Me siento completamente impotente. El peso de la incertidumbre me aplasta los hombros, mientras mis ojos recorren frenéticamente cada rincón de la sala, en busca de algo —una señal, una pista, un indicio mínimo— que explique la reacción de Fátima. Pero lo único que encuentro es un ambiente que ha dejado de pertenecerme. La habitación, que hace apenas unas horas era el refugio cálido de nuestras conversaciones y nuestras rutinas cotidianas, ahora se siente como un escenario ajeno, suspendido en otra dimensión. Las paredes parecen cerrarse de forma imperceptible, y las sombras, antes discretas y obedientes a las formas que las proyectaban, ahora se alargan, se estiran como si cobraran conciencia. La luz que entra por las ventanas ya no reconforta, sino que fragmenta los objetos en siluetas

