La respiración trepidante de un hombre perturbado era lo único que se podía escuchar en una amplia y elegante sala estar. Su mirada desmesurada estaba enfocada en sus manos temblorosas, de ellas goteaba la sangre que las cubría como si las hubiera sumergido en un envase repleto de pintura. Una de sus manos empuñaba lo que quedaba de la botella del ron más caro que tuvo en su minibar, pero repentinamente la tiró a un lado, luego, miró abajo, cerca de sus pies. Yacía el cuerpo sin vida de un sujeto en medio de un charco carmesí e infinidad de salpicaduras en todas direcciones que resaltaban en el piso y paredes blancas, al igual que en los muebles más cercanos. Separó sus brazos y se vio también el fino esmoquin que llevaba puesto, estaba tan ensangrentado como la ropa del hombre que yacía en el suelo.
Unos toques suaves en la puerta principal de la casa sacaron a Jacob Cooper de ese trance de reconocimiento en que se hallaba sumergido.
—¿Señor Isaac? —preguntó el guardaespaldas del fallecido— ¿Está todo bien?
Obviamente no hubo respuesta.
Jacob no necesitaba de su oscura experiencia adquirida durante la juventud para estar seguro de que cuando ese sujeto ingresara y viera a su jefe en el suelo, él sería hombre muerto si no actuaba primero. Miró hacia todos lados con inquietud, recordando que en la mesa de noche de su habitación había un arma guardada, pero no había tiempo para eso; así que se tiró sobre el cuerpo sin vida y empezó a escudriñar entre cada uno de sus bolsillos en busca de algún arma que le pudiera servir. Debía tener una al menos, considerando que era una costumbre en los de su “profesión” cargar un arsenal encima.
—¿Señor? —el hombre golpeó la puerta más fuerte.
Jacob se sintió victorioso cuando encontró una Glock en una funda colgada en el cinturón y oculta en la parte posterior de la cadera, una ubicación que siempre le pareció poco práctica. Quitó el seguro del arma. No perdió el tiempo verificando las municiones, por su peso era de suponerse que estuviera cargada, y apuntó hacia la puerta de entrada a la espera de que el guardaespaldas ingresara. Jacob tenía más de 15 años sin disparar un arma, esperaba tener la misma puntería aunque hubiera pasado tanto tiempo. Al menos las recordaba muy bien. Pesos, tamaños, tipos y hasta el olor antes y después de accionar el gatillo. Era bueno. Fue el mejor en sus clases de tiro.
Aguardó impaciente. El hombre decidió entrar en vista de que no recibía respuesta de su jefe. Jacob apretó el gatillo tan pronto se asomó, sin mediar, sin esperar a que reconociera la escena, sin darle tiempo a que apuntara el arma que llevaba empuñada. Su sonido fue ensordecedor en medio de tanto silencio. El proyectil dio en el hombro y la fuerza del impacto lo hizo pegar del umbral. Jacob accionó una segunda vez, sin parpadear, sin titubear. Esta vez fue justo a su rostro. El guardaespaldas se desplomó y se escuchó el golpe seco de su cuerpo como si hubiesen tirado un costal de patatas.
Jacob se quedó con el arma suspendida por un momento más, exactamente en la misma posición, aun después de que solo volviera a escucharse únicamente el sonido de su propia respiración irregular. Sus ojos se volvieron vidriosos y recogió sus brazos. Escrutó el arma y a Isaac inerte en el suelo. En un principio se sintió enojado con el sujeto y todo lo que él representaba, pero luego experimentó impotencia y un dolor abrumador por la línea que acababa de cruzar por partida doble. Una que se había prometido jamás tocar cuando arrebató la primera en su pasado.
Jacob estalló con un grito desgarrador que salió de lo más profundo de su alma. Su pasado oscuro y oculto lo había alcanzado, justo pocas horas antes de su boda.
