—No, tengo planes.
Y en efecto los tenía, saldría con Alex esta noche, así que no me sentía mal por Rogelio y sus intentos por invitarme a salir. Debía de entender ya que yo conseguiría nada conmigo, él no me interesaba ni un poco, ¿no podía entenderlo de una vez por todas? Al parecer no era de los que tiraban la toalla, pero ser persistente no le iba a servir conmigo.
—Oh, bueno, ¿otro día?
—No lo sé, siempre hago planes, lo siento —y cerré la puerta de mi casillero siguiendo de largo hacia la clase que ya estaba por comenzar.
Rogelio me alcanzó, ya estaba otra vez a mi lado, hombro a hombro, no literalmente, me sacaba una cabeza. Suspiré hondo llenadome de infinita paciencia. Me aturdía sus intentos uno tras otro.
—Puede ser un fin de semana, no lo sé, podríamos tomarnos un café, ¿no crees?
—Oye, no, no creo.
—¿Tal vez una merienda en...
—Basta, ¿es que no fui lo suficiente clara contigo? No es no, deja de insistir tanto.
—Bueno, ¿hiciste la tarea de ayer? —se acomodó los anteojos por el tabique.
—Sí.
—Puedo revisarla antes de que la entregues, si hay algún error te lo resuelvo. —se ofreció, ya sabía sus intenciones. Pero aunque tuviera un cerebro extraordinario, era un completo idiota. Siempre cayendo.
—¿Qué vas a pedir a cambio?
—Una salida.
Vaya, eso fue predecible, no debió de sorprenderme, es lo que siempre buscaba.
—No, gracias.
Me fui al salón de clases. Ya todos estaban sentados, unos por aquí y otros por allá. El profesor chiflado ya se le veía la diversión en la cara por ver cuántos raspados habría ese día. Cómo le encantaba hacernos sufrir con sus estúpidos examen, ni modo, era el resultado de un viejo decrépito que se desvivía por hacerle el mal a sus alumnos. Quizá exageraba dándole ese aire a monstruo al señor Praxton. Cuando su mirada se cruzó con la mitad, juro que ensanchó la sonrisa a mas no poder.
Las populares estaban detrás, observando mi llegada con un desde irrevocable, mirándome de los pies a la cabeza para luego murmurar entre ellas. No les hice caso, si yo era mala en la escuela, ellas eran pésimas cabeza huecas.
Me ubiqué en mi pupitre. Para ese entonces ya me había sacado de encima a López. Así que pude respirar tranquila y darle una última hojeada a los apuntes antes de que Praxton le diera inicio a la clase. Esta comenzó al rato y menos mal logré refrescar mi memoria un poco.
—Buenos días chicos.
—Buenos días, profesor.
Así empezaba todo, con un robótico saludo y la correspondencia igualando. Rodé lo ojos mirando a la pizarra, ya empezaba a llenarse de una fórmula loca que nunca lograba entender. Ay de mí, de mi promedio y mi futuro. ¿Por qué tenía que ser tan difícil ser estudiante? Todo debía de ser más sencillo y fácil de aprender, pero no, odiaba estudiar. He ahí la gigantesca razón.
—Pongan suma atención, no quiero que nadie, ojo, que nadie se quede con un tremendo cero, después vienen a decir que no entienden nada, pero el único culpable eres tú y tú y tú —señaló a todas direcciones —. Como saben, este examen es importante, de un buen puntaje depende el que muchos pasen —y se fijó en mí, como si fuera la única mala alumna.
No reparé en él, me hice la desentendida, claro que tuve que verlo cuando dejó la hoja de examen en mi pupitre.
Las dos horas más eternas de mi vida pasaron, ya ni podía saber qué hora exactamente porque en medio de una prueba teníamos terminantemente prohibido sacar el móvil. Así que supuse que faltaba aún poco para que se acabara el tiempo.
—Tiempo, pasaré a recoger los exámenes, déjenlo junto a la tarea —demandó.
No se hicieron esperar las quejas, pero en cuanto sonó el timbre el salón prácticamente quedó desolado. Y yo me moví rápido hasta la salida, o eso intenté porque el profesor me pidió ir hasta su escritorio.
Lo que faltaba.
—¿Qué sucede?
—Creo que nos veremos en recuperación —da por hecho, mi corazón salta feroz.
—Ni siquiera ha revisado mi prueba, ¿cómo puede decir eso? —recrimino, algo aturdida y molesta.
—Nunca has sido buena, ahora menos, ni que los milagros existieran. Puedes irte, Stone —espeta.
Me muerdo la punta de la lengua con tal de no soltar una barbaridad, evitando así la visita a retención, de la que malos recuerdos tengo.
—Bien. —salí deprisa para aprovechar lo que queda de receso.
No tengo amiga, ni amigo aquí. Tampoco me he preocupado mucho al respecto, quizá por eso me aburro tanto en la secundaria, sin embargo a estas alturas ya da igual, porque ya voy a salir de la secundaria y lo que aquí me queda no va a servir de nada consegir un amigo.
Suficiente con Alex.
Ah, aún no contaba cómo nos conocimos. Me senté en una asiento vacío, dónde cabrían fácil tres personas más. Pero nadie llenó el vacío. Mientas le daba una que otra mordida a mi sandwich, pensé en aquel día en que él y yo nos conocimos. Solo tenía doce años. Había estado llorando mucho por arruinar el pastel de mamá; sí, desde siempre habíamos sido ella y yo, nadie más, a mi padre nunca lo conocí, pero esa es otra historia. Cómo seguía defiendo, solo nosotras dos éramos y bueno, ella desee que tengo memoria le ha encantado el pastel de chocolate, algo que heredé de ella, mi perdición por el chocolate. Creo que son pocos los que pueden resistirse a la delicia de un chocolate.
En fin, me lo comí todo y ese era especial porque la pastelera que lo hacía se había ido una semana atrás, entonces ese era el único que quedaba de lo que ella solía devorar por las tardes, claro que me daba una porción, pero yo me lo comí todo y bueno después me di cuenta de que estaba metida en tremendo aprieto, ella no podía enterarse o yo estaba muerta. No sabía que hacer y como una niña de doce años me puse a llorar, como si eso solucionaría el problema. Obvio nada cambiaría, solo debía sustituir el pastel, y empezaba a dolerme la panza. No sé por qué hice eso. Ahora me arrepentía. Tomé un poco de mis ahorros y fui hasta donde Matthew, mi cómplice, él y la señora Elena que se había ido, habían sido muy cercanos y con suerte resultó que él sabía la receta de la señora. Me prometió hornear de nuevo el pastel, ayudándome a mantener el secreto.
Ese día, fue un milagro que todo tuviera solución. Esperé en una de las mesas de la cafetería hasta que el pastel estuviera listo, por supuesto me ofrecí en ayudarle al señor con la elaboración, no me dejó, de lo contrario habría pasado un incidente en la cocina. Así que fue una decisión bien pensada, con lo torpe que era yo, cualquier cosa podía pasar.
En eso, un joven entró, tendría unos diecinueve años en ese momento. Eso le calculé. Creyó que yo trabajaba allí.
—Hola, pequeña. ¿Cuánto cuestan las galletas? —y señaló la vidriera. Yo ni idea, además su presencia me cohibió, al fin y alcano era un desconocido y yo solo una niña.