Las Flores del Cortejo
La primavera parecía haber decidido anidar en el corazón de Londres. Los jardines del barrio de Belgravia comenzaban a vestirse de color con tímidas camelias y narcisos, pero ninguno igualaba los ramos que cada semana llegaban a la residencia de los Richards.
- Son peonías esta vez. - murmuró la doncella, depositando con sumo cuidado la nueva entrega sobre la mesita del vestidor - Rosadas. De las que solo florecen en invernadero este tiempo del año.
Isabella apenas asintió mientras se peinaba. La expresión de su rostro era serena, pero su pecho latía con ese ritmo nuevo, delicado y firme, que solo provoca la atención constante de un hombre como el conde Rowan Ashcombe.
Desde aquella tarde del té, las visitas se volvieron regulares. Dos veces por semana. Siempre en horario diurno. Siempre en presencia de una dama acompañante o su madre. Siempre bajo las reglas estrictas del protocolo. Pero incluso dentro de ese corsé de normas, algo comenzaba a florecer.
Las conversaciones al piano. Las caminatas por el parque con los lacayos a varios pasos de distancia. Las cartas breves, pero intensamente medidas, donde Rowan usaba su letra pulcra y recta para hablar de arte, política y, ocasionalmente, del aroma de las gardenias.
- La señorita Richards posee una mente refinada, casi peligrosa en su claridad. - había escrito una vez.
Isabella lo leyó tres veces esa noche, antes de ocultar la carta bajo su almohada.
Una tarde, tras asistir a una función benéfica, Isabella bajó del carruaje con las mejillas sonrojadas. No por el vino, ni por el calor. Sino porque Rowan le había rozado los dedos al ayudarla a descender. Un roce, apenas un instante, pero suficiente para incendiar sus pensamientos por horas.
- ¿Qué te ha dicho hoy, hija? - preguntó lady Eleonor, mientras le quitaban el abrigo - ¿Sobre los planes del Parlamento? ¿O de la exposición de arte?
- Hoy me preguntó cuál es mi color favorito. - respondió Isabella con una sonrisa velada.
La señora Richard no dijo nada, pero alzó una ceja, como si acabara de confirmar que el asunto se deslizaba hacia el plano más íntimo. No prohibido, aún. Pero sí más cerca del afecto que del deber.
Y entonces comenzaron los bailes.
El primero fue en casa de los Pembroke. Allí, entre valses y mazurcas, Isabella sintió por primera vez el calor de la mano de Rowan en su cintura. Medido. Correcto. Pero demasiado cerca de lo que no debía desear.
- ¿Le agrada el violín, señorita Richards?
- Me recuerda a una emoción que aún no puedo nombrar. - respondió ella.
El conde sonrió. Solo por un segundo.
Luego vino el baile en casa de los Holloway. Y más flores. Y una joya discreta, que ella rechazó como marcaba la costumbre, pero que su madre guardó “para después del compromiso”.
Aquel cortejo no era una historia romántica al uso. Era un juego de astucia y apariencias, una danza entre dos mundos: el femenino, con sus reglas invisibles y el masculino, con su control disfrazado de caballerosidad. Pero dentro de esa jaula dorada, Isabella comenzaba a ver al hombre tras el título.
Rowan Ashcombe no era simplemente un conde. Era un estratega. Un lector atento. Un admirador silencioso.
Y cada gesto, cada flor, cada carta… era un ladrillo más en el muro que comenzaba a rodear su joven corazón.
El Anillo del Destino
Los días previos a la propuesta oficial fueron un torbellino de susurros, llamadas discretas y visitas breves entre salones ornamentados. Aunque Isabella no había sido informada directamente, era evidente que algo importante se gestaba. Las sonrisas prolongadas de su madre, los intercambios de miradas entre su padre y Rowan y la repentina visita de la condesa Ashcombe, madre del conde, terminaron de confirmarlo: se avecinaba una petición formal.
La etiqueta dictaba cada paso. El conde no podía dirigirse a Isabella sin antes haber solicitado la aprobación de su padre en una reunión exclusivamente masculina. La residencia Richards se preparó con la precisión de un reloj suizo: el mayordomo revisó cada alfombra, se pulieron las copas de cristal y el salón principal fue adornado con lirios blancos y flores de té.
El día llegó sin sobresaltos, pero con el peso de la historia reposando sobre cada mueble de la casa.
Lord Ashcombe llegó con puntualidad inglesa, vestido de manera impecable con levita gris perla, bastón con empuñadura de plata y el anillo de sello familiar brillando en su mano derecha. Fue recibido por el señor Richards en el estudio privado, con una copa de brandy entre ambos para suavizar el inicio de la conversación.
Isabella, mientras tanto, aguardaba en el salón, con el corazón galopando bajo el corsé, acompañada de su madre y su doncella. Vestía un delicado vestido color marfil con bordados de hilo dorado, sencillo pero elegante, como marcaba la tradición. El cabello recogido, los guantes puestos, la mirada perdida en el reloj de péndulo.
Una hora después, su padre apareció en la puerta.
- Isabella. - dijo simplemente - El conde desea verte.
La joven se levantó con la compostura que le habían inculcado desde niña. Un paso firme, una reverencia medida al ingresar al estudio. Allí, Rowan se acercó con solemnidad y por un instante, pareció que el mundo se detenía.
