POV RIO
Camille avanza primero, con esa elegancia estudiada que podría convertir una simple caminata en un desfile. Su falda se ciñe justo lo suficiente para distraer, y claro, lo hace a propósito. Esa mujer sabe perfectamente que la miro, y que disfruto hacerlo, aunque nunca lo admitiría en voz alta.
Nunca me he acostado con alguien del trabajo. No porque no me lo propongan —créeme, lo hacen—, sino porque mezclar placer con negocios solo termina en caos. Y si algo detesto más que el drama, es el desorden.
Aun así, verla moverse es un recordatorio visual de lo que me gusta: control, belleza, y curvas que obedecen las leyes de la física.
Pero entonces ella aparece detrás.
Lena West.
Y juro que, por un segundo, no entiendo nada.
No es el tipo de mujer que esperas ver cruzando esa puerta. No tiene ese aire calculado de las mujeres que saben que están siendo observadas. Entra con paso firme, sin titubear, con un portafolio en la mano y una expresión que parece decir: “Tengo cosas más importantes que perder el tiempo contigo”.
Lleva un traje azul oscuro, blusa blanca, el cabello recogido, lentes de marco n***o. Nada en su ropa grita seducción, y sin embargo, hay algo en ella que atrae la mirada como un imán. Quizás sea su calma. O esa manera de mirar.
Y esos ojos… verdes, fríos, analíticos. No brillan con deseo ni con curiosidad. Me observan como quien estudia un espécimen peligroso.
No me gusta.
No me gusta cómo me mira.
No me gusta sentirme observado, diseccionado.
Y lo peor es que me incomoda, aunque finjo lo contrario.
—Buenos días —dice, con voz clara, firme. No titubea ni un milímetro.
Roland, el maldito traidor, se levanta al instante, como si de pronto fuera un caballero renacentista.
—Encantado, señorita West —dice, sonriendo como un idiota mientras le toma la mano.
Yo lo miro de reojo.
¿Traidor? No. Arrastrado.
Lena le devuelve la sonrisa con cortesía, pero cuando sus ojos vuelven a mí, la temperatura de la sala baja.
No me tiende la mano. Solo inclina la cabeza.
—Señor Dirztan —dice con neutralidad absoluta.
—Señorita West —respondo, igual de frío.
Roland se aclara la garganta y se presenta, casi encantado con ella. Yo lo dejo hacer, prefiero observar.
Lena se sienta frente a mí. Su postura es recta, profesional, casi militar. No intenta ser amable, ni simpática. No sonríe más de lo necesario.
Y, por alguna razón, eso me intriga más que cualquier sonrisa falsa.
Roland rompe el silencio.
—Así que usted es la encargada de limpiar la imagen del alma perdida de nuestro querido heredero.
Lena lo mira, apenas con una sonrisa.
—Prefiero llamarlo “reparar daños públicos”, suena más… técnico.
Yo me apoyo en el respaldo de la silla, cruzando los brazos.
—¿Y qué tanto sabe sobre esos daños, señorita West?
—Lo suficiente para saber que tiene trabajo para rato, señor Dirztan —responde sin dudar.
Roland suelta una carcajada, y yo tengo que contenerme para no reírme también. Tiene agallas.
Y sí, me encanta eso. Pero no voy a admitirlo.
—Espero que venga con milagros incluidos —respondo con una media sonrisa.
Ella me sostiene la mirada sin inmutarse.
—Solo trabajo con hechos, no con milagros.
Roland chasquea la lengua, divertido.
—Dios, Rio, creo que por primera vez alguien te va a poner límites.
—Y tú por primera vez te vas a callar —le digo sin apartar los ojos de ella.
Lena desvía la vista hacia el café que Camille acaba de dejar frente a ella. Lo observa, sopla con calma, da un sorbo y asiente, evaluando incluso el maldito café.
Mujer metódica. Detallista. Controladora.
Definitivamente, el tipo de persona que va a querer meterse en cada parte de mi vida.
