MI INEFICIENTE E INEPTA ASISTENTE

2617 Words
NARRA RAYN COLLIVER Mi asistente continúa perpleja y solamente pestañea, nerviosa, lo que termina de desbaratar el poquito autocontrol que tengo y que no ha logrado que explote del todo. Aspiro una profunda bocanada de aire y trato de contenerme, pero, aunque consigo no explotar, no logro contener mi lengua mordaz. Aparto mi mirada de ella y la arrastro al resto de los presentes. —Dado que mi asistente, la señorita Allen, no quiere bajar de la nube en la que se ha subido y realizar sus tareas correspondientes en esta asamblea que parece no ser de su interés, ¿sería alguien más, tan amable de entregarme lo que he solicitado? La señorita Jones, la asistente de la jefa de Recursos Humanos, se muestra más que dispuesta a realizar lo que solicito y, con una estúpida sonrisa en su boca, se levanta de su silla para hacerlo, pero, Mathias Henderson, uno de los analistas, y el hombre que está sentado al lado de mi asistente, se apresura a tomar las carpetas y a ponerse en pie para entregar una carpeta a cada uno de los que les corresponde. Con las mejillas furiosamente ruborizadas por la vergüenza, la señorita Allen aparta su mirada de mí, cuando vuelvo a verla de modo fulminante, agachando la cabeza para verse las manos, que mantiene unidas sobre su regazo. Estoy seguro de que si fuera posible, en este momento estaría echando fuego por la boca y por las fosas nasales. Mi respiración es pesada y áspera, como si mugiera en vez de respirar. Cuando Mathias Henderson termina de entregar la última carpeta y regresa a su asiento, viendo a mi asistente con algo de pesar, continúo hablando, hasta que hago pasar al frente a Albert Duncan, mi Jefe de Finanzas, para que nos dé los resultados del año. [...] Doy por terminada la asamblea mucho antes de lo que había previsto, porque, por más que he tratado de que se me pasara el enojo, no lo he logrado. A zancadas, trato de salir lo más rápido posible de la sala de juntas, para evitar que mis empleados me retengan con sus conversaciones estúpidas, pero, sobre todo, para poder descargar mi ira contenida sobre la causante de la misma, pero no lo consigo. Adela Wright, la jefa de Recursos Humanos, me detiene al tocar mi hombro con su mano. Me giro, prácticamente gruñendo porque me está atrasando, y la miro, exasperado. —¿Qué? —Mi tono es demasiado áspero y brusco. Por eso se sobresalta un poco. —Perdón, Rayn —se disculpa, aunque dicha disculpa no me parece tan sincera, sino más bien zalamera. Y yo detesto a los empleados labiosos, porque para mí, lo único que habla de un buen empleado son los resultados en el trabajo. También odio que crucen los límites, como en este momento, en el que no despega su mano de mi hombro y comienza a sobijarme—. Solamente quería felicitarte por el buen desempeño de... —No tengo tiempo para esas tonterías. La corto de tajo, intolerante a perder un segundo más de mi valioso tiempo con esas mierdas que no me interesan en absoluto. Mis empleados no están aquí para adularme. Yo no les pago para eso; les pago para que rindan en sus puestos y me entreguen resultados de calidad. Giro sobre mis talones, dándole la espalda, y vuelvo a retomar las zancadas para dirigirme a mi oficina. La señorita Allen ya ha salido de la sala de juntas y me espera en su escritorio cuando llego a mi oficina. Nada más me ve, se pone en pie y me sigue, sin necesitar que yo repita lo que ya sabe tiene que hacer. Entro a la oficina y ella entra detrás de mí, cerrando la puerta tras de sí. Ni siquiera llego a sentarme en mi silla, cuando ya le estoy gritando: —¿Se puede saber qué fue lo que ocurrió? ¿No ha dormido, señorita Allen? ¿Está aburrida de su trabajo? O, ¿solamente se ha vuelto ineficiente y muy incompetente? Observo cómo mi asistente traga saliva gruesa y luego aspira aire profundamente, provocando que su cuerpo, que parecía levemente tenso, se relaja hasta adoptar una postura amedrentada. —Lo... Lo siento, señor Colliver —balbucea—. No fue mi intención. Yo solo... —¡No me interesa saber qué estaba pasando por su cabeza en ese momento o qué otra cosa más importante estaba haciendo! —Rujo, golpeando el escritorio con mi puño, provocando que la señorita Allen se azore y cierre los ojos. Yo también cierro los ojos y me paso la mano por la frente, tratando de contener esa furia que me embarga y que me calienta la sangre y la cabeza—. ¿Sabe qué quisiera hacer con usted? —mascullo, con los ojos todavía cerrados, pero los vuelvo a abrir para responder mi pregunta—. Quisiera correrla de aquí, sin derecho a paga. Abre levemente la boca, como si va a replicar, pero la vuelve a cerrar porque