—¿Tú crees que el cuerpo puede traicionarte? —pregunté, mordiendo la pajilla de mi smoothie sin probarlo realmente.
Maddie me miró desde el otro lado de la mesa con una ceja levantada.
—¿Esto va a ponerse filosófico o estás a punto de hablarme de sexo?
—De lo segundo.
—Entonces sí, definitivamente sí.
Suspiré.
Estábamos en nuestra cafetería habitual, esa donde todo el mundo del canal venía a relajarse y donde yo ahora solo venía a fingir que no estaba perdiendo la cabeza.
—Es que me pasa algo raro con Nic —confesé en voz baja.
—¿Te pone? —dijo ella, sin rodeos.
—¡Maddie!
—¿Qué? No finjas sorpresa. Desde que lo viste te comportas como si hubieras olido feromonas mezcladas con pecado.
Me tapé la cara con ambas manos.
—Lo odio.
—Ajá.
—Lo detesto.
—Claro.
—Y cuando se me acerca, cuando me habla con esa voz baja y se inclina hacia mí…
—¿Se te aprieta el estómago, te falta el aire y se te calienta algo más abajo? —remató Maddie con una sonrisa asesina.
Me quería morir.
—¡Es que no me gusta! No puede gustarme. Es Nic. ¡El gurú del sexo! ¡Mi competencia!
—Y tu futura perdición.
—No va a pasar nada.
Ella se inclinó hacia mí.
—Tú ya estás sintiendo cosas, Emma. Aunque sea físicas. ¿Y sabes qué? Está bien.
Negué con la cabeza.
—No, no está bien. Porque él solo juega. Él seduce a cualquiera que respire. Es arrogante, cínico, y no cree en el amor.
—¿Y tú?
Me detuve.
—¿Qué?
—¿Tú crees en el amor, Em?
Me quedé en silencio.
Porque sí. Porque no. Porque no sabía.
Porque la última persona en la que creí me dejó.
Porque mi madre me olvidó.
Porque mi ex me cambió por una que "sabía lo que hacía en la cama".
Y ahora estaba Nic.
Un huracán con sonrisa torcida que me hacía temblar solo con decir mi nombre.
—Yo creo… que no quiero salir herida otra vez.
Maddie me miró con una suavidad que me partió un poco por dentro.
—Entonces no te enamores. Pero tampoco huyas. A veces lo que más te asusta… es lo que más te hace sentir viva.
Suspiré.
Y maldije a Nic West.
Porque estaba ganando una batalla que ni siquiera había empezado.
…
No iba a mirarlo.
No.
No iba a mirar a Nic West, recostado en el sofá del camerino como si fuera su puto trono.
Con la camisa desabotonada justo hasta el borde del decoro. Con las mangas arremangadas. Con ese cuerpo de pecado y la boca de peligro.
—Llegas tarde —dijo, sin abrir los ojos.
—No eres mi jefe —le solté, lanzando mi bolso sobre la silla más lejana posible.
—No, pero me gusta imaginarlo —murmuró, con esa voz baja que parecía hecha para susurrar cosas sucias en la oscuridad.
Respiré hondo.
Diez segundos.
Pensar en abuelitas. En impuestos. En cualquier cosa que no fuera la línea de su cuello o cómo se marcaba su abdomen bajo esa maldita camiseta negra.
—Tenemos que repasar el guion —dije.
Él abrió los ojos. Oscuros. Cansados.
Hermosos.
—¿Por qué no lo hacemos sin guion?
—Porque esto no es improvisación s****l —respondí sin pensar.
Una sonrisa apareció en su cara. Lenta. Sucia. Peligrosa.
—¿Y si lo fuera?
Mi estómago se apretó.
—Nic…
—¿Sí?
—No empieces.
Se levantó.
Y fue peor.
Porque era grande. Porque se movía con una mezcla de seguridad y abandono que no debería ser legal.