Y yo no pienso dárselo fácil.
—Bueno, señorita West —empiezo, con un tono deliberadamente arrogante—. ¿Qué se siente ser la niñera de un adulto funcional?
Ella parpadea una vez, sin mostrar emoción.
—Aún no sé si es funcional, señor Dirztan. Estoy en fase de observación.
Roland se ríe tan fuerte que tengo que patearlo por debajo de la mesa.
—¿Sabes qué, Rio? —dice todavía entre risas—. Creo que ya la amo.
—Puedes quedártela —respondo, seco.
Pero Lena no cae en el juego. Se limita a revisar unos documentos, totalmente ajena a la tensión.
Y eso… eso me irrita.
Porque no está jugando mi juego.
Camille interviene, acercándose demasiado a mí al dejar otro café.
—¿Desea algo más, señor Dirztan? —pregunta con esa voz suave que usa cuando quiere provocar.
—Nada más, Camille. Gracias —respondo, sin mirarla.
La siento quedarse quieta unos segundos, esperando una reacción que no llega. Finalmente, se retira.
Roland la sigue con la mirada descaradamente.
—Hermano, tienes al mejor personal del mundo —dice, en tono de broma.
—No los toques, Roland —le advierto.
—Solo observo. No toco lo que brilla —responde, levantando las manos.
Yo niego con la cabeza, pero antes de que pueda responder, la puerta se abre de nuevo.
El ambiente cambia.
Se siente pesado.
Autoridad. Poder.
Killian Dirztan entra primero. Traje gris claro, mirada dura, el tipo de presencia que llena una habitación sin hablar.
Detrás de él, Israel, mi padre, con ese aire de calma contenida que solo sirve para irritarme más.
Lena se pone de pie de inmediato. Su postura cambia. Profesional. Perfecta. Casi impecable.
Killian la observa de arriba abajo, sin decir nada, hasta que finalmente asiente con un leve gesto.
—Señorita West —dice con voz grave—. Un placer conocerla.
Ella le extiende la mano.
—El placer es mío, señor Dirztan.
Mi padre sonríe ligeramente, saludándola también.
Yo permanezco sentado, observándolos, sintiendo que el aire entre nosotros sigue cargado, denso.
Lena habla con ellos con naturalidad, con respeto, pero sin sumisión.
Killian asiente a cada palabra suya, y puedo jurar que por primera vez en años, veo en su rostro algo parecido a satisfacción.
Genial.
Mi abuelo la aprueba.
Perfecto.
Mientras ellos conversan, yo sigo observándola.
Esa mujer, con su porte firme y sus malditos ojos verdes, ya se está metiendo donde no debe: en mi rutina, en mi espacio, en mi cabeza.
POV LENA
La puerta se abre y sé que este es el momento. El instante exacto en el que mi carrera puede subir un escalón… o hundirse con gracia. Camino detrás de Camille, que se mueve como si hubiera pasado por un entrenamiento secreto para flotar, no caminar. Su falda ajustada tiene el largo perfecto, ese que parece normado por un comité de elegancia y seducción corporativa. No me cuesta leerla: mujer que sabe su valor, y que sabe dónde mirar para que otros la miren a ella. Su seguridad es un arma; su belleza, un recurso.
Pero en cuanto cruzo la puerta y lo veo, todo se apaga.
Rio Dirztan.
Y por un segundo —uno solo, insignificante pero traicionero— mis pasos se detienen medio milímetro. No lo suficiente para que cualquiera lo note. Pero yo sí lo siento.
Porque nadie me advirtió que el desastre corporativo más famoso de Europa lucía como un maldito dios griego con traje italiano.
Tiene la piel ligeramente bronceada, no ese bronceado de cama solar artificial, sino el tono natural de alguien que vive entre aviones y playas privadas. El cabello oscuro, casi n***o, cae con la precisión de alguien que paga demasiado por un buen estilista. Y esos ojos…
Azul grisáceo.
