El amanecer llegó con un silencio extraño.
Uno que no pertenecía al castillo.
Ni los sirvientes cuchicheaban.
Ni las cocineras cantaban.
Ni siquiera las chimeneas parecían querer encenderse.
El aire pesaba.
Y yo sabía por qué.
Mi hermano no salió de su habitación desde la noche anterior.
No bajó a desayunar.
No pidió ver a Niamh.
No mandó a llamar a nadie.
Ese silencio era más peligroso que cualquier grito.
A media mañana, una criada se acercó a mí con una torpeza sospechosa.
—Los ancianos… —tragó saliva—. Le piden que acuda al salón del consejo.
No era una petición.
Era una orden disfrazada.
Caminé hasta la sala donde se reunían los ancianos del clan: ese lugar donde las decisiones se tomaban en voz baja y los destinos se sellaban con miradas.
El mismo salón donde mi padre, años atrás, evitaba pronunciar mi nombre.
Cuando entré, ya estaban todos sentados.
Cinco ancianos envueltos en pieles.
Rostros arrugados por el tiempo, y ojos afilados por el poder.
Mael estaba allí también.
Apoyado contra una columna.
Con los brazos cruzados.
Con una expresión que me advirtió sin palabras.
Peligro.
El anciano más viejo —Tharan, el que olía siempre a humo y a hierbas secas— fue el primero en hablar.
—Bais —dijo con una calma que nunca presagiaba nada bueno—.
Toma asiento.
No me senté.
Prefería mantenerme de pie.
Listo para lo que fuera.
Tharan entrelazó los dedos.
—Tu hermano ya no es el mismo.
Su juicio… está comprometido.
Mi estómago se contrajo.
Sabía hacia dónde iban.
Otro anciano, Eoghan, añadió:
—Ha actuado con impulsividad, movido por celos y debilidades impropias de un heredero.
El clan Ardan observa.
Si ven flaqueza, atacarán.
Yo apreté la mandíbula.
—¿Y qué esperan de mí?
Tharan inclinó la cabeza, con una sonrisa que no me gustó nada.
—Un líder debe ser fuerte.
Ecuánime.
Querido por el pueblo.
Y tú… lo eres más que él.
Un murmullo aprobador recorrió la mesa.
Eoghan apoyó ambas manos sobre el bastón:
—No hablamos de traición, muchacho…
Hablamos de supervivencia del clan.
Otro anciano intervino:
—Tú podrías ocupar el lugar que él no sabe honrar.
Mi sangre se heló.
—Yo no soy el heredero —dije, firme.
Tharan ladeó la cabeza.
—Quizá no por ley…
Pero sí por destino.
Eoghan clavó su mirada en mí.
—Bais, el pueblo ya murmura que serías mejor líder que tu hermano.
Y los dioses, según la profecía, te señalan a ti.
Es el momento de escuchar lo que está claro para todos.
El silencio posterior fue un arma.
Yo lo rompí.
—No usaré la herida de mi hermano para tomar su lugar.
Tharan chasqueó la lengua.
—No es usarlo, hijo…
Es salvarnos de él.
Mael dio un paso al frente.
—Basta —gruñó—.
No manipulen al muchacho.
Los ancianos lo ignoraron.
—Piensa en el clan, Bais —insistió Eoghan—.
Tu hermano se ha dejado llevar por emociones que pueden matarnos a todos.
Apreté los puños.
Porque, por primera vez, entendí que esto no tenía que ver solo con celos o rivalidades.
Era política.
Poder.
Ambición.
Las mismas cosas que me habían negado desde que respiré por primera vez.
Tharan habló más bajo, pero cada palabra fue un golpe:
—Todo lo que debes hacer…
es no oponerte cuando llegue el momento.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
"El momento."
Sabía perfectamente qué quería decir.
El aire se volvió irrespirable.
Y entendí, con absoluta claridad, que aquel consejo no buscaba un heredero.
Buscaba un reemplazo.
Cuando la reunión terminó, o cuando los ancianos decidieron que ya habían sembrado suficiente veneno por esa mañana, me hicieron un gesto para que me retirara. Nadie alzó la voz. Nadie me despidió. Nadie se atrevió a decir mi nombre.
Pero todos me miraron como si esperaran que, en cualquier momento, aceptara convertir su ambición en mi destino.
Crucé la puerta del salón sin mirar atrás.
El pasillo estaba vacío, pero sentía sus miradas pegadas a mi nuca como manos invisibles.
No di dos pasos antes de escuchar a Mael:
—Bais.
No era un llamado.
Era un aviso.
Me giré.
Mael se acercó con expresión grave, más pálida de lo habitual, como si lo que acababa de escuchar lo hubiera envejecido de golpe.
—No vuelvas a entrar ahí solo —dijo, sin rodeos.