yo continúo hablando. —Sin embargo, no lo voy a hacer, porque, para mi desgracia, usted es la persona que más ha durado en este puesto y no quiero que otra tanda de personas más ineptas e incompetentes que usted desfilen por enfrente de mi escritorio, haciéndome perder el tiempo —ladro. Sé que estoy exagerando un poco, porque a pesar de no ser perfecta y de cometer uno que otro error de vez en cuando, la señorita Allen es la persona que mejor trabaja en medio de la bola de incompetentes que tengo por empleados. Además de que, desde que Helen murió llevándose toda mi felicidad y mi alegría consigo, y me convertí en un ogro, es la única persona que ha sabido tolerar todo mi malhumor, mis gritos y mis arranques de mi furia. A pesar de que le he dicho todas esas cosas y de que de verdad quisiera correrla para que no vuelva a hacer una cosa parecida a esa, estoy seguro de que no podría encontrar una asistente más calificada que ella: nunca se queja por todo el trabajo que hace, nunca reprocha nada, nunca replica aunque ganas no le deben de faltar, y siempre hace más de lo que le toca. —Que sea la última vez que hace algo parecido o le aseguro que no me voy a tentar la mano otra vez y la voy a correr, sin derecho a nada —amenazo. —Sí, señor Colliver —asiente, con la cabeza gacha, viendo el suelo—. Le prometo que no volverá a pasar. —Que así sea. Demuéstreme que es una persona competente y estudiada, no una ignorante. —Me gradué con honores en la facultad de negocios de Harvard, señor Colliver —dice, por fin atreviéndose a verme. «¿Me está replicando?». —¿Y se supone que eso debe de maravillarme? —espeto. —No. Solamente quería aclararlo —vuelve a agachar la cabeza, pero claramente observo cómo se muerde el labio. Seguramente, en su mente me está insultando. —Mejor lárguese de mi vista —mascullo, más malhumorado de lo que antes estaba. Asiente y, aprisa, sale de mi oficina. Me dirijo al minibar empotrado en una de las paredes y me sirvo un trago de escocés, mientras resoplo, ofuscado., tratando de bajarme la rabia que se ha transformado en un nudo en mi garganta. *** NARRA CIARA ALLEN «¡Maldito infeliz!», repito en mi mente mientras salgo de la oficina. Todavía puedo ver en mi cabeza las imágenes de lo que he imaginado mientras estaba allá adentro: Me veo tomando una escopeta, abriendo la culata para cargarla con un cartucho, luego cerrándola y quitándole el seguro, apoyando la culata de la escopeta contra mi mejilla, apretando el gatillo, escuchando el sonido de la detonación que resuena por toda la oficina, en tanto mi cuerpo es empujado levemente hacia atrás por la potencia del disparo, y, del otro lado, la bala yendo a toda velocidad a estrellarse contra la cabezota del maldito de mi jefe; abriéndole un hoyo... No. Partiéndole la cabeza en dos, mientras su sangre y sus sesos —si es que los tiene— salpican las paredes, el techo, el suelo y hasta mi propio rostro, mientras yo río como una jodida loca, porque al fin he logrado mi cometido: acabar con ese idiotaestúpidotaradoimbécilmalditomaniáticodelcontrol al que tanto odio. Me siento en mi silla, cierro los ojos, inhalo y exhalo aire, hasta que alineo mis chakras para eliminar las malas energías del odioso de mi jefe. Suspiro, cuando siento que me encuentro en mi lugar de mi paz, pero la paz no me dura ni cinco segundos, porque rápidamente soy escupida de regreso al infierno, cuando por el intercomunicador escucho la voz de mi jefe. —¡Señorita Allen, venga ahora mismo! —ladra. Cierro las manos en puños y hago temblar todo mi cuerpo por la impotencia, la rabia, la desesperación y todos los malos sentimientos que comienzan a remolinar en mi sistema. —¿Qué quiere? ¿Qué quiere? ¿Qué diablos quiere ahora? —gruño por lo bajo, mientras me pongo en pie para ir hacia allá. —¡Señorita, apúrese que no tengo su tiempo! —ruge, como si hubiera pasado más de un minuto o como si yo fuera el maldito Flash, que en un pestañeo voy a hacer las cosas. Mentalmente, ya he sacado mi escopeta y le estoy apuntando directo a la cabeza, otra vez, cuando entro en la oficina. —¿Dígame, señor Colliver? —digo, cuando estoy frente a él, actuando como la eficiente y muy obediente empleada que soy. —Cancele todas mis citas y todo lo que tengo que hacer —ordena y mis ojos se abren, por la sorpresa—. Voy a irme de la empresa y regresaré hasta mañana. ¡Sí! Mentalmente, brinco, doy vueltas y bailo de pura felicidad, mientras celebro que tendré un buen momento de paz. —¿Va a pasar la tarde con su hermana, señor? —inocentemente, pregunto y luego me arrepiento de mi torpeza. —¿Desde cuándo yo tengo que darle explicaciones de lo que hago con mi