Capítulo 10.2 "Mimus polyglottos"

1987 Words
Se impulsó desde la cornisa. Su cuerpo describió un arco perfecto sobre los cables de luz y las cabezas de los soldados, para aterrizar con un impacto amortiguado pero audible justo enfrente de la patrulla donde el detective se encontraba, bloqueando su lento avance. El golpe de sus botas contra el asfalto fue un punto final sonoro a la búsqueda. La reacción fue instantánea y electrizante. Un murmullo que comenzó entre los civiles contenidos tras las vallas se convirtió en una oleada de gritos. “¡ZORRO! ¡ZORRO! ¡ZORRO!” El coro surgió espontáneo, lleno de una mezcla de asombro, esperanza y morbo. Algunos alzaban sus celulares, las pantallas brillando como luciérnagas digitales en la penumbra matutina. El perímetro militar se tensó visiblemente; varios fusiles se alzaron unos centímetros, dedos junto a los gatillos, ojos buscando órdenes en sus superiores. De la patrulla bajó el detective Oliver. Apagó el megáfono con un click seco que cortó su propio eco. Su rostro, marcado por la barba de varios días y unas ojeras profundas, no mostró triunfo, sino una urgente gravedad. Caminó hacia el Zorro sin prisa pero sin pausa, esquivando a un soldado que intentó interceptarlo con un gesto de advertencia. Se detuvo a un metro de distancia. Su mirada, astuta y cansada, escaneó la figura enmascarada desde los pies hasta la pañoleta negra que ocultaba su rostro. “Zorro cachorro…” dijo el detective, su voz ahora sin amplificar sonaba ronca y algo acelerada. Su ceño estaba fruncido, no en señal de enfado, sino de concentración extrema, como si estuviera recordando un guión bajo presión. Carlos lo miró, inmóvil, evaluando. El apodo sonaba extraño en boca del detective; era una moneda de dos caras: “cachorro” lo hacía parecer inexperto, pero “Zorro” lo reconocía como una entidad. Decidió acuñar la parte que le convenía. “Solo diga ‘Zorro’,” propuso el muchacho. Su voz, filtrada por la tela, sonó más grave y controlada de lo que era en realidad. Al pronunciarlo, aceptaba públicamente el apodo que los medios le habían dado, un pequeño paso para transformar un mote en una identidad. Un pacto tácito con la ciudad que lo observaba. El detective esbozó una sonrisa breve, casi imperceptible. No era de satisfacción, sino de “ah, con que así es”. Había establecido contacto. El juego, ahora, cambiaba de tablero. —Saben que no servirá de nada. Ese campeón fue diseñado para atacarnos a nosotros —lo más probable es que las armas comunes ni lo rasquen. En ese momento, el detective tomó la mano del Zorro y, con un movimiento rápido y sorpresivo, le colocó unas esposas. Aunque confundido, el Zorro no sintió preocupación alguna; sabía que podía liberarse en cualquier instante. —Estás arrestado —recitó el detective en voz alta, y acto seguido, en un susurro apenas audible, pronunció una serie de diez números seguidos de dos palabras—: Huye ahora. Carlos comprendió al instante el mensaje codificado. Sus músculos se tensaron, las esposas se partieron con un clac metálico, y sin perder un segundo, empujó al detective hacia atrás. El hombre, fingiendo resistencia, logró desenfundar su arma y disparó varias veces al aire —solo un proyectil rozó el costado del héroe, clavándose superficialmente en su espalda. —Maldita sea —masculló Carlos mientras sentía el ardor familiar—. Creo que nunca me acostumbraré a que me disparen. El disparo no había penetrado del todo —su piel, densa y resiliente, había detenido la bala—, pero la quemazón era intensa. Sin detenerse, echó a correr por la Avenida Juárez, sorteando autos abandonados, cristales destrozados y un silencio anormal que envolvía la ciudad. En los edificios de la avenida, las ventanas aparecían vacías, sin un solo vidrio intacto, como si una explosión sónica hubiera barrido todo a su paso. Carlos llegó frente al Palacio de Bellas