A la mañana siguiente, el despertador sonó tres veces antes de que alguna de las dos reaccionara.
Yo abrí un ojo, vi la hora, y me negué rotundamente a aceptar la realidad.
Diez minutos después, Hellen me lanzó una almohada en la cara.
—Levántate, empresaria del año. El mundo necesita su dosis de azúcar —dijo con la voz aún ronca, mientras buscaba su delantal.
—El mundo puede esperar diez minutos más —murmuré, abrazando la almohada—
Media hora después, llegamos a la heladería. El aire aún olía a vainilla y esfuerzo.
Encendimos las luces, acomodamos los toppings y abrimos las puertas al público, como cada día…
hasta que entró él.
Era alto, de cabello despeinado, con unas gafas oscuras enormes y una bufanda tan gruesa que parecía salida de una película de romance invernal.
Llevaba un cuaderno bajo el brazo y hablaba solo, en voz baja, como si ensayara algo.
—Buenos días… —saludé con cautela—. ¿Desea probar algún sabor?
Él levantó un dedo, dramático.
—Busco algo… especial.
—Tenemos helado de maracuyá con mango, caramelo salado, menta con—
—No —interrumpió, cerrando los ojos como si lo mío fuera una blasfemia—. Busco… el sabor de la melancolía.
Hellen, detrás de mí, casi se atraganta con la cuchara de probar.
—Disculpe… ¿el sabor de la qué? —pregunté, intentando no reír.
—Melancolía —repitió con solemnidad—. Frío, pero dulce. Triste, pero adictivo. Como un recuerdo que no puedes dejar ir.
Yo parpadeé.
Hellen susurró con tono burlesco:
—Gaby, creo que te tocó tu primer cliente poeta. Suerte con eso.
El hombre seguía ahí, mirando las vitrinas como si esperara que el helado le hablara y contará su historia.
Y yo, sin saber por qué, me sentí retada.
—Bueno… déjeme ver qué puedo hacer.
Tomé una copa, una bola de helado de vainilla con motas agridulces, un toque de mora, un hilo de miel, y le espolvoreé canela.
Lo puse frente a él con una sonrisa.
—Aquí tiene: “Niebla de medianoche.” Es lo más cerca que tengo de la melancolía.
El hombre la probó.
Se quedó en silencio.
Y luego, con una lágrima literal en la mejilla, susurró:
—Es perfecto.
Pagó, dejó una propina exagerada y se fue, sin decir adiós.
Hellen me miró con una mezcla de susto y admiración.
—Gaby… ¿acabas de inventar un helado que hace llorar a la gente?
—No lo sé —dije mirando la puerta—, pero si vuelve mañana, le cobro doble.