—No tenía opción —respondí.
—Siempre tienes opción —replicó él, con una dureza que solo usa cuando la vida corre peligro—. Pero ellos quieren hacerte creer que no.
Me recargué contra la pared de piedra, sintiendo el peso de todo lo que acababan de intentar colocar sobre mis hombros.
—Quieren usarme —dije.
—Quieren usarte y después culparte —me corrigió Mael—. No confundas halagos con trampas. Lo que te ofrecen no es un trono: es un pozo. Y esperan que saltes.
Respiré hondo, intentando ordenar lo que sentía.
—Dicen que mi hermano no es apto —admití—. Que los clanes miran. Que la profecía…
Mael soltó un gruñido exasperado.
—La profecía la sacan cuando les conviene. ¿Dónde estaba cuando eras un niño? ¿Dónde cuando te golpeaban por existir? Ahora sí la recuerdan, claro. Ahora que quieren mover piezas.
Me miró, directo, sin suavizar nada:
—Bais, prométeme algo.
No aceptes ningún “destino” que no hayas elegido tú.
Apreté los puños.
Sentí la rabia subir, pero también un tipo de claridad dolorosa.
—No quiero lo que ellos quieren darme.
—Lo sé —respondió Mael—. Y por eso te lo quieren empujar entre las manos. Porque un líder que no desea el poder… es más fácil de moldear.
Eso me golpeó más que cualquier lanza.
—Necesito hablar con mi hermano —dije de pronto.
Mael negó con la cabeza.
—No ahora. Está herido. Humillado. Furioso. Y lo que vio… —su voz bajó—. Lo que vio podría hacer que no te escuche nunca más.
Tragué saliva.
El recuerdo del pasillo, de su mirada rota, me cortó por dentro.
—No pienso traicionarlo —dije con firmeza.
Mael apoyó una mano en mi hombro.
Pesada.
Real.
Como la de un padre que nunca tuve.
—Entonces prepárate —murmuró—.
Porque el consejo intentará hacerlo por ti.
Sus palabras quedaron clavadas en mi mente mientras él se alejaba.
Un destino impuesto.
Un hermano que me odia.
Un clan que murmura mi nombre.
Y una mujer que no debería pronunciarlo… pero lo hace.
Por primera vez, sentí que no había camino seguro.
Solo senderos que podrían quemarlo todo.
No tuve tiempo de respirar después de hablar con Mael.
De camino a los establos —quería limpiar la cabeza, aunque fuera oliendo a paja y tierra húmeda— escuché voces al final del corredor que lleva a la sala de armas.
Voces tensas.
Cortantes.
Peligrosamente familiares.
Me detuve sin querer.
No porque quisiera escuchar…
sino porque reconocí una de ellas.
Mi hermano.
Y la otra…
Eoghan, uno de los ancianos que minutos antes intentaba hacerme “heredero” por conveniencia.
Di un paso más cerca, pegándome a la pared, escuchando sin respirar.
—No vuelvas a insinuarlo —la voz de mi hermano estaba rota, pero no por el dolor físico—.
Ni en broma.
—Mi señor —replicó Eoghan, con esa falsa cortesía que usaba cuando planeaba puñaladas—. Solo repetí lo que el consejo ha observado. Su recuperación es lenta. El clan necesita un líder fuerte.
Mi hermano soltó una risa amarga.
Una risa que jamás le había escuchado.
—¿Fuerte… o manejable?
Eoghan vaciló.
Eso ya era respuesta.
Mi hermano continuó:
—Ya sé lo que pretenden.
Ya sé a quién están mirando cuando creen que no veo.
Sentí que el aire se me clavaba en el pecho.
Sabía perfectamente de quién hablaba.
De mí.
Eoghan lo negó con suavidad.
—Nadie está hablando de reemplazos…
—¡Mientes! —rugió mi hermano, y algo se derrumbó dentro de la sala—.
Siempre lo supiste.
Siempre supieron que él sería una amenaza.
Desde que la maldita druida abrió la boca.
Yo cerré los ojos.
Sentí el recuerdo del beso con Niamh atravesarme como un cuchillo.
Sentí su mirada sobre mí aquella noche…
y su mirada ahora, rota, oscura.
—Mi señor, por favor… —Eoghan intentó calmarlo.
—¿Qué más dijeron? —preguntó él, con un filo mortal en la voz—.
¿Que debía apartarme?
¿Que el bastardo sería mejor heredero?
Mi corazón se hundió.
Eoghan tragó saliva.
—Solo… discutimos posibilidades.
Un golpe seco resonó dentro de la sala.
Algo chocó contra la mesa.
O alguien.
Mi hermano habló con un hilo de voz que me heló la sangre:
—Escúchame bien, anciano.
No permitiré que hagan de mí un títere…
ni de él un rey.
