Capitulo 11

1175 Words
Tres días después de la reseña de Julián, Dulce Locura ya no era la misma. El sonido de la máquina de helado no paraba ni un segundo; los timbres del mostrador se mezclaban con risas, pasos apresurados y el murmullo constante de una clientela que parecía no tener fin. —¡Hellen, pásame otra caja de conos! —gritó Gabriela desde el fondo, con el delantal manchado de caramelo salado y un mechón de cabello pegado a la frente. —¡No hay! ¡Se acabaron hace veinte minutos! —respondió su amiga, luchando por cerrar una cubeta de crema batida—. ¡Te dije que debimos pedir el triple! —¿Y con qué tiempo, Einstein? —bufó Gabriela, sirviendo una nueva porción de helado mientras sonreía al cliente—. ¡Gracias por venir, vuelva pronto! —Y apenas el último cliente salió, se dejó caer contra el congelador con un suspiro agotado—. Si vuelvo a escuchar el sonido de una cucharita contra un vaso, me derrito. Hellen soltó una risa, con ojeras firmadas por el mismísimo estrés. —Nos derretimos hace dos días, Gabi. Lo que ves aquí es pura cafeína y azúcar líquida. Ambas se miraron un segundo antes de reír, más por histeria que por diversión. La reseña de Julián había hecho efecto en cuestión de horas. La gente llegaba con sus celulares en mano, algunos repitiendo frases del artículo: “Vine por la calidez, me quedé por el caramelo salado.” Otros pedían fotos, e incluso hubo quien pidió que firmaran una servilleta. —¿Sabes qué? —dijo Gabriela, limpiándose las manos con una toalla húmeda—. Creo que oficialmente somos una empresa funcional… y una catástrofe humana. —Confirmo ambas cosas —contestó Hellen, dejando caer la cabeza sobre la mesa—. Necesitamos ayuda. Real, urgente y con brazos fuertes. Gabriela observó la tablet repleta de pedidos digitales. —Podríamos contratar a alguien más. Ya superamos el margen de ganancias estables, así que… quizás podríamos permitirnos otro empleado. —¿Otro? ¡Contratemos cuatro y que uno se encargue solo de darnos masajes en los pies! —bromeó Hellen, aunque en su tono había algo de deseo real. Gabriela sonrió, cansada. —Vamos paso a paso, Hells. No quiero llenar esto de gente y perder la esencia del lugar. —Entonces uno. Pero que sea rápido, amable y fuerte —dijo Hellen, señalando la nevera como si dictara una orden—. Que pueda levantar cajas de crema batida sin romperse la espalda… y si encima sonríe bonito, no me quejo. —¿Quieres que pida un empleado o un protagonista de telenovela? —rió Gabriela. —A estas alturas, cualquiera que no se derrita con la presión sirve —replicó Hellen con una sonrisa. Gabriela suspiró, mirando el cartel recién impreso: “Se busca ayudante temporal.” —Entonces es oficial. Dulce Locura necesita refuerzos. --- A la mañana siguiente, el caos no daba tregua. El aire olía a crema batida, vainilla… y agotamiento. Hellen bostezaba tras el mostrador, mientras Gabriela revisaba los pedidos con una taza de café frío en la mano. —¿Ya pegaste el cartel del nuevo ayudante? —preguntó Hellen arrastrando las palabras. —Lo puse anoche —respondió Gabriela—. Aunque no creo que nadie venga tan pronto. —Optimista, como siempre —bufó su amiga—. A este ritmo, el único que aplicará será el repartidor del pan… si le pagamos en helado. Pero entonces, la campanilla de la puerta sonó. Ambas levantaron la mirada. Un chico alto, de cabello oscuro y sonrisa tranquila, entró al local. Vestía una camiseta blanca sencilla, jeans y una chaqueta gris. Llevaba una carpeta en la mano y una mirada curiosa que recorría cada rincón con sincera fascinación. —Disculpen —dijo con voz cálida—. Vi el cartel afuera. ¿Aún buscan ayuda? Gabriela y Hellen se miraron como si un milagro hubiera cruzado la puerta. —¿Sí? —respondió Gabriela, intentando sonar profesional pese a las ojeras—. ¿Tienes experiencia en atención al cliente o manipulación de alimentos? —He trabajado en cafeterías y panaderías. Estudié gastronomía un tiempo —contestó con una sonrisa que podría vender postres por sí sola—. Sé preparar helado artesanal, aunque dudo que sea tan bueno como el olor que se siente aquí. Hellen soltó una risita. —Puntuación extra por el cumplido. Gabriela disimuló la risa con una tos. —¿Nombre? —Thiago —respondió él—. Thiago Navarro. —Bien, Thiago —dijo Gabriela revisando su carpeta—. Veo que tienes buena experiencia. Y… ¿no te asusta el trabajo pesado, las horas largas ni el exceso de azúcar? —Para nada —contestó él con una media sonrisa—. Tengo buena resistencia al estrés y un metabolismo milagroso. Además… —bajó la voz con un brillo juguetón en los ojos— me gusta el caos si huele a caramelo. Hellen casi escupe el café de la risa. —¡Contratado! —¡Hellen! —protestó Gabriela, aunque reía también—. Aún no hicimos una entrevista formal. —Ya la pasó —replicó Hellen, señalándolo—. Dijo la palabra mágica: caramelo. Thiago sonrió, divertido. —Puedo empezar hoy, si quieren. Gabriela lo observó unos segundos. Tenía ese aire relajado, seguro y amable que hacía fácil confiar en él. —Está bien, Thiago. Bienvenido a Dulce Locura. —Gracias —respondió él, poniéndose el delantal que Hellen le lanzó sin aviso—. Prometo no causar demasiados desastres… al menos los primeros diez minutos. Rieron los tres, y por primera vez en días, el cansancio se sintió más liviano. El ritmo siguió frenético, pero el nuevo integrante resultó un regalo inesperado. Sabía moverse entre las máquinas, dominaba los tiempos y tenía paciencia infinita con los clientes indecisos. Incluso Gabriela, que solía ser un torbellino de energía, se sorprendió viéndolo atender a una niña que no sabía elegir entre dos sabores. —No tienes que decidir, puedes tener ambos —le dijo Thiago con una sonrisa amable—. A veces lo mejor de la vida viene en combinaciones inesperadas. Gabriela lo observó desde el mostrador y sonrió sin darse cuenta. Hellen, que lo notó, se inclinó a su lado y susurró: —¿Te cae bien o te derritió el corazón? Gabriela rodó los ojos, ocultando el rubor. —Cállate, Hellen. Solo digo que parece buena persona. —Claro, buena persona, ya… —murmuró entre risas—. Seguro también dirás que no notaste cómo te mira cuando sirves helado. Gabriela se giró rápidamente hacia la nevera. —Voy a revisar el inventario. Pero, en el fondo, no podía negarlo. Ese chico le transmitía una calidez familiar, como si, entre tanto caos, le recordara que no era la única capaz de sonreír incluso con el alma cansada. Y así, entre el ruido, el azúcar y las risas, una nueva chispa comenzaba a brillar en Dulce Locura.
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