Londres amanecía con el cielo cubierto por nubes grises, como de costumbre, pero en el corazón de Alejandra Reyes brillaba una emoción distinta: había llegado el día en que comenzaría su internado en el hospital más prestigioso de toda la ciudad. Tenía veintiséis años, se había graduado con honores y había sido recomendada personalmente por uno de los catedráticos más importantes de su universidad.
Su sueño estaba más vivo que nunca: convertirse en una cardióloga de renombre.
El hospital Saint James era un monumento al poder médico británico. Sus pasillos amplios, los ventanales impecables y el ambiente pulcro imponían respeto. Alejandra avanzaba con paso firme, vestida con su bata blanca, su estetoscopio al cuello y un ligero temblor en las manos, mezcla de emoción y ansiedad.
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