Artes. El lugar estaba desierto, y era lógico: una sensación opresiva, casi física, se hacía más intensa a medida que uno se acercaba. La presión en el ambiente se volvía palpable; los oídos se taponaban, y ni siquiera al tragar saliva lograban destaparse. Y luego, el sonido: un zumbido grave, tan profundo que parecía resonar en los huesos, paralizando cualquier intento de avanzar. A pesar de ello, Carlos seguía moviéndose. Le afectaba, sí, pero no lo detenía. Además, había intervalos breves —de dos a cinco segundos— en los que el sonido cesaba, concediéndole un respiro antes de regresar con más fuerza durante otros cinco minutos. Justo cuando dio un paso decisivo hacia la entrada principal, aquel sonido incómodo se detuvo por completo. Quedó un silencio absoluto, roto solo por el leve susurro del viento entre las hojas de los árboles alineados frente al palacio. Carlos ingresó. Dentro, el silencio se transformó de pronto en una sinfonía que emergía desde las profundidades del edificio. Era un concierto. Una voz conocida, emotiva y poderosa, entonaba una canción inconfundible: “Amor Eterno”, de Juan Gabriel. No era una interpretación en vivo, sino una grabación que se repetía, nítida y clara, como si el auditorio entero se hubiera convertido en un gigantesco reproductor de sonido. Se distinguían cada uno de los instrumentos: las cuerdas dolientes, el piano melancólico, la voz quebrada por la emoción. Carlos se dejó guiar por aquel sonido, avanzando con cautela por los pasillos vacíos, hasta llegar a las puertas del auditorio principal. El Zorro golpeó las puertas con el pie, abriéndolas de par en par. El lugar estaba vacío, pero aun así se escuchaba la canción Amor eterno sonando con gran orquesta, la voz de Juan Gabriel y personas cantando. Era tan nítido, el sonido estaba regado por todo el lugar como un océano; con cada paso que el joven daba, creía chocar con alguna persona que gritaba con emoción, parada pero inexistente. No era un fantasma, solo un sonido bien colocado: “Que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándolos, amor eterno…” —¡Adelante! —se escuchó la voz de un hombre incitando al Zorro—. Continúa y disfruta de esta hermosa pieza que quedó plasmada en el tiempo —decía sin que los sonidos se detuvieran. El Zorro caminaba con cautela, confundido, mirando de un lado a otro. Después de un momento, todo se silenció, para enseguida, a los veinte segundos, continuar justo desde donde el concierto se había quedado. El joven se puso en guardia; los vellos de su nuca se erizaron en cuanto se acercó al escenario. Pasaron siete minutos desde que la canción comenzó, cuando todo sonido cesó. El Zorro miraba con precaución hacia arriba, esperando una emboscada que no llegó. Lo que sí llegó, desde el escenario, fue un hombre delgado con la rama pelada de un pirul en la mano. Su apariencia era la de un indigente: una playera blanca completamente percudida, cabello largo y brilloso por culpa del sebo, y unos pants grises tan sucios que parecían fundirse con las sombras. De calzado, usaba unas chanclas azules completamente destruidas. —¡Salga de aquí! —gritó el Zorro. —¿Cómo se te ocurre venir solo? —dijo el hombre mientras se acercaba—. ¿Dónde está la Minina? Al escucharlo, Carlos se confundió, pero era claro que ese hombre era el campeón del demonio de humo. —Tú eres… —El campeón que acabará con ustedes —el hombre hizo una reverencia artística, desplegando un brazo con exagerada elegancia—. Venerable héroe, yo soy el Cenzontle —se presentó con voz proyectada, como si estuviera en el centro de un escenario invisible. —Adecuado —murmuró el Zorro, entendiendo de inmediato el concepto que sus habilidades representaban: el cenzontle, el pájaro de las cuatrocientas voces, maestro de la imitación. El hombre se plantó frente a él, tan cerca que Carlos podía percibir el olor a sudor