Isaac Turner había dado con su paradero, el primero en lograrlo después de tantos años de haber desaparecido. Era su primo no muy querido. Desgraciadamente un compañero muy competitivo en algunos entrenamientos durante su adolescencia. Su némesis. Él disfrutaba de torturar, matar y negociar en los bajos mundos desde temprana edad. Amaba el dinero manchado de sangre. Fue Isaac, justo él, quién se topó con Jacob por casualidad y no dudó en aprovecharse de la valiosa información para hacer propuestas a su conveniencia. Deseaba que Jacob volviera para reclamar su trono y que lo convirtiera en su mano derecha, a cambio de la vida de su inocente prometida. Jacob se cegó por la furia y esa fue la respuesta a su propuesta. A pesar de que acababa de sacar del camino a los únicos hombres de aquel pasado que lo habían visto, sabía que solo era cuestión de tiempo para que alguien más llegara a él.
Ofuscado por la frustración y más de su ira incontenible, empezó a arremeter contra todo lo que tenía a su alrededor. Con la mano que todavía sostenía el arma barrió todo lo que se hallaba en el minibar, haciéndose pequeños cortes en el dorso con el vidrio que estallaba a su paso. No los sentía. Tiró cuadros y cuanta decoración hubiera en la sala, volteó la mesa de centro. Estaba poseído por una actitud indómita que había permanecido dormida por mucho tiempo y que la llegada de Isaac despertó.
Cuando destruyó todo lo que había en lo que unos minutos antes era una impecable sala de estar, la sensatez fue llegando a él, despacio, como si se estuviera despejando la bruma en su cabeza, pero no para sentirse mejor y cuerdo, sino para tomar conciencia de que ese pasado que deseaba ignorar volvió y, no regresó solo, iba acompañado de otro viejo enemigo que, muy ilusamente, pensó había desaparecido para siempre. El ser interior que le hacía detonar ataques de ira.
Sobre el suelo cubierto de vidrios rotos ahora había más sangre goteando de la mano de Jacob. La suya. Sus ojos almendrados se volvieron acuosos y cayó de rodillas sobre el piso cortante, no le importó, tampoco sintió. Una vez más vio el arma empuñada por su mano carmesí. Tenía miedo de sí mismo, también de todo lo que pudiera venir de su pasado, de los enemigos que emergieron otra vez. Se visualizó como un monstruo que podría hacer mucho daño si no lo detenía justo en ese instante. Sin pensarlo se llevó el arma a la boca y cerró los ojos con fuerza. Su mano tembló, todo él se estremecía, quería accionar el gatillo. No pudo. Sacó la glock de su boca y rápidamente la llevó a su sien. Quiso hacer lo mismo, pero su dedo no respondía a lo que sus pensamientos pedían. Lo intentó con la otra mano. Tampoco pudo.
Desistió, se dio cuenta de que no tendría el valor para hacerlo.
—Eres un cobarde... —murmuró con voz quebrada.
Pasó largo rato de rodillas sobre el piso con ambos brazos apoyados sobre sus muslos, en medio de aquel desastre de vidrios, otros objetos destrozados y sangre. Pensó en su prometida, Serena. Concluyó que no merecía estar bajo la zozobra de una amenaza silenciosa que ella ignoraba.
Ella ignoraba el pasado de Jacob, aunque le hubiera preguntado infinidad de veces por su familia. También desconocía su trastorno. Serena no sabía nada de aquello que en secreto a él le perturbaba y le avergonzaba a la vez. Lo ocultó, le mintió.
Jacob se puso de pie con determinación y, sin ver una vez más a su alrededor, se dirigió al tocador. Se empezó a lavar las manos con desespero buscando deshacerse de todo ese color rojo en ellas, dejando al descubierto algunos cortes en su mano. Cuando alzó el rostro para mirarse en el espejo frente al lavabo se dio cuenta de que su cara también estaba salpicado de sangre. Esa imagen de sí no le impactó, pero le apretó en corazón y sus ojos se cristalizaron de nuevo. Reafirmaba su percepción de sí mismo:
«Soy un vil monstruo.»
Después de haberse aseado lo suficiente, deshecho del elegante traje de bodas y curado sus heridas, tomó hoja y papel para escribir una nota. Asentó la punta de la pluma, volviendo a tener una respiración convulsa, pero esta vez no era por ira, sino porque su alma dolía, su corazón se desmoronaba. Todo él estaba deshecho. Su juicio lo guiaba. Titubeó, más sin embargo, escribió:
“Mi querida Serena, lo siento, no podré hacerlo. Debí suspender la boda con antelación, pero he sido un cobarde y mereces a alguien mejor. Espero que algún día puedas perdonarme por romperte el corazón, deseo que encuentres a un buen hombre que te haga feliz y sea digno de ti.
Jacob Cooper.”
Rápidamente dobló el papel y descolgó el teléfono de la mesita en su habitación. Hizo una primera llamada para pedir un taxi, con él enviaría la nota. Luego, hizo una más.
—Diga…
—¿Es usted Agustín Gutiérrez? —preguntó con urgencia interrumpiendo al hombre.
—¿Con quién hablo?
—Habla Jacob Cooper. ¿Me recuerda?
—¡Oh! Si, por supuesto. Aunque haya pasado mucho tiempo, recibí instrucciones específicas para atenderte. No lo podría olvidar.
—Tengo entendido que hace todo tiempo de trabajos. No solo los documentos que pueda necesitar. Hace más que eso. ¿Es cierto?
—Si… —contestó algo dudoso— ¿Desea algo en particular?
—Necesito que alguien venga a limpiar la sala de mi casa…
—Ah, bueno, podría recomendarle a un par de domésticas que conozco.
—No me refiero a ese tipo de limpieza —dijo secamente—. Estoy dispuesto a pagar muy bien por el trabajo.
Hubo silencio, el hombre entendió perfectamente a qué se refería.
—Le puedo asegurar que nadie los va a extrañar, ni siquiera son de este país —continuó—. En todo caso, si alguien llegara a buscar a un culpable sería a mí, y asumo las consecuencias.
Agustín Pedraza sabía su origen y de qué huyó. Él mismo elaboró cada documento para su nueva vida. Conocía lo suficiente la historia como para tener la certeza de cuál era el proceder de los sujetos en la sala de su casa.
—Okey… —respondió e hizo nuevamente una pausa— Tengo contactos que pueden hacer ese tipo de encargos, pero ¿esto se convertirá en algo recurrente?
—No, espero que no.
Unos minutos más tarde Jacob estaba tras el volante de su deportivo, después de haber enviado la nota al lugar donde se daría la boda y se suponía que debería estar Serena a esa hora. Él apretaba el volante con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos y la venda que envolvía parte de su mano derecha para cubrir sus cortes empezaba a mostrar puntos de sangre en el dorso, pues, sus heridas parecían abrirse. Puso el auto en marchar y salió a toda velocidad. Necesitar irse lo más lejos posible de ese lugar.
Jacob conducía sin un destino fino, sin planes o expectativas, ni siquiera sabía si volvería a casa después de que estuviera limpia. Consideraba improbable qué volviera a ver ese hogar de la misma manera. Conducía con la mirada vidriosa fija en la carretera, pero no estaba concentrado en ella, solo se estaba dejando llevar, como si el auto lo pudiera decidir. Reproducía su vida en su memoria desde que se alejó de su familia, lo mucho que se esforzó y lo que consiguió. Eso fue satisfactorio. Luego recordó la llegada de Serena a su existencia, una paciente con las piernas y caderas deshechas debido a un accidente, con todos los indicativos de que nunca volvería a caminar, pero le demostró cuán equivocados estuvieron todos los especialistas que llevaron su caso. Incluyéndolo, fue uno de los más escépticos. Sintió admiración por esa tenacidad para conseguir lo que todos decían que era imposible, esa fiereza para defender su convicción con un rostro cargado de inocencia. Terminó derritiendo su muro de hielo de una manera de la que no se percató.