Hubo un silencio brutal.
Después, añadió:
—Y si cualquiera vuelve a susurrar que él es más apto que yo…
no responderé por lo que haga.
Mis piernas se tensaron.
Quise entrar.
Quise explicar.
Quise decirle que yo no quería nada.
Ni su trono, ni su lugar, ni la guerra que él imaginaba.
Pero entonces Eoghan respondió:
—Su comportamiento reciente… no ayuda a calmar los murmullos.
Dicen que lo encontraron… demasiado cerca de alguien a quien no debía.
El mundo se me cayó encima.
Mi hermano no habló durante varios segundos.
Cuando lo hizo, sonó como una sentencia:
—Si vuelvo a verlo cerca de ella…
te juro por los dioses que no seré yo quien caiga.
Eoghan bajó la voz.
—¿Y qué hará, mi señor?
Una pausa.
Larga.
Oscura.
Mi hermano respondió:
—Lo que sea necesario.
Mis manos se cerraron en puños.
Porque no estaba escuchando un heredero herido.
Estaba escuchando un enemigo declarando la guerra.
Y el nombre que estaba dispuesto a destruir…
era el mío.
Salí del pasillo con las palabras de mi hermano clavadas en la piel como espinas.
"Lo que sea necesario."
Jamás lo había escuchado hablar así.
No como heredero.
No como hermano.
Sino como hombre dispuesto a cruzar un límite que no debería existir entre sangre.
No sabía si ir a enfrentarlo o esconderme de él.
No sabía si debía hablar con Niamh o apartarme para siempre.
No sabía nada.
Excepto esto:
Ya no éramos dos hermanos criando resentimientos.
Éramos dos amenazas caminando hacia un choque inevitable.
Al llegar al patio interno, escuché voces a un lado del corredor que lleva al salón del consejo. Voces tensas. Más que antes. Un murmullo profundo, nervioso, como cuando una tormenta está a punto de romper el cielo.
Me acerqué sin hacer ruido.
Los ancianos discutían entre ellos.
—No podemos esperar más —dijo Eoghan, golpeando su bastón contra el suelo—. Él está inestable. Si se entera de todo lo que hemos hablado…
—¡Ya se enteró! —respondió Tharan—. ¿No oíste cómo nos habló? El heredero está perdido en sus celos. No piensa con la cabeza.
—Pero él es el legítimo —intervino una anciana de voz quebrada—. Si apoyamos al bastardo, será traición abierta.
—No es traición si el clan lo exige —replicó Eoghan.
—El clan no lo ha exigido todavía —gruñó otro anciano.
—Pero lo hará —respondió Tharan, bajando la voz—. Ya circulan rumores. Dicen que Bais salvó al heredero durante la cacería. Que es prudente, fuerte, y que la profecía…
—¡Dejen de usar la maldita profecía! —interrumpió la anciana, con una desesperación que me tomó por sorpresa—. No saben lo que dicen. Los dioses no juegan a estos juegos humanos. Si nos equivocamos, traeremos la ruina.
Un silencio tenso siguió a sus palabras.
Yo me quedé quieto, sin atreverme a mover un músculo.
Eran cinco voces.
Cinco voluntades divididas en dos bandos.
El consejo del clan, que durante generaciones había tomado decisiones como un solo cuerpo, ahora se resquebrajaba por dentro.
Por culpa de celos.
Ambición.
Y yo.
—El heredero actuará contra Bais —dijo Eoghan, con absoluta certeza—. Lo vimos en sus ojos. Si dejamos que eso ocurra, perderemos al único hombre que podría salvar al clan cuando llegue la guerra.
—O lo perderemos todo si apostamos por el equivocado —respondió la anciana.
Tharan la miró con dureza.
—El equivocado no es Bais.
Un murmullo recorrió la sala.
—Esto es una locura —susurró otro anciano.
—No —corrigió Tharan—. Esto es supervivencia.
Hubo un golpe seco.
Alguien levantó la mano.
Una señal.
—Entonces que se decida —dijo Eoghan—.
¿Quién debe liderar si el heredero cae?
La anciana lo miró horrorizada.
—¿Quieres que lo votemos?
¿Así, sin más?
¿Como si el destino fuera una silla que mover de sitio?
Eoghan respondió sin pestañear:
—El destino se mueve con las manos que se atreven.
El silencio que siguió fue mortal.
Uno de los ancianos asintió.
Otro negó.
La anciana lloraba en silencio.
Tharan me buscó con la mirada —como si supiera que estaba allí, aunque no podía verme— y dijo:
—Él no pidió este lugar.
Pero tampoco huyó cuando la vida se lo negó todo.
Y entonces, por primera vez en mi vida, escuché mi nombre pronunciado no como maldición.
Ni como advertencia.
Sino como posibilidad.
—Bais.
Mi pecