DUKE
La cara de Isabel es un poema cuando ve todos los regalos que le ha comprado mi hijo. A pesar de que lo veo desde las cámaras del móvil mientras voy en el coche, puedo ver un rubor en sus mejillas.
La verdad es que le ha comprado de todo. Cuando ella le dice que no puede aceptarlo, mi hijo finge tristeza y ella termina por ceder. Mi hijo sabe muy bien jugar sus cartas. Lo hace conmigo también.
Esta mañana estoy enfadado, quería pasar algo de tiempo con Enzo pero las obligaciones criminales no descansan, sobre todo las que tienen que ver con los Rusos.
Cuando llego a casa por la tarde, no veo a nadie. Le pregunto a uno de los guardias y me dice que todos están en el ring con cara compungida. Eso solo puede indicar una cosa que Miguel ha hecho de las suyas.
Cuando llego al lugar y me encuentro a un montón de soldados vestidos para pelear, incluso hay personal del servicio. Todos apostando como si mi casa fuera un ring de peleas callejeras. Las chicas jóvenes del servicio miran con ojos seductores a varios soldados y ellos se pavonean delante de ellas.
Cuando me acerco un poco más, algunos soldados me ven y dicen ‘el jefe’ mientras que todos se incorporan y me saludan con respeto. Ignoro todas las caras que me observan porque en lo único para lo que tengo ojos es a Isabel vendando las manos a mi amigo, que se prepara para un combate.
Mi amigo repara en mi presencia, se gira hacía Isabel y le dice algo. Ella le da le pone una cantimplora en la boca, el bebe mientras ella la sostiene y cuando termina le seca con una servilleta el agua que le cae a la barbilla.
Le clavo una mirada fulminante, a lo que él responde con una sonrisita, de esas que me toca los cojones.
Enserio, te juro que no sé porque somos amigos. Ahora mismo le arrancaría los intestinos y se los haría comer.
Por la cara que pone mi hijo, piensa lo mismo.
Como no puede ser de otra forma, mi amigo dice mi nombre e Isabel me mira, parece confusa, seguramente por mi cara de pocos amigos.
Todos me miran por miedo a que los mande a todos fuera y finalice la ronda de peleas. Seguramente piensan ganar dinero con las apuestas.
—Duke, amigo. Por fin llegas…
—¿Qué hacéis todos aquí?—digo mirando a los soldados de mi alrededor. Bajan la cabeza y nadie se atreve a hablar.
—Bueno, Duke, no te pongas así…ya sabes, es navidad. Los chicos querían jugar un poco.
—¿Los chicos o tú…?
—Me pillaste; estaba aburrido… Se lo comenté a tu mujer y le gustó mucho la idea. Y, para que lo sepas, fue ella quien propuso las apuestas.
Me pregunto por qué quería apostar si le he dado una Black Card. ¿Tanto le desagrada usar mi dinero?
—¿Es eso cierto?—digo mirándola a los ojos.
—Tenía curiosidad…nunca he visto una pelea como estas, sin reglas…—dice intentando sonar despreocupada.
Me giro hacía mi amigo y le digo:
—Tú y yo.—Miguel sonríe, porque seguramente ha conseguido lo que quiere.—Si mia moglia quiere una buena pelea, se la daremos.
Le voy a borrar esa estúpida sonrisa de la cara.
Los soldados vitorean a mi alrededor eufóricos. Saben que si nos enfrentamos Miguel y yo la pelea va a ser intensa, lo que se traduce en diversión para ellos.
Estoy enfadado, y no es porque los soldados hayan dejado sus responsabilidades por las peleas, al fin y al cabo, es navidad, sino por la idea de que Isabel y mi hijo se haya pasado el dia con ese idiota mientras que yo estaba trabajando.
Esta pelea me va a venir bien para liberar la tensión de mi cuerpo.
Los soldados emocionados le dicen a Isabel sus apuestas y ella las apunta concentrada en una libreta y recoge el dinero.
Mi hijo no le quita el ojo de encima. Está más atento a ella que su propio guardaespaldas.
Me desabrocho los botones de las mangas y me saco la camiseta con un tirón. Le ordeno a un soldado que me traiga unos pantalones para pelear. Cuando llega a mi lado con lo que le he pedido, aflojo el cinturón, deslizo mis pantalones hasta las rodillas y los empujo con los pies hasta que caen al suelo.
Miro a Isabel y luego bajo la vista a mis manos; sin necesidad de decir nada, entiende que debe venir a vendarmelas.
Me dedica una mueca de desagrado, que ignoro sin pestañear.
Igual que en la cena de Navidad, voy a recordarle cómo debe comportarse frente a los demás.
No tiene aprendida la lección, es mi obligación recordarsela.
Me incorporo y muevo las manos, comprobando que las vendas están firmes. El corazón late frenéticamente, no sé si por los nervios o por lo que voy a hacer a continuación.
Ella evita mirarme, pero eso no me detiene: le tomo la barbilla y aplasto un beso breve y firme sobre sus labios, reclamando ante todos lo que es mío.
Después, sin apartar la mirada, dejo caer una palmada seca en su trasero.
Miguel mira nuestra interacción y abre los ojos sorprendido.
Ella se queda rígida, con los ojos muy abiertos y un temblor apenas visible en los labios seguramente porque no se lo esperaba. Mira a su alrededor; el ambiente, cargado de expectación, le recuerda que no está sola.
Traga saliva y dibuja una sonrisa fingida nada convicente.
Empiezo a calentar, el sudor empieza a perlarme la piel, los músculos se tensan y el corazón golpea con fuerza; siento la adrenalina recorrer mi sistema circulatorio, lista para estallar en el primer movimiento.
—Esto va a ser divertido… ¡Auuuh! —vocifera Miguel.
La muchedumbre grita de emoción eufórica.
Qué empiece la pelea.