerca y yo, aún tengo que subir. Son solo segundos los que me separan de quedar atrapado y morir aplastado por el poderoso tren. Me aferro al andén, me alzo y con agilidad me subo, colocando la mano en mi pecho y esperando que los latidos apresurados de mi corazón se calmen. El tren pasa, casi rozándome las puntas de los pies, sonando su silbido, y estremeciendo el piso sobre el cual permanezco acostado junto a la chica. Me incorporo y me acerco a ella, la tomo en brazos, tratando de despertarla. Sus ojos apenas se abren, se clavan en los míos y mi asombro es enorme cuando reconozco aquellos ojos verdes que tantas veces he visto en mis sueños. «Es ella. Es la chica de mis sueños»
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