Fríos.
Penetrantes.
El tipo de mirada que no observa: disecciona.
Y claro, me está analizando. No con curiosidad, sino con ese desdén pulido que solo tienen los hombres acostumbrados a que todo el mundo quiera algo de ellos.
Perfecto.
Un narcisista con alta conciencia de su propio atractivo.
Justo como me lo presentaron en los archivos… con la única diferencia de que las fotos no le hacen justicia.
Me obligo a respirar. Una parte de mi cerebro —la profesional— marca cada dato. La otra… la humana… está ocupada gritándome internamente:
Lena, contrólate. No es un calendario de lujo. Es tu cliente. Y sí, está ridículamente bueno, pero te vas a comportar como adulta.
Ajusto mi postura, avanzo un paso, y veo cómo la atención de Rio se desliza primero por Camille. No me sorprende: ella prácticamente se inclina sobre él al dejarle la taza de café. El ángulo es evidente, innecesario, demasiado íntimo para un ambiente laboral.
Rio no la mira descaradamente, pero sí la ve. Sus ojos bajan apenas un segundo antes de regresar a mi rostro.
Interesante.
Demasiada confianza entre subordinada y jefe nunca es buena señal. Y en términos de reputación… es dinamita.
Conclusión inicial:
Camille es un riesgo potencial.
O ya se están acostando… o se tienen ganas.
Cualquiera de las dos me representa un problema.
Pero no tengo tiempo de profundizar porque Roland se levanta de inmediato, encantador, cálido, hablador. Su sonrisa es fácil, su energía relajada. Alguien que ha vivido lo suficiente para encontrarle humor a todo, incluso al caos que parece rodear a Rio.
Me cae bien.
O al menos… parece alguien funcional.
Y también parece alguien que, si le dan suficiente espacio, puede influenciar peligrosamente a Rio. Tengo que observarlo.
—Encantado, señorita West —dice Roland, tomándome la mano como si acabara de encontrar una joya rara.
—Un placer —respondo, devolviéndole la cortesía.
Pero mis ojos ya están en Rio.
Porque él no se movió.
No se levantó.
No extendió la mano.
Solo inclinó la cabeza, apenas lo justo para no ser grosero.
Y su voz…
esa voz grave y fría:
—Señorita West.
—Señor Dirztan —respondo, manteniéndole la mirada.
Lo hago a propósito.
Me mira como si quisiera intimidarme.
Y yo pienso:
Cariño, crecí con cinco hermanos que jugaban a ver quién orina más lejos. Tú no me vas a mover un milímetro.
Sus ojos son un arma.
Pero en mi casa, la genética nos crió inmunes a los machos alfa.
Mi hermano Noah me tiró a una piscina helada para enseñarme a “aguantar la respiración bajo presión”.
Rio Dirztan no es nada comparado con eso.
Me siento frente a él.
Evalúo su traje —perfecto.
Su postura —precisa.
Su cortesía —fingida.
Su ego —palpable.
Y aun así… maldita sea… es guapo de una forma que irrita.
Entrega una vibra de orden que no cuadra con el caos personal que leí en los archivos. No debería verse así. No debería oler tan bien. No debería tener esa sonrisa minúscula que parece burlarse del mundo entero.
Me reprendo mentalmente.
Lena, por Dios, concéntrate. Es un cliente. Un cliente problemático. No un hombre.
Roland interviene con su humor:
—Así que usted es la encargada de limpiar la imagen del alma perdida de nuestro querido heredero.
Le respondo con calma, midiendo cada palabra:
—Prefiero llamarlo “reparar daños públicos”. Es más… técnico.
Es la verdad.
Y también un recordatorio.
Rio cruza los brazos como quien se prepara para una batalla de egos.
—¿Y qué tanto sabe sobre esos daños, señorita West?
—Lo suficiente para saber que tiene trabajo para rato.
Roland ríe.
Rio no.
