Mi teléfono, ese pequeño artefacto siempre presente, descansa entre mis manos como un ancla con forma rectangular. No es solo una herramienta: es mi contacto con el mundo, mi posible salvavidas en caso de emergencia, el lazo que aún me une —de forma invisible pero poderosa— a todos los que han quedado atrás. A veces lo sostengo con más fuerza de la necesaria, como si eso bastara para traer a los que amo de vuelta. Pero ahora solo lo guardo, confiando en que si algo ocurre, podré contar con él… aunque lo que necesite va mucho más allá de una señal o de una pantalla encendida. Entonces, mis dedos rozan algo familiar. Los tres libros de conjuro de papá. Cada uno con su color, con su peso particular, con su misterio suspendido entre páginas que jamás me atreví a explorar del todo. El n***o, d

