Después de comer, me sentí lo suficientemente estable como para buscar un lugar apartado donde atender mis heridas. Cada paso que daba me recordaba que, aunque había sobrevivido la última tormenta, mi cuerpo cargaba aún la memoria de los golpes. Finalmente, encontré un baño público en una esquina medio oculta, entre dos edificios viejos con grafitis desvaídos y muros agrietados por el paso del tiempo. La puerta crujió al abrirla, y al entrar me envolvió un olor rancio a desinfectante barato y óxido. Cerré el cerrojo, cuyos bordes parecían haber sido forzados mil veces. Frente al espejo agrietado, comencé a retirar con torpeza la ropa manchada y el vendaje improvisado. El agua salía a ráfagas breves y frías, pero me las arreglé para limpiar mis heridas con movimientos lentos, casi ceremoni

