POV RIO
Estoy en el baño, con el vapor empañando el espejo, el agua caliente resbalando por mi espalda, y todavía tengo esa imagen en la cabeza: el rubor súbito, rápido, incontrolable, que subió por las mejillas de Lena West cuando le dije —con toda la naturalidad del mundo— que tal vez me masturbaría en la ducha.
Esa reacción.
Esa grieta.
No sé qué fue exactamente.
No sé si era pena… molestia… deseo… incomodidad…
Pero fue algo.
Un destello.
Una fisura mínima en su fachada perfecta y rígida.
Y esa pequeña grieta me provoca un placer extraño, casi primitivo.
Porque hasta ahora Lena ha sido puro hielo, pura estructura, pura maldita compostura profesional.
No sonríe.
No se impresiona.
No se altera.
No titubea.
Y de pronto… ahí estuvo.
Un segundo.
Un temblor.
Un puto parpadeo emocional.
Y yo lo causé.
Yo.
Con una frase vulgar lanzada sin filtro.
Apoyo las manos en el lavabo y dejo que el agua siga cayendo del cabello a mi pecho.
Sonrío.
Una sonrisa que no le mostraría a nadie más.
No sé qué me molesta más:
la existencia de esa grieta…
o lo bien que se sintió verla.
La cierro el agua, tomo la toalla, me seco con brusquedad y salgo del baño.
Camino por mi cuarto mientras me visto. Pantalón oscuro, cinturón, camisa blanca que se ajusta donde debe, zapatos italianos impecables. Me anudo la corbata frente al espejo y relajo los hombros.
La imagen es la misma de siempre: control, precisión, dominio.
La versión de mí que el mundo respeta o teme.
Pero hay un ruido insistente en mi mente.
Y tiene ojos verdes.
Camino hacia la cocina y apenas doy dos pasos cuando la veo.
Lena está hablando con Mona.
Y lo primero que siento es…
un golpe seco en el pecho.
Lena está sonriendo.
Una sonrisa pequeña, genuina.
No dirigida a mí, claro.
Dirigida a Mona.
Mona —que rara vez sonríe así— parece una abuela orgullosa recibiendo a la futura nuera.
Ridículo.
Me detengo un segundo detrás de la pared, evaluando la escena con una mezcla irritante de… algo que no quiero nombrar.
No se supone que haya mujeres aquí.
Ninguna mujer ha pisado este penthouse desde que me mudé.
Ni una sola.
Mi espacio es mío.
Mi casa es mía.
Mi vida privada es mía.
Verlas ahí es como ver una grieta en un vidrio perfectamente limpio:
pequeña, pero imposible de ignorar.
—…muchas gracias, señora —dice Lena, con esa voz tranquila que no suena falsa.
Mona se derrite. Yo la conozco. Puedo leer su expresión desde veinte metros.
Ese brillo…
Esa aprobación silenciosa…
Me irrita.
—De verdad, no se moleste, ya comí —continúa Lena.
Ya comí.
No se moleste.
Estoy bien así.
Las palabras me caen mal.
Muy mal.
Primero, porque es mentira. La evalué esta mañana: está cansada, ojerosa, y ese tipo de tono solo lo tiene alguien que desayunó cualquier cosa rápida o nada.
Segundo, porque Mona quiere atenderla. Y que Lena rechace eso… activa mi maldita necesidad de orden, de control, de estructura.
Antes de procesarlo, estoy avanzando hacia ellos.
Roland llega por el pasillo, todavía secándose el cabello, y me ve con una expresión divertida.
—Buenos días, grupo familiar —dice, completamente encantado con la situación.
Ignoro su estupidez.
Camino hacia la cocina y mi cuerpo se mueve antes de que mi cerebro active filtros.
Abro la despensa.
Saco el pan.
Lo meto en la tostadora.
Tomo mi café recién hecho.
Lo sirvo en mi taza.
Agarro la mermelada que me gusta, sin pensarlo.
Roland me mira como si acabara de anunciar que renunciaré a la empresa.
Mona se queda inmóvil, con la boca entreabierta.
Y Lena… Lena solo parpadea.
Cuando la tostada salta, la tomo, la preparo, la coloco en un plato blanco y limpio.
Y sin darme tiempo para reflexionar, camino hacia ella.
La coloco frente a ella.
Pongo también mi taza de café.
La voz me sale seca, dura, sarcástica… para ocultar lo que verdaderamente es:
—Toma. No quiero que te desmayes y luego digas que te estoy matando de hambre.
Su mirada se fija en mí.
Y juro por Dios que siento algo en mi estómago moverse.
No sonríe.
No hace un comentario dulce.
No actúa sorprendida o impresionada.
Solo asiente.
—Gracias —dice, simple, honesta.
Y esa honestidad me desarma más que cualquier coqueteo.
Me giro de inmediato, como si el aire a su alrededor quemara.
Me apoyo en la barra, respiro hondo y tomo el control de mi expresión.
