LIAM Me quedo sentado en el suelo con la espalda pegada al zócalo frío de la cocina, las manos intentando cubrir unos ojos que no quieren dejar de usar la excusa del silencio. Las lágrimas no vienen en cascada ahora; vienen en oleadas repentinas, como si alguien abriera y cerrara una canilla dentro del pecho. No sé cuánto tiempo llevo así. El reloj me traiciona porque no quiero medir el dolor: medirlo lo hace real, y lo real me aterra. Siento los nudillos palpitando todavía, la piel caliente donde golpeé la pared, la sangre seca que me grita que fui yo el que dejó el desastre. Me odia mi propio reflejo en la cuchara del fregadero. Bastardo, pienso otra vez, palabra simple que mastico y que me devuelve el sabor de todo lo que metí en la boca y nunca pude tragar. Entonces la noto antes d

