Han pasado ocho días desde que contratamos a Thiago y todo ha estado viento en popa.
Fue increíble lo rápido que pudo adaptarse al ritmo tan agitado de Dulce Locura.
Gracias a él, he podido enfocarme en hacer helado y tomar pedidos con más tranquilidad… bueno, más o menos tranquila, pero no me quejo.
Esto es un sueño hecho realidad.
Con Thiago aquí, puedo salir a entregar los pedidos personalmente sin preocuparme por sobrecargar a Hellen o agotarme demasiado.
Todo es tan bonito que, honestamente, la alegría no me cabe en el cuerpo.
Thiago se ha vuelto una pieza clave en la heladería.
Es parte del equipo, sí, pero también es familia.
Siento que, si alguna vez hubiera tenido un hermano mayor, sería como él… o al menos eso quiero creer.
Hellen y yo nos sentimos muy cómodas con él.
Entiende nuestros chistes “heladeros” y también los lanza con una naturalidad que nos hace reír hasta las lágrimas.
A veces hablamos como si fuésemos amigos de toda la vida, y pensar que apenas llevamos poco más de una semana conociéndolo…
Definitivamente, ya es un m*****o irremplazable de Dulce Locura.
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—¡Se agotó el caramelo salado y el chocolate de noche! —avisó Thiago con tono de alarma—. ¡Y necesito más copas para servir!
—¡Ya voy, ya voy! Estoy sacándolas —respondió Hellen desde la parte trasera.
—No temáis, mis leales súbditos —bromeé entrando con un carrito lleno de bandejas y bloques gigantes de helado—. Vuestro suministro de caramelo salado y chocolate de noche ha llegado.
—Gracias, su majestad, nos ha salvado del caos —respondieron ambos al unísono, muertos de risa.
—Hoy tenemos muchos amantes del chocolate, al parecer —continué mientras colocaba las bandejas en la nevera—. Este es el cuarto bloque que saco hoy. En cambio, de caramelo salado solo he tenido que traer dos. Sorprendente, ¿no?
—Supongo que deben estar disfrutándolo en los lugares donde se distribuyó esta semana —dijo Thiago, acomodando las copas limpias—. Deberíamos volver el caramelo salado un poco más exclusivo de Dulce Locura. Después de todo, es nuestro sabor estrella.
—Mmm… puede ser —asintió Hellen, pensativa.
Negué con una sonrisa mientras me limpiaba las manos en el delantal.
—No se preocupen. Tenemos muchos otros sabores, y aún más por crear. Que uno se vuelva popular no significa que los demás tendrán menos éxito.
Ambos me miraron con una mezcla de alivio y orgullo.
Aunque el cansancio se notaba en todos, el ambiente seguía siendo cálido, alegre… familiar.
Dulce Locura no era solo una heladería.
Era un refugio lleno de azúcar, risas y cariño.
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Más tarde
El día estaba soleado, y el aire olía a pan recién horneado y azúcar tostada. Llevaba el carrito congelador lleno de paletas artesanales rumbo a una pequeña panadería que había empezado a vender nuestros helados. Era la tercera entrega del día y, aunque el cansancio me pesaba un poco en los hombros, mi corazón seguía ligero.
—Vamos, Gaby, solo una más —me animé a mí misma—. Después de esto te mereces una paleta de mora con crema doble.
El carrito rechinaba suavemente sobre la acera; su sonido se mezclaba con la música lejana de una cafetería y el murmullo de la gente. Todo era tan tranquilo que, por un momento, me permití bajar la guardia, disfrutar del sol en mi rostro y del olor dulce impregnado en mi ropa.
Doblé por la esquina de la avenida principal.
Y entonces lo vi.
Al principio fue solo una silueta lejana: un hombre alto trotando con paso firme y fluido.
Pero conforme se acercó, la silueta se volvió figura, la figura se volvió detalle…
y el detalle, un golpe directo a mi respiración.
No lo conocía.
Nunca lo había visto.
Pero algo en mí —tonto, irracional y repentino— supo que acababa de ver al chico que había imaginado toda mi vida.
Ese que vas puliendo desde que eres niña:
un rasgo aquí, otro allá…
un ideal que se forma en secreto, sin que nadie lo conozca salvo tú.
El sol se reflejaba en su piel morena, dándole un brillo dorado.
Su camiseta deportiva gris oscuro se adhería a su cuerpo por el sudor, delineando sus brazos fuertes y el movimiento poderoso de su pecho.
Tenía auriculares puestos y una expresión concentrada, tranquila, como si nada pudiera sacarlo de su ritmo.
Su cabello castaño se movía con cada paso, rebelde y casi poético.
Y sus ojos… oh, sus ojos.
Los vi apenas un segundo cuando levantó la vista para cruzar la calle… pero ese segundo bastó. El sol encendió un tono miel tan hermoso que me dejó clavada al suelo.
Mi corazón golpeó tan fuerte que dolió.
El carrito se tambaleó cuando perdí el control por un instante.
—Ay, por favor… —susurré en un hilo de voz mientras sentía mis mejillas arder.
Él no me vio.
Ni siquiera notó que estaba allí.
Siguió trotando calle abajo, con el viento moviendo su camiseta y el sol dibujando la silueta de su espalda ancha mientras se alejaba.
Yo, en cambio, me quedé inmóvil.
Mirando.
Absorbiendo cada detalle como si fuera agua en el desierto.
Una parte de mí gritaba por dentro:
¡Detente, mírame, dime tu nombre!
Pero él siguió su camino.
Y sorprendentemente… no me entristeció.
Porque en ese instante —en ese solo instante fugaz— algo dentro de mí despertó.
Algo cálido, antiguo y olvidado:
la chispa del deseo, del sueño, de la ilusión.
No sabía quién era.
Ni su nombre.
Ni si alguna vez volvería a verlo.
Pero mientras retomaba el paso, empujando el carrito con una sonrisa boba y el corazón acelerado, supe con una certeza deliciosa:
acababa de encontrar al chico que, sin saberlo, se convertiría en la necesidad más dulce de mi vida.