LIAM El ascensor sonó y supe que esta vez no eran fantasmas. El golpe sordo de sus tacones se acercó por el pasillo como un metrónomo que me bajó la frecuencia cardíaca. Abrí la puerta antes de que tocara. Ella estaba ahí: cabello suelto, chaqueta cerrada hasta el cuello, ojos cansados pero firmes. Tenía esa mezcla de fragilidad y acero que siempre me jode la respiración. No dije nada; la dejé pasar. El departamento aún olía a yeso y a limpieza apresurada. Ella lo notó: miró la pared dañada, los muebles recolocados, los vasos nuevos sobre la barra. No preguntó. Cerró la puerta con cuidado, como quien sabe que dentro hay un animal herido. —Me llamaste preocupado —dijo, dejando el bolso sobre la mesa—. Vine. Me quedé de pie, las manos metidas en los bolsillos. Tenía todavía las palabras

