*++KILLIAN++*
El silencio era mi aliado. Y también mi cárcel.
Mi despacho estaba sumido en una penumbra perfecta, con las cortinas apenas entreabiertas para permitir que la luz hiciera lo que yo le permitiera: obedecer. Había algo sagrado en este espacio. No se hablaba. No se lloraba. No se discutía. Aquí solo existía el control.
Y hoy, necesitaba más control que nunca.
Habían pasado exactos cuarenta y dos minutos desde la llamada.
¡Llamaré en cuatro horas!
Eso fue todo lo que dije.
Quiero ver a la misma conejita, la quiero a ella.
No sé quién es. No vi su rostro. Pero tengo su cuerpo tatuado en la memoria como si lo hubiera esculpido yo mismo. La forma en que caminaba con esa maldita máscara, la forma en que no titubeó cuando le ordené que se arrodillara. La forma en que sonrió —sí, sonrió— con los labios aún marcados por mis dedos.
Y sin embargo, no me perteneció. No del todo. Se dejó tomar. Se dejó atar. Pero no me cedió el poder. No como las demás.
Jugó conmigo. Con mi mente.
Y cuando terminó, se vistió, se ajustó la máscara y me miró como si supiera exactamente lo que había hecho. Como si yo fuera el premio de su noche.
No pregunté su nombre. Y ahora no puedo dejar de pensar en ella.
Mis dedos jugaban con el vaso intacto de whisky sobre el escritorio. La botella estaba allí, sin abrir. Como siempre. Un símbolo de todo lo que no consumo, pero tengo a mano. Como ella.
Mis pensamientos giraban sin descanso cuando escuché el primer grito.
—¡¿Tú qué sabes de mi vida, Nana?! ¡No eres NADIE!
Me quedé congelado.
¿Qué demonios es eso?
Otro grito. Esta vez más cerca. Más agudo.
Mi mandíbula se tensó de inmediato. Dejé el vaso sobre el escritorio con una calma peligrosa. Me levanté despacio. Porque no me gustaba correr. No lo necesitaba. Cuando yo caminaba, el resto retrocedía.
Catalina.
Otra vez.
Salí del despacho. El corredor estaba en penumbra, pero la escena abajo iluminaba lo suficiente: mi hermana, de pie junto a las escaleras, con el cabello despeinado, la respiración agitada y los ojos rojos de rabia. Frente a ella, firme como una estatua, estaba Nana. Mi Nana. La mujer que me crió desde que papá murió. Que cuidó a Catalina como si fuera suya. Que ha aguantado gritos, puertas cerradas y lágrimas que yo no sé gestionar.
—¡No tienes derecho a decirme lo que puedo o no puedo hacer! —rugía Catalina— ¡No eres mi madre!
—No, pero te quiero como si lo fuera —respondió Nana con voz suave, inquebrantable.
Me acerqué despacio. Ni un sonido en mis pasos. Hasta que estuve a solo un metro de ellas. Mi presencia bastó para congelar el aire.
—¿Qué demonios pasa aquí? —pregunté con voz baja. Fría. Letal.
Catalina se giró bruscamente. Me miró como si yo fuera el enemigo. Y quizá, para ella, lo era.
—¡Tú no te metas! ¡Esto no es asunto tuyo!
—Catalina —dije con esa calma peligrosa que heredé de mi padre—, todo en esta casa es mi asunto.
—¡No puedes seguir tratándome como una niña! ¡Tengo dieciocho!
—Y sigues actuando como si tuvieras doce —respondí.
Ella apretó los puños. Un leve temblor le recorrió los brazos.
—¡Nana me revisó el celular! ¡Se atrevió a tocar mis cosas! ¡No puede controlarme!
—¿Te revisó el celular porque desapareciste anoche hasta las cuatro de la mañana sin avisar? —arqueé una ceja— ¿O porque subiste historias en una fiesta privada llena de drogas, alcohol y tipos que te doblan la edad?
Ella me fulminó con la mirada. Una mezcla de culpa, rabia y orgullo torcido.
—No tienes idea de cómo es vivir con alguien encima tuyo TODO el tiempo. Ni tú ni ella pueden decidir por mí.
—Sí, puedo —di un paso más cerca. Mi voz bajó aún más—. Porque no te voy a enterrar a ti también.
Catalina tragó saliva. Su mandíbula tembló. Pero no se quebró.
—No eres mi padre —escupió de pronto, con voz rota. Con todo el veneno que le quedaba—. ¡NO ERES MI PADRE!
Silencio.
Nana bajó la mirada.
Yo me quedé allí, sin mover un músculo. Ni un gesto. Nada.
Solo la miré. Hasta que sintió el peso de mi decepción clavarse más profundo que cualquier grito.
—Tienes razón —dije finalmente—. No soy tu padre.
Hice una pausa. Respiré hondo.
—Pero soy lo único que te queda.
Ella parpadeó. Por un segundo, pareció ceder. Por un segundo, su rabia bajó. Pero entonces dio media vuelta, subió las escaleras como una tormenta y, antes de encerrarse, gritó:
—¡Vete al infierno, Killian!
El portazo retumbó por la casa entera.
Nana se limpió una lágrima del rostro con dignidad. Me acerqué y le toqué el hombro.
—Déjame esto a mí. Anda a descansar un rato —le dije.
Ella asintió sin decir palabra.
La vi alejarse por el pasillo y entonces, finalmente, volví a respirar.
Volví a estar solo. Volví al despacho. Me senté. Abrí la botella. Y por primera vez en meses, me serví un trago.
Porque ni el infierno de mi hermana, ni los restos de lo que queda de mi familia…se comparaban con la forma en que esa mujer me había tocado anoche.
La Conejita.
Su cuerpo.
Su risa.
El aroma de su piel.
Y ese misterio que me estaba volviendo loco.
No sé quién es, pero sé que la voy a encontrar.
Y cuando lo haga…
Será mía. No por una noche. No como cliente. No como un capricho. Sino como lo que se encierra. Lo que se domina.
Lo que no se vuelve a escapar.
Porque yo soy Killian Hart.
Y lo que quiero… lo tomo.