Él también recordó la ilusión de Serena cuando hablaban de su boda, de los planes que hacía para su vida futura juntos, lo emocionada que la vio después de que escogió su vestido de bodas, cómo contaba los días y luego las horas para el gran día, y su voz enérgica pero dulce aquella misma mañana cuando hablaron por teléfono. Pensó en que pasara lo que pasara ella no merecía que la dejara plantada a minutos antes de la boda, al menos merecía una explicación.
Abruptamente, Jacob tomó el primer retorno con el que se topó para devolverse. Necesitaba ver a Serena. Necesitaba contarle la verdad, aunque después de eso no quisiera volver a verlo.
Él había perdido la noción del tiempo, desconocía que había conducido por más de una hora. También ignoraba cuánto se rompió el corazón de aquella chica llena de ilusiones, cuando leyó esa nota justo cuando faltaba menos de una hora para que se encontraran en el altar. Igualmente desconocía las decisiones imprevistas de un padre que no deseaba ver a su hija pasar vergüenza ante los invitados por haber sido plantada. Un padre también lastimado con cada lágrima derramada por el llanto desgarrador de su única hija. ¿Cómo podría saberlo?
Aunque había oscurecido, Jacob llegó al lugar, ajeno al tiempo que había transcurrido, como si de algún modo se hubiera desconectado de la realidad y pensara que las horas se detuvieron mientras condujo en su auto. No quería ser visto por nadie, solo quería llegar a la habitación en donde se suponía se arreglarían los novios antes del evento, así que se escabulló por los jardines laterales. Se detuvo abruptamente cuando se encontró con que igualmente se efectuaba una boda.
En el jardín, en medio de la decoración con dos grandes pilares blancos al estilo romano que formaba parte del altar y de fondo una romántica fuente de agua, se hallaba Serena con alguien más, el hombre tenía un rostro familiar, pero Jacob desconocía su nombre. Ella estaba de espaldas a él, pero estaba seguro de que se trataba de Serena, su voz era inconfundible. Su corazón se estrujó, era un dolor diferente al que sintió horas antes en su casa, pero se quedó congelado observando más, a escondidas, entre los arbustos, pudiendo intervenir, aunque se armara un alboroto. Todavía estaba a tiempo de hacerlo, pero en cambio, solo se quedó petrificado escuchando al sujeto decir sus votos sin titubeos, como si hubiese estado preparado para suplantarlo, después escuchó a Serena hablar pausadamente y carente de emoción, tan bajo que casi no se escuchaba. Eso pudo haber sido un indicativo de que ella no era dichosa con esa ceremonia, pero Jacob tampoco dio un paso adelante para intervenir. Él presenció cuando ambos cuchichearon después de que ella se quedó enmudecida por unos segundos. Más señales que él pudo aprovechar. No lo hizo.
Fue testigo de cuando hubo en “si acepto” de ambas partes, intercambios de alianzas y un beso en la mejilla de Serena de su nuevo esposo. Jacob finalmente retrocedió. Se tambaleó de la impresión como si hubiese estado ebrio. Se sujetó de algunas ramas como si hubiera recibido los disparos que él hizo más temprano. Había dolor y un debate interno entre la razón y su “monstruo interior” que se asomaba por segunda vez ese día para susurrarle.
«Fue mi culpa. Yo envié esa nota.»
«No. Ella me traicionó.»
Cuando Jacob inició su relación con Serena decidió interrumpir su medicación, bajo el espejismo de que se sentía bien, cómodo, o la creencia absurda de que se trataba de una especie de milagro y estaba curado. Quitó el cerrojo que mantenía su ira tras las rejas.
Igualmente suspendió estrepitosamente las sesiones de psicoterapia que inició poco después de llegar a ese país. Su terapeuta era el cofre de todos sus secretos que no quería que Serena descubriera.
Abrió la jaula.