Roland se acerca y me susurra:
—¿Le hiciste desayuno? … ¿Tú?
—Cállate —respondo sin mirarlo.
—¿Y le diste TU café? Hermano… ¿estás seguro de que estás bien?
—Roland. Te juro que te tiro por el balcón.
Él ríe, encantado.
—¿Sabes que no lo hiciste por logística, verdad? —susurra con esa sonrisa de imbécil que solo él puede tener—. Lo hiciste porque te afectó su reacción de hace rato.
Le clavo una mirada que podría congelar un volcán.
—Está aquí para trabajar. Eso es todo.
Roland da un sorbo a su café.
Sonríe aún más.
—Uh-huh… claro. Totalmente.
Ignoro su burla.
Pero no puedo ignorar lo siguiente:
Lena come mi tostada sin quejarse.
Toma mi café.
Y por un segundo —apenas uno— veo algo parecido a paz en su rostro.
Y eso me jode.
Me jode demasiado.
Porque sé que voy a seguir mirándola.
Sé que voy a seguir analizándola.
Sé que esta mujer no es un adorno más ni un desastre pasajero.
Es un problema.
Uno real.
Y los problemas que no puedo ignorar…
son los que más peligro representan.
POV LENA
El pan tostado frente a mí parece una broma del destino.
No debería sorprenderme un gesto tan pequeño, pero lo hace. Y no porque sea amable —que no lo es—, sino porque viene de él. De Rio Dirztan, el hombre que hace menos de una hora intentó humillarme con una insinuación s****l tan descarada que cualquiera habría salido corriendo del penthouse.
No cualquiera soy yo.
Pero aun así, mi cuerpo lo recuerda.
Me quedo mirando la tostada, luego la taza. Huele bien. Fuerte. Perfecto.
¿Es su café?
¿De verdad me dio su café?
No entiendo nada.
No quiero entender nada.
Siento la mirada de Mona fija en mí, como si me estuviera leyendo la fortuna. Esa mujer tiene ojos cálidos, y aunque no nos conocemos, me transmite una sensación rara… como un hogar que no me pertenece, pero que existe.
—Gracias —digo en voz baja, porque la educación no se me cae por ser provocada.
Rio se gira sin responder y se apoya en la barra. Su espalda tensa, sus hombros anchos, su expresión demasiado neutral como para ser real. Roland se ríe por lo bajo, disfrutando del caos silencioso.
Como si fuera gracioso.
Para él tal vez sí.
Para mí, no.
Tomo un sorbo del café.
Él no me mira, pero lo siente. Lo sé. Su cuello se tensa, como si estuviera conteniendo algo. No sé si es irritación, orgullo o simple necesidad de establecer control.
Ese hombre tiene más tensión que un cable a punto de romperse.
Termino el pan y Mona sonríe como si yo hubiera hecho un logro personal.
O como si quisiera adoptarme.
No sabría decirlo.
Roland se acerca a la mesa y pregunta demasiado casualmente:
—¿Lista para tu primera salida oficial con el heredero?
Lo miro fijo.
—Siempre estoy lista.
—Veremos —murmura Rio, sin darse vuelta.
Ese “veremos” me cae mal. Muy mal.
Sabe exactamente cómo tensar mi paciencia sin cruzar la línea profesional. O tal vez sí la cruza, pero yo estoy demasiado ocupada manteniéndome entera para señalarlo.
Respiro hondo.
—¿Qué sigue? —pregunto.
Rio toma sus llaves, se coloca el saco con movimientos tan precisos que parecen ensayados y finalmente me mira. Es la primera vez que sostengo su mirada desde que me dio la tostada.
Es… incómodo.
No por atracción.
No por intimidación.
Es incómodo porque él no parpadea, no suaviza, no modula. Me mira como si yo fuera una ecuación que no encaja.
—Vamos —dice, corto, seco.
Ni un “por favor”.
Ni un “¿estás lista?”.
Nada.
Me pongo mi abrigo, ajusto la mochila al hombro y camino detrás de él. Roland se nos une, tarareando como si todo fuera una película cómica.
En el elevador, el silencio pesa.
Rio mantiene la mirada al frente.
Roland me observa de reojo, evaluando.
Yo sostengo mi libreta como un escudo.
El ascensor baja treinta pisos en silencio absoluto, excepto por la respiración controlada de Rio. Él no solo controla sus emociones: controla su aire, su ritmo, su presencia. Es una figura hecha para impresionar o aplastar.
—Hoy vamos directo a la oficina —dice de repente, sin mirarme—. Tendremos una reunión con el departamento de marketing. No hables hasta que yo te lo indique.
Lo miro lentamente.
—Mi trabajo no es quedarme muda, señor Dirztan. Es observar, analizar y señalar problemas.
—Y yo señalaré cuándo —responde.
Roland se tapa la boca con la mano para no soltar una carcajada.
Me molesta.
No lo digo.
Pero me molesta.
—Entendido —digo, aunque mi voz queda más fría de lo planeado.
El elevador se abre y caminamos hacia la entrada del edificio. Un auto n***o nos espera afuera. El chofer, impecable. La puerta trasera se abre y Rio entra primero. Yo después. Roland se queda en el asiento delantero, mirando su teléfono.
Cuando el auto arranca, noto la amplitud del interior y lo silencioso que es.
Es absurdo.
La mitad de mi país podría vivir con lo que cuesta este coche.
Abro mi libreta.
—Tu rutina matutina —empiezo—. Hice anotaciones preliminares.
Rio se gira hacia mí con una lentitud calculada.
—¿Quieres una medalla?
—Quiero eficiencia.
—Ya.
—También necesito tu agenda para los próximos tres días.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque todavía no me demuestras que puedes manejar siquiera la mitad —dice, sin emoción.
Siento el fastidio trepar por mi nuca.
No lo dejo llegar a mi voz.
—Mi trabajo es anticiparme a tus movimientos. No puedo hacerlo sin información.
—Mi vida no es un rompecabezas para que lo armes —responde, clavando esos ojos gris-azulados tan fríos que me provocan un escalofrío involuntario.
Involuntario.
Odio eso.
—No vine aquí a invadir —digo con calma—. Vine a entender. Si no quieres cooperar, la empresa está pagando un servicio inútil.
Él sonríe.
Una mueca.
Un desafío envuelto en elegancia.
—Ya veremos si eres inútil.
Otro golpe.
Otro roce.
Otro choque.
Cierro la libreta para no aventársela.
El resto del camino es silencio.
Pero no un silencio normal.
Es denso.
Pesado.
Como si estuviéramos en una pelea sin palabras.
Llegamos a Torre Dirztan. El auto se detiene y Rio sale primero. Yo detrás. Roland camina ligeramente rezagado, disfrutando el caos que solo él parece encontrar placentero.
Dentro del edificio, las miradas son inmediatas.
A Rio lo reconocen.
A mí me evalúan.
Cientos de ojos silenciosos.
Líneas de poder.
Posturas rígidas.
Es un ecosistema que conozco bien:
jerarquías invisibles, territorio, observación constante.
Aquí, cada paso tiene un significado.
Rio camina con esa seguridad casi arrogante que viene de una vida entera siendo intocable.
Roland irradia despreocupación.
Yo mantengo mi paso firme, ni rápido ni lento, adaptándome al ritmo sin dejar que me arrastre.
Llegamos a los ascensores privados y Rio introduce una tarjeta metálica que probablemente cuesta más que mi computadora. Subimos de nuevo al piso ejecutivo. Las puertas se abren a un espacio aún más impresionante que ayer.
La oficina de Rio es un reino.
No hay otra palabra.
Minimalismo caro, líneas limpias, ventanales gigantes con vista a la ciudad, un escritorio que parece una pieza de museo. Todo impecable. Todo frío.
Todo él.
—Siéntate —dice, señalando una silla frente a su escritorio.
No me “invita”.
Me ordena.
Me siento sin protestar.
A veces la mejor primera batalla es no dar ninguna.
—¿Qué necesitas observar exactamente? —pregunta, con los brazos cruzados.
—Todo —respondo.
—Define “todo”.
—Tu interacción con el personal. Tu postura. Tu lenguaje corporal. Tu comunicación directa e indirecta. Tus decisiones impulsivas. Los momentos en los que te desconectas emocionalmente. Y especialmente los factores que desencadenan comportamientos que puedan escalar a escándalos.
Rio parpadea una vez, lento.
Roland suelta un silbido.
—Wow —dice—. ¿Quieres su ADN también?
—Si es necesario —respondo.
Rio me mira fijo.
Fijo.
Como si pudiera abrir mi mente y revisar mis intenciones.
—No te acostumbres a este lugar —dice con una calma peligrosa—. Estarás aquí una semana. No más.
—Eso lo decidirá tu familia —respondo.
Silencio.
Un silencio que se tensa como una cuerda.
Mi pecho está firme.
Mi postura recta.
Pero internamente sé que estamos jugando un juego mental.
Él empuja.
Yo estabilizo.
Él provoca.
Yo absorbo.
Y eso parece irritarlo aún más.
Finalmente toma un vaso de agua, da un sorbo y dice:
—Empecemos. Y no te interpongas.
—Jamás lo hago —respondo.
Él sonríe sin alegría.
—Conmigo sí vas a hacerlo.
Lleva la vista a su computadora y yo abro mi libreta.
Empiezo a escribir.
No lo miro directamente, pero lo siento.
Me observa.
Y cada vez que mi pluma toca el papel, su mandíbula se tensa.
Es mutuo.
Es incómodo.
Es inevitable.
No es deseo.
No es interés.
No es atracción.
Es otra cosa.
Algo filoso, incómodo, disruptivo.
Como si nuestras energías se repelerán y se buscaran al mismo tiempo.
Y sé que esto recién empieza.