Me mira como si yo fuera una ecuación que de repente no le gusta resolver.
—Espero que venga con milagros incluidos —dice.
—Solo trabajo con hechos, no con milagros —respondo.
No parpadea.
Ni yo.
Camille aparece otra vez, demasiado cerca. Pone el café frente a él con suavidad innecesaria.
—¿Desea algo más, señor Dirztan? —le pregunta.
No se mueve de frente a Rio.
Sus hombros casi rozan los de él.
Mi cerebro trabaja:
Demasiado cerca. Demasiada familiaridad. Demasiado riesgo. Si hay algo entre ellos, esta mujer puede ser el inicio de un escándalo interno. Si no lo hay, lo habrá si ella decide usar su cercanía para avanzar.
Rio, para mi sorpresa, la ignora.
—Nada más, Camille. Gracias.
Ella espera una reacción.
No llega.
Finalmente se retira.
Registrado.
No es ella la que define el ritmo.
Rio mantiene el control… o le gusta aparentarlo.
Pero el ambiente vuelve a cambiar.
La puerta se abre y la presión atmosférica de la sala sube.
Killian Dirztan.
Lo reconozco al instante: postura militar, rostro tallado en piedra, la elegancia del poder antiguo, no el moderno. El tipo de hombre que hizo el mundo antes de que otros aprendieran a navegarlo.
Detrás, Israel: más suave, más diplomático, pero igualmente imponente.
Me pongo de pie de inmediato.
Es reflejo profesional, pero también genuino respeto.
—Señorita West —dice Killian—. Un placer conocerla.
Extiendo mi mano.
—El placer es mío, señor Dirztan.
Sus ojos me recorren de arriba abajo.
No en el sentido que conozco demasiado bien y que me irrita profundamente.
Este es en modo evaluación.
Como si pesara mi utilidad, mi inteligencia, mi carácter, en tres segundos exactos.
Me gusta.
No el hombre —Dios me libre de un tercer Dirztan con ego— sino su precisión.
Me pide mi curriculum.
Habla con voz grave, con esa calma que solo tienen los hombres acostumbrados a mandar sin levantar la voz.
Explico:
—Soy consultora en imagen estratégica con enfoque en manejo de crisis. He trabajado para conglomerados familiares, deportistas de alto perfil, funcionarios y celebridades con problemas de reputación. Mis últimos clientes fueron la familia Gravois, la actriz Salma Duclair y la firma petrolera Renshaw-Piacenti. En todos los casos, la exposición mediática disminuyó en más de un ochenta por ciento durante los primeros noventa días de intervención.
Killian asiente.
Una vez.
Aprobación mínima, pero significativa.
Mi padre me enseñó a leer hombres así:
Un asentimiento es equivalente a un aplauso.
Israel sonríe.
—Impresionante historial, señorita West.
—Gracias —respondo—. Estoy aquí para ofrecer resultados concretos.
Siento a Rio mirándome.
No sé si evaluándome, odiándome o intentando descifrar mis capacidades.
Sea lo que sea, no voy a darle la satisfacción de mirarlo.
Killian junta las manos detrás de la espalda.
—Perfecto. Sentémonos para hablar formalmente.
Un círculo perfecto de poder:
Killian, el imperio.
Israel, la diplomacia.
Roland, la chispa.
Rio, el conflicto.
Y yo…
La que tiene que dominar el caos sin crear un incendio.
Porque sí, admito en silencio —y solo aquí, en mi cabeza—Ese hombre es peligrosamente guapo.
Pero también es mi trabajo.
Mi proyecto.
Mi campo minado.
Y aunque mi cerebro grita “mantén distancia”, mi profesionalismo sonríe.
Porque si hay algo que aprendí creciendo con cinco hombres salvajes bajo un mismo techo, es esto:
No hay macho alfa al que no se le pueda romper el ego… si sabes dónde pisar.
Y Rio Dirztan…
Ya está en mi mira.