Y porque se acercó. Despacio. Como si quisiera que sintiera cada paso.
Se detuvo frente a mí.
A una distancia que rompía reglas no escritas.
Y bajó la voz.
—¿Qué harías si te besara ahora mismo?
Mi pulso se disparó.
—Me alejaría.
—¿Seguro?
—Sí.
Me miró como si supiera que mentía.
Como si pudiera leer debajo de mi piel.
—¿Nunca has besado a alguien con odio? —susurró—. A veces son los más memorables.
Estuve a punto de hablar.
A punto de decirle que se fuera al infierno.
Pero él ya se había girado, como si no hubiera pasado nada.
Volvió a su silla.
Abrió el guion.
Se acomodó.
—Página 4 —dijo, sin mirarme—. Tú comienzas.
Y yo…
Yo no sabía si quería besarlo, golpearlo o dejar que me destruyera.
…
Estaba sudando.
Y no porque hiciera calor.
Ni porque estuviera nerviosa.
Bueno… sí. Por eso. Solo por eso.
Tenía el guion temblando entre mis manos, la voz de Maddie en el auricular y el maquillaje perfecto resbalando en mi frente.
—Emma, respira —dijo Maddie desde el control—. No es cirugía cerebral, es un tema sobre sexting.
—¿Y tú sabes lo que es que medio país esté esperando que vuelva a quedar en ridículo? —contesté, mirando el monitor.
Estaban a dos minutos de salir al aire.
Y yo me sentía como si fuera a ejecutar una confesión pública de analfabetismo s****l.
La puerta del camerino se abrió.
Y él entró.
Obvio.
Nic West, impecable como siempre. Jeans oscuros, camisa remangada, ese reloj caro en la muñeca y ese aire de hombre que sabe que todas lo miran.
Y lo peor es que tenía razón.
—¿Todo bien, princesa? —preguntó, cerrando la puerta detrás de él.
—Todo perfecto —mentí, bajando la vista.
Él se acercó. No mucho. Pero lo suficiente como para oler su perfume otra vez.
Ese aroma maldito que me seguía incluso en sueños.
—¿Tienes miedo?
—No.
—Mientes mal.
Levanté la vista, furiosa.
—¿A qué viniste? ¿A burlarte antes de salir al aire?
—No —dijo con calma—. Vine a ayudarte.
—¿Tú?
—Yo.
Me miró un segundo más. Luego se acercó.
Demasiado.
Puso las manos sobre el respaldo de la silla donde yo estaba sentada, encerrándome entre sus brazos sin tocarme.
Su rostro quedó a escasos centímetros del mío.
—Mírame —ordenó, suave.
Lo hice.
Por reflejo.
Por estupidez.
—Lo que te pasa es que estás pensando demasiado —dijo, su voz baja, hipnótica—. Te preguntas si vas a decir algo ridículo, si vas a parecer inexperta, si se van a burlar de ti.
—¿Y no lo harán?
—Probablemente sí —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero si lo haces con seguridad, no les va a importar.
Sus ojos bajaron a mi boca.
—Y para eso… necesitas actuar como si supieras exactamente lo que estás haciendo. Aunque no tengas idea.
—¿Y tú sabes hacerlo?
Sonrió.
—Soy un experto.
—¿En fingir?
—En seducir.
Mi piel se erizó.
—Y eso me ayuda cómo, exactamente…
Él se inclinó.
Casi roza mis labios.
Pero no lo hace.
—Te ayuda a recordar que el poder está en la mirada. En cómo hablas. En cómo sostienes el silencio.
Tocó mi barbilla con un dedo. Ligero. Ardiente.
—Hazlo por ti, Emma. No por la audiencia. No por mí.
Se apartó.
—¿Lista?
No respondí.
Porque en ese momento, no sabía si quería agradecerle…
o pedirle que me quitara el vestido.
Y ese, justo ese, era el problema.
