Algo cambia. La sala, antes tan familiar, tan cargada de los recuerdos de los rituales de mi padre —esa mezcla de incienso, susurros en lenguas antiguas y el calor reconfortante de lo conocido—, ahora se siente... distinta. No es solo el silencio, ni siquiera el escalofrío que recorre mi piel. Es algo más profundo, más primitivo, como si el propio tejido del lugar se estuviera deshilachando frente a mí. Dentro de mi cuerpo, todo se tensa. Respiro, o al menos lo intento. El aire ya no entra con la facilidad habitual; parece pesado, como si intentara abrirse paso a través de una sustancia densa, invisible. Mis pulmones luchan, se contraen con fuerza, y la ansiedad se convierte en una presión interna tan real como dolorosa. Un sudor frío me cubre la frente, bajando lentamente por mis sienes

