A la mañana siguiente, el eco de ese beso aún flotaba en mi mente, interrumpiendo cualquier intento de concentración. Pero al llegar a la oficina, me encontré con Alejandro sentado en su escritorio, completamente impasible, como si nada hubiera pasado. Me recibió con una leve inclinación de cabeza, su mirada impasible y profesional, y un simple: —Buenos días, Anny. Durante unos segundos, me quedé allí, sin saber si debía hacer una broma o recordar nuestro beso para intentar romper el hielo. Pero él no se inmutaba. Mantuvo su mirada fija en la pantalla de su computadora, como si yo fuera solo una asistente más. Me dolía, pero a la vez, esa indiferencia suya encendía en mí una mezcla de frustración y desafío. Tomé aire y decidí devolverle la cortesía, al menos por el momento. —Buenos día