…
No me gustaba cómo me miraba.
Con esa sonrisa ladeada, ese silencio cómodo, esa forma de inclinarse ligeramente hacia mí como si pudiera oler lo que estaba pensando.
Estábamos en camerinos, preparando el programa de esa noche.
Tema: “Sexo en la primera cita. ¿Sí o no?”
Por supuesto.
Porque el universo tenía sentido del humor, y yo era su comedia favorita. Después de que Nic me ayudo con mi ataque de panico, lo veía menos insoportable, aunque él no dejana de ser un idiota.
—¿Lista para la batalla? —preguntó Nic, sin levantar la vista mientras ajustaba su camisa frente al espejo.
—Más que tú —mentí.
—Mmm. ¿Qué opinas del tema?
—Creo que el sexo en la primera cita es una decisión personal, pero arriesgada. Puede ser emocionante, sí, pero también vacía si no hay conexión.
—¿Vacía? —preguntó, girándose hacia mí—. ¿O da miedo?
—¿Qué?
—El sexo. ¿Te da miedo?
Sentí cómo se me helaba la espalda.
—No —respondí, demasiado rápido.
Él avanzó un paso.
Solo uno.
Suficiente para invadir mi espacio.
—Porque cuando hablas de eso… lo haces como quien describe algo que leyó, no algo que vivió.
—¿Y tú qué sabes? —No iba a admitir que no sabía nada del tema. Era demasiado vergonzoso.
—Mucho más de lo que parece.
—¿Ah, sí? —repliqué, cruzándome de brazos.
—Sé que tu cuerpo se tensa cada vez que digo la palabra “orgasmo”.
—Eso no significa nada.
—Sé que nunca haces contacto visual cuando el tema se pone caliente.
—Tampoco.
—Y sé —agregó, bajando la voz— que probablemente nadie te ha tocado como para que dejes de pensar y empieces a sentir.
La garganta me ardió.
—¿Y si es así? ¿Qué te importa?
Él me miró fijo. Sin rastro de burla esta vez.
—Me importa, porque vas a seguir sentándote a mi lado todos los días fingiendo que sabes… cuando lo único que haces es contenerte. Y algún día, vas a estallar.
—¿Y tú qué? ¿Quieres ser el que esté ahí cuando eso pase?
Sus ojos no se apartaron de los míos.
—No —dijo—. Quiero ser el que te enseñe cómo hacerlo sin miedo.
No respondí.
No podía.
Mi piel ardía. Mi mente gritaba.
Mi cuerpo…
mi cuerpo solo quería escuchar más.
—¿Sabes lo que necesitamos tú y yo, Emma? —añadió, despacio—. Un trato.
—¿Qué tipo de trato?
—Uno donde yo te enseñe todo lo que nunca te atreviste a preguntar. Y tú aprendas a dejar de tenerle miedo a tu propio deseo.
Silencio.
—¿Qué estás diciendo? Yo no… —Me estaba dejando sin argumentos.
Su sonrisa fue letal.
—Solo una cosa. No puedes enamorarte de mí.
No respondí de inmediato.
No porque no tuviera palabras.
Sino porque las que tenía me ardían en la garganta y no quería regalárselas. Pero al final tuve un momento de claridad y me recompuse.
—¿Te crees tan irresistible como para pensar que me enamoraré de ti? —Quería demostrarle desdén.
Nic West me acababa de proponer un trato.
Un acuerdo indecente. Práctico. Real.
Él me enseñaba sobre sexo.
Yo aprendía, con él como guía. ¿Pero cómo?
Él se acercó un poco más a mí, acorralándome sobre la pared del camerino, mientras sentía que mis piernas se hacían gelatina y mi corazón podía salirse de mi pecho. Nic se inclinó sobre mi rostro, su aliento mentolado pegando contra mi rostro mientras me susurraba una sola frase.
—No sabes las muchas cosas que podría despertar en ti.