Margaret me sostuvo la mirada.
—Entonces que decida si quiere conocer a Aria… no solo a La Conejita.
Me quedé en silencio.
Eso era lo que más miedo me daba.
No el sexo, no los juegos, no el club ni los bailes. Lo que me aterraba era que alguien viera detrás de la máscara. Porque debajo del encaje, de la lencería y del maquillaje caro… estaba yo. Aria Blake. Una chica rota de un pueblo pequeño, con cicatrices que aún escuecen y sueños que se rompen si los tocas fuerte.
—Oigan —dijo Theo, rompiendo el momento—. ¿Quién se comió mi croissant de almendras?
Le lancé una mirada culpable.
—Yo.
—¡TRAICIÓN! —gritó, dramatizando como si estuviéramos en una obra de Shakespeare—. ¡Después de todo lo que hemos compartido! ¡Camas, lágrimas, eyeliner!
—¿Puedo compensarte con un orgasmo falso? —le ofrecí, arqueando una ceja.
—Solo si viene con crema batida y gritos opcionales.
Margaret negó con la cabeza mientras bebía su café.
Así es nuestra vida.
Un caos adorable. Un desastre funcional. Un circo íntimo donde todos sabemos los pasos de la coreografía.
Y aún así… algo dentro de mí latía distinto.
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Theo dejó caer la espátula en el fregadero con un estruendo digno de Broadway y se sentó frente a mí con dramatismo. Su bata se abrió justo lo suficiente para dejar al descubierto su boxer con estampado de estrellas y la inscripción "Cosmic Daddy".
—¿Sabes qué soñé anoche? —dijo, sirviéndose más prosecco como si no fueran las ocho y media de la mañana—. Que me casaba con un mafioso búlgaro que me quería solo por mi talento para el soufflé.
Margaret levantó una ceja, apenas moviendo el rostro porque la mascarilla estaba empezando a endurecerse.
—¿Otra vez con los búlgaros? —resopló sin soltar el diario—. ¿No fue un búlgaro el que te dejó colgado en París con un tatuaje de su nombre en el trasero?
—¡Primero que nada! —Theo levantó un dedo indignado—. El tatuaje no dice "Petar", dice “Pétard”. ¡Es francés y significa petardo! Segundo: ese hombre sabía cómo usar una cuerda de terciopelo. Así que respeto.
Yo escupí café por la nariz. Literalmente. Tosí como una camionera mientras ellos seguían con su ópera de locuras balcánicas.
—¿Qué carajo les pasa hoy? —pregunté entre risas, secándome con una servilleta de lino carísima que Margaret compró en Estocolmo "porque eran orgánicas y tejidas por monjas ciegas".
Theo se encogió de hombros.
—Nos despertamos inspirados por tu aroma a sexo millonario, cariño.
Margaret bufó, esta vez cerrando el diario.
—Killian Hart, ¿eh? —dijo, con esa forma suya de soltar verdades como si fueran caramelo envenenado—. Ese hombre tiene pinta de arruinar vidas y dejar propinas de mil dólares sin remordimientos.
—Te olvidaste de mencionar que huele a decisiones incorrectas y orgasmos garantizados —añadí, bebiendo otro sorbo de café.
Los tres reímos al unísono.
Y en ese momento, todo se sintió bien. Caótico, pero bien.
Suspiré y los miré con una sonrisa más honesta que cualquier otra cosa que haya mostrado frente a un espejo.
*
Justo cuando iba a revisar mi celular, el zumbido agudo del aparato me hizo pegar un pequeño brinco. Lo tomé con la intención de hacer una llamada rápida a una clienta para confirmar la clase de pole del miércoles, pero apenas puse el dedo sobre el ícono de llamada, Theo lo arrebató con movimientos de ninja adicto al drama.
—¡Yo contesto! —gritó, como si de eso dependiera el destino del universo.
—Theo, ¡devuélveme eso! —dije alargando el brazo para quitárselo, pero ya era tarde. Lo puso en altavoz.
—¿Aló? ¿Casa de las almas libres y las rentas atrasadas?
Silencio.
Y entonces, esa voz.
—Theo... cariño, soy la mamá de Aria. ¿Está por ahí?
Me congelé. Cerré los ojos. Inhalé.
Esa voz. Mi mamá.
Su acento arrastrado por los años en la costa, el tono dulce con el que me cantaba de pequeña, ahora teñido de ansiedad contenida, como si supiera que hablaba con alguien que cargaba culpas más grandes que las maletas con las que salí de casa.
Theo, con la sonrisa congelada, me miró y luego respondió, con ese tono profesional y cálido que solo usaba cuando sabía que yo no podía hablar.
—Claro, señora. Le mando muchos saludos. La princesa está en el baño aplicándose sus diez mil productos para la piel. Pero no se preocupe, esta noche le llegará la remesa completita, como siempre. Yo mismo me encargo.
Tragué saliva.
Lo supe.
Lo supe desde antes de oírla.
Era mamá.
Estaba bien. Ellos estaban bien.
—¿Ella está bien? ¿Se ve delgada? ¿Se está alimentando? —preguntó mamá a través del teléfono, como si Theo fuese mi médico, mi nutricionista y mi confesor personal.
—Sí, sí, la vi comerse dos tostadas con mantequilla y medio durazno. Hoy está radiante. Hasta brilla.
Cerré los ojos otra vez. Mi pecho se apretó.
No he querido hablar con ella últimamente. No porque la odie. No porque no la extrañe. Sino porque me siento culpable.
Porque cada vez que le escucho la voz me dan ganas de inventarle una vida que no tengo. Decirle que soy recepcionista en una galería de arte, que tengo un novio que cocina y lee poesía, que mi alquiler no cuesta más que su pensión.
Pero no puedo.
Así que huyo. Le mando dinero. Le pago todo. Cada semana sin falta. Las cuentas, la comida, los gastos médicos de papá, los tratamientos para su columna, los sueros que necesita cuando le da anemia. Todo eso lo gestiona Theo, como el ángel caótico que es.
—Cariño —dijo mamá al otro lado—, estoy pensando en ir a visitarte. Solo una semanita. Me encantaría verte. Te extraño tanto...
Theo me miró. Su mano seguía sujetando el celular como si fuese un arma cargada.
Yo negué lentamente con la cabeza.
No. No. No.
¿Cómo demonios le explico que no puede venir?
Que vivo con una drag queen adicta a los astros y una mujer con máscara de barro que lee tarot en la cocina. Que mi vida es una serie de decisiones cuestionables envueltas en seda roja y luces de neón. Que si me ve, de verdad me ve, tal vez ya no pueda seguir amándome igual.
—Le diré que la llamas luego, ¿sí? —dijo Theo con tacto, como si supiera que la herida se abría otra vez.
Asentí. No confiaba en mi voz.
Cuando colgó, dejé escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo.
—Me va a matar —murmuré, sin mirar a nadie—. Si viene y ve esta vida... si me ve a mí... no sé cómo voy a sostener la mentira.
Margaret me observaba en silencio desde la cocina. No decía nada, pero me pasaba una taza caliente de manzanilla. Su forma de decir “te entiendo” sin decir una palabra.
—Tal vez puedes tomarte una semana libre —sugirió Theo, sin juicio—. Decirle que estás de vacaciones, inventar que trabajas desde casa. Nosotros limpiamos todo. Le decimos que trabajas en moda, qué sé yo. Que diseñas ropa para... ejecutivas frustradas.
Solté una risa triste.
—¿Y qué hago con la barra de pole en mi cuarto?
—Le diremos que es para colgar cortinas... modernas —respondió Theo con una sonrisa absurda.
Quise llorar. Quise reír. Terminé solo bebiendo manzanilla como una abuela derrotada.
Y entonces... sonó el celular otra vez.
Una nueva llamada.
—¿Y ahora quién carajos interrumpe esta telenovela emocional? —bufó Theo, tomándolo sin mirar y contestando con su tono de "secretaria sexualmente empoderada"—. ¿Casa Conejita, en qué puedo ayudarle?
Contesto con el celular del trabajo.
Yo iba a arrebatarle el celular, pero Theo levantó la mano.
—¡Es una cita! —gritó como si hubiera ganado en una subasta de arte ilegal—. Quiere una cita con la conejita. ¡Siiii!
Rodé los ojos.
—Dile que no tengo agenda hoy. Que vuelva otro día. Estoy emocionalmente descompuesta.
Pero entonces, Theo se quedó estático.
Sus ojos se abrieron.
Me miró.
Y lentamente puso el altavoz.
Una voz grave. Inconfundible. Cálida como un pecado bien planeado.
—Quiero verla hoy.
Mi piel se erizó como si alguien hubiese arrastrado una pluma por mi espalda desnuda.
Theo tragó saliva.
—¿Quién es usted, caballero?
—La misma persona de anoche.
Mis rodillas temblaron.
Era ÉL.
No necesitaba verlo. Conozco esa voz. Esa arrogancia elegante. Esa forma de hablar como si tuviera el mundo entre sus dedos y aún así quisiera jugar conmigo.
—Habla con ella —ordenó, con calma asesina—. Te llamo en cuatro horas.
—Sí, pero recuerde que la subasta es en dos días.
—No me importa, quiero ser exclusivo.
La llamada se cortó.
El silencio fue tan denso que casi se podía morder.
Theo se volteó lentamente hacia mí, con expresión de película de terror.
—Aria…