Al llegar, el bullicio me golpea como una ola repentina: voces superpuestas, pasos apresurados, motores rugiendo, el pitido agudo de los vendedores ambulantes intentando destacar entre el caos. Todo parece demasiado ruidoso, demasiado brillante, demasiado vivo. Me esfuerzo por no detenerme a observar nada con detenimiento. Sé lo frágil que estoy ahora, sé que cualquier imagen trivial -una madre regañando con ternura a su hija, un adolescente riendo con sus amigos, un anciano dormitando bajo el sol- podría quebrar la fina capa de entereza que apenas consigo mantener. Así que bajo la mirada, respiro hondo y acelero el paso.
Y entonces lo veo: el primer autobús acercándose. Su silueta vieja y rechinante se convierte para mí en algo más que un simple medio de transporte. Es una promesa. Es es