- Señorita Richards. - dijo, inclinándose levemente - He venido a solicitarle formalmente que acepte ser mi esposa.
Su voz era grave, clara, sin rastro de nerviosismo. Extendió una pequeña caja de terciopelo oscuro. Dentro, un anillo de oro blanco con un zafiro azul profundo en el centro, rodeado de pequeños diamantes. El color del anillo, como el de sus ojos.
Isabella lo miró un instante. Luego miró a su padre, que asintió en silencio.
- Será un honor, Lord Ashcombe. - respondió ella con la voz serena, aunque su alma temblaba.
La condesa Ashcombe, que aguardaba en la galería, fue llamada enseguida y al poco tiempo, la familia Richards en pleno descendió para tomar el té en compañía de la futura suegra de Isabella. La noticia se difundió con velocidad entre los círculos sociales: la hija del honorable señor Richards, una joven culta y virtuosa, se comprometía con uno de los nobles más codiciados de la temporada.
Las semanas siguientes fueron un desfile de visitas, regalos y costuras. El anillo brillaba en el dedo de Isabella como un símbolo de triunfo… y de entrega.
Pero aquella noche, al cerrar la puerta de su habitación, Isabella se acercó al espejo. Tocó el zafiro con la yema del dedo.
“¿Será esto amor?”, pensó.
“¿O simplemente el destino que otros han dispuesto para mí?”
La pregunta quedó sin respuesta. Por ahora.
Preparativos y Apariencias
Las semanas siguientes al compromiso fueron un torbellino de encajes, lazos, visitas sociales y sonrisas medidas. Londres, aún impregnada del perfume de la primavera, parecía girar en torno a la noticia del enlace entre la joven Isabella Richards y el conde Rowan Ashcombe.
Para los ojos externos, todo era perfección: un enlace ventajoso entre una joven de impecable reputación y un noble influyente, de antigua estirpe. Pero para Isabella, los días se volvieron un delicado equilibrio entre el deber y la emoción. Aunque no podía hablar de amor - la palabra era demasiado grande aún - sí había en su pecho una inquietud dulce cada vez que pensaba en Rowan. Y cada encuentro con él, cada paseo autorizado, cada mirada robada en medio del protocolo, era un paso más hacia lo desconocido.
La Prueba del Vestido
Eleanor Richards, madre de Isabella, estaba al frente de todos los preparativos con la precisión de un general. La elección del vestido nupcial fue, como marcaba la tradición, una cuestión de honor. El modisto francés afamado, monsieur Lafargue, había sido convocado desde París y ya trabajaba con el encaje traído desde Bruselas y la seda importada de Lyon.
- El velo será tan largo como la reputación de tu apellido, hija. - dijo su madre, ajustándole el corsé con manos firmes - No lo olvides.
Isabella sonrió con una mezcla de nerviosismo y resignación. Las telas eran hermosas, los bordados exquisitos. Pero en los ojos de la doncella que le entregaba cada prenda, ella notaba una sombra: la que se forma cuando una joven contempla lo que no puede tener.
Paseo en Hyde Park
Como marcaban las costumbres, los novios tuvieron permiso para un paseo escoltado por los padres. Hyde Park era el escenario elegido por la nobleza para mostrarse, para hacer saber que un compromiso era serio y aprobado por ambas familias.
Isabella iba del brazo de Rowan, vestida con una capa azul marino y un sombrero de ala ancha. El conde, elegante en su abrigo oscuro y guantes, caminaba junto a ella con perfecta compostura. Hablaron del clima, del programa de la ópera y de la última edición de The Times.
Pero en un momento en que sus padres se adelantaron unos pasos, Rowan se volvió ligeramente hacia ella y susurró:
- He soñado con esta escena antes… pero en mi sueño, Hyde Park estaba vacío. Solo estábamos usted y yo, sin nadie que nos observara.
Isabella bajó la mirada, sintiendo un calor inesperado subirle por el cuello.
- ¿Y qué sucedía después? - se atrevió a preguntar.
El joven la miró con una sonrisa casi melancólica.
- No lo recuerdo… Solo la paz de su risa entre los árboles.
Las Cartas y los Rumores
La alta sociedad era un enjambre de rumores disfrazados de buenos deseos. Isabella empezó a recibir cartas de mujeres que conocía solo de nombre, todas con consejos sobre el matrimonio. Algunas la advertían en tono condescendiente, otras la felicitaban con entusiasmo. Y estaban, por supuesto, las cartas anónimas: aquellas escritas con tinta perfumada y manos envidiosas que sugerían que el conde era demasiado perfecto para ser real.
Eleanor las quemaba sin mostrar emoción.
- La envidia es el tributo que la mediocridad paga a la virtud. - decía mientras las arrojaba al fuego - Y tú serás una condesa. Que aprendan a mirarte desde abajo.
El Retrato
Como marcaba la tradición, un retrato debía ser encargado antes de la boda, para que el legado de la joven novia quedara perpetuado en los salones de la nueva familia. El artista, Lord Breckford, era un excéntrico viudo que hablaba más con los pinceles que con palabras. Durante las sesiones, Isabella debía permanecer inmóvil durante horas y, sin embargo, sintió que era allí - en el silencio del estudio - donde comenzaba a ver su propia transformación.
Una dama. Una futura condesa. Una imagen en óleo… que pronto tendría que parecerse a la mujer que todavía no era.