Gina yacía en el suelo, inerte, con el rostro ensangrentado y los labios partidos. Su vestido elegante, aquel que había elegido con esmero para una noche que supuestamente marcaba un nuevo comienzo, estaba desgarrado, manchado por la violencia que acababa de consumir el hogar. Gerald, con las manos temblorosas y el corazón desbocado, se arrodilló junto a ella. Su respiración era agitada, descontrolada, como si también él fuera víctima de un incendio que había desatado sin querer.
—Gina...—murmuró, intentando tocarle el rostro con los dedos manchados de sangre.
Su pulso estaba débil, pero estaba viva. El alivio fue inmediato, casi tanto como la culpa que lo ahogó sin tregua. Quiso marcar a emergencias, pero sus dedos se congelaron sobre el teléfono. No podía. No debía. ¿Qué diría? ¿Que la