viejo y tierra. Sonrió, mostrando una dentadura devastada: le faltaban la mayoría de los dientes, y los pocos que conservaba estaban ennegrecidos por el sarro, como raíces podridas. —Sabes, es un honor para mí presentarme frente a otro artista —declaró el Cenzontle, y de repente dio media vuelta, alejándose de nuevo hacia el escenario mientras agitaba la rama pelada de pirul como si fuera un batuta—. Aunque claro, tú tuviste éxito… yo no. Este concierto —hizo un gesto amplio que abarcaba el auditorio vacío— fue una experiencia única. Yo estuve aquí aquel día. Tenía todo para llegar tan alto como ustedes… pero no se triunfa solo por asistir a conciertos. Tenía talento, una gran voz… pero a nadie le importó. Porque donde yo entregué mi alma y mi pasión, los demás solo pedían favores, contactos, atajos. Y al final… mi vida se fue al caño. El Zorro observaba a su oponente. Era tan débil, tan tangiblemente humano, que contrastaba de manera brutal con la masa imponente de Pípila. Esa fragilidad hacía que levantar un puño contra él se sintiera como patear a un perro callejero. Una vez en el centro del escenario, el Cenzontle infló el pecho y lanzó un silbido. No fue un silbido cualquiera; fue un sonido agudo, penetrante y poderoso que atravesó el aire como una aguja, obligando al Zorro a cubrirse los oídos instintivamente. —¡Mi voz ha mejorado bastante! —anunció el hombre, con un tono que ahora resonaba con una claridad y un volumen sobrehumanos—. Y ahora estoy justo donde siempre quise estar. Para mantenerme aquí, solo debo… ¡VENCERLOS! —Su voz estalló en el auditorio, una demostración de poder que no dejaba lugar a dudas—. Vamos, Zorro Cachorro. A ver qué tienes. Carlos no lo pensó dos veces. Se impulsó hacia adelante, cerrando la distancia con la velocidad de un felino, su puño derecho cargado con la fuerza suficiente para noquear a cualquiera. Quería terminar esto antes de que el Cenzontle desatara su verdadero poder. Sin embargo, a escasos metros de impactar, vio cómo el hombre retrocedía un paso tambaleante, su rostro se contrajo en una mueca de puro terror y alzó la rama de pirul como un escudo endeble. La imagen fue tan patética que Carlos contuvo su ataque en el último instante. En lugar del golpe demoledor, solo dejó caer un puñetazo controlado sobre el hombro del Cenzontle. Un golpe que, para los estándares de Carlos, era apenas un toque. Aun así, el Cenzontle se dobló como si le hubieran quebrado la clavícula, un grito genuino de dolor escapando de sus labios. El sonido, tan humano, tan vulnerable, fue un disparo directo a la memoria de Carlos. Instantáneamente, la imagen de Pípila se impuso en su mente: el coloso desplomado en el suelo, los gritos de "¡ASESINO!" brotando de la multitud, la última exhalación del gigante saliendo de sus pulmones. La culpa lo paralizó como un veneno. —¿Qué es eso? —preguntó el Cenzontle, incorporándose con dificultad mientras se frotaba el hombro. Sus ojos, antes temerosos, ahora brillaban con una curiosidad malsana—. Eso es… ¿duda? ¿Culpa? Carlos intentó reaccionar, sacudirse el estupor, pero entonces lo escuchó. Una sola palabra, susurrada desde la oscuridad de los balcones superiores: —Asesino… Alzó la vista, buscando al acusador invisible. Nada. Y de nuevo: —¡ASESINO! Esta vez, el grito vino de todas partes y de ninguna, un coro fantasma que resonaba entre las butacas vacías. Lo maté, resonó su propia voz dentro de su cráneo, fría y acusadora. Soy un asesino. —Es lo que piensas de ti —dijo el Cenzontle, y una sonrisa desdentada se extendió en su rostro. Su risa, áspera y jadeante, se mezcló con el surgir de un murmullo imitativo: decenas, cientos de voces superpuestas comenzaron a corear "asesino", entre las que se colaba, una y otra vez, la voz angustiada del propio Carlos repitiendo la condena.
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