vida? —masculla, vuelto a entrar en furia. —Perdón, señor. Yo solo preguntaba por si... —¡Usted no tiene que preguntar nada! —ruje—. ¡Solamente debe hacer lo que le ordeno! ¡Así que salga de aquí ahora mismo y vaya a trabajar! —Sí, señor. Asiento y doy la vuelta para salir. Esta vez no me molesto en gastar los cartuchos imaginarios de mi escopeta imaginaria, porque todavía sigo feliz de que se va a ir. Solamente espero que no vaya a cambiar de opinión. Sin embargo, ni siquiera me he sentado en mi silla, cuando él sale, como un toro malhumorado y se pierde detrás de las puertas del ascensor. —Oh, sí... Oh, sí... Oh, sí —canturreo y bailo feliz, mientras me relajo en mi silla y me pongo a limarme las uñas y a llamar a las dos personas con las que mi odioso jefe debía reunirse esta tarde. *** NARRA RAYN COLLIVER El coche se estaciona a un lado de la acera y a unos cuantos pasos de la loma en la que se encuentra la tumba de Helen. Me quito el cinturón de seguridad y salgo del coche. Cierro la portezuela y, antes de avanzar, aspiro una bocanada de aire. Mis pasos son lentos y la expresión de mi rostro sombrío. Han pasado diez años desde que la maldita vida me los arrancó de los brazos y todavía duele como el primer día. Me dejo caer sobre la grama, a un lado de la tumba, y contemplo ese lugar en el que reposan sus restos. Con las piernas un poco flexionadas, los codos apoyados sobre las rodillas, sin saco, con las mangas de la camisa blanca arremangadas hasta los codos, la cabeza gacha y el semblante contraído por el dolor y la rabia que jamás me abandonan, me quejo por lo injusta que ha sido la vida conmigo. Cuando pensé que estaba alcanzando toda la felicidad que merecía, la maldita vida se encargó de arruinar todos mis planes y dejarme sin nada, vacío y con el corazón roto y vuelto una roca. Ya nada me contenta. Soy un cascarón vacío que solamente vive porque soy un cobarde que no es capaz de acabar con su propia existencia, por más que lo he deseado. Estoy negado a olvidar a Helen y lo que tuve con ella; a encontrar otra mujer que llene sus zapatos, porque simplemente estoy seguro de que jamás habrá ninguna que se le parezca tantito. Mi Helen era la mejor y la razón de mi felicidad. No hay día de mi vida que no la extrañe, que no me duela su muerte y lo que la vida nos negó tener. Me hago un ovillo y me acuesto sobre su tumba, para sacar todo mi dolor. Solo aquí, en este punto de la tierra, en donde Helen, mi hijo y toda la felicidad que alguna vez tuve, se encuentran enterrados, es donde puedo dejar el ogro y me convierto en el amante con el corazón roto que llora como un niño. —¿Por qué te fuiste? —le pregunto a la grama húmeda—. ¿Por qué no me llevaste contigo? ¿Por qué fuiste tú y no yo? ¿Por qué no decidiste dejarme y fugarte con otro? Eso me hubiera dolido y destrozado mucho menos. Lloro hasta que me quedo seco y el cuerpo se me entumece. Hasta que el dolor me deja el pecho doliente y el sol se ha ocultado en el horizonte, dándole paso a la oscuridad que consume. Entonces, me yergo, me inclino sobre la lápida y deposito un beso en ella para despedirme de las dos personas que se llevaron todo de mí consigo. Esto es algo que no le deseo a nadie, perder a las personas que más amas en el mundo, para no volver a tenerlas nunca jamás, y anhelar poder verlas aunque sea una sola vez... un segundo, y poder abrazarlas una última vez, mientras les dices lo mucho que las amas. [...] Cuando llego a mi apartamento, me encuentro ahí adentro a Trish, mi hermana, y a Pradliné, mi sobrina, esperándome. Al verme, mi sobrina corre a lanzarse a mí, abrazando mis piernas con efusión. —¡Tío! —exclama la pequeña de 7 años—. ¡Querido tío! No es que no sienta afecto por mi sobrina. La quiero demasiado, pero no estoy de ánimos para su efusividad. —Hola, Prady —digo con voz simplona, dándole unas palmaditas en los hombros. Mi hermana es una cosa aparte. Me mira como si quisiera matarme con sus propias manos. —Cariño —se dirige a mi sobrina—, ¿puedes ir a jugar al despacho de tu tío y dejarme hablar con él un momento? Haciendo un mohín de decepción, la pequeña de cabello rubio y ojos azules como los de mi hermana y los míos, asiente y se va. —¿Se puede saber dónde carajos estabas? —ruge Trish, furiosa—. ¡Te he estado llamando como una loca y tu teléfono está apagado! ¡Te estuvimos esperando en el restaurante y nunca llegaste! ¡Pensé que te había pasado algo! —Por una mierda —gruño, sintiendo que vuelvo a llenarme de rabia y que quiero matar a mi asistente. La muy ineficiente e inepta, no canceló todas mis citas, como le ordené que hiciera.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD