—No se preocupe —respondió Margaret, sonriendo con diplomacia. —Bueno, me voy a mi oficina. Las dejo aquí. Un gusto conocerlas. Solo asentí con la cabeza, sin siquiera respirar. Y él pasó de largo. Sin verme. Sin reconocerme. ¡Milagro! Apenas las puertas se cerraron, dejándonos solas en ese salón que parecía sacado de una revista de realeza gótica, me fui directo a la ventana para ver un poco el jardín. —Soy tan diferente… —murmuré, casi sin darme cuenta. Margaret se acercó al escritorio y empezó a sacar sus cosas, organizando carpetas, libros y lo que supuse eran exámenes o fichas escolares. Pero mis ojos estaban en otra parte. Afuera. Entre los árboles. Y entonces la vi. Una chica. Besándose con un chico. Pero no era cualquier beso. Era uno de esos besos que se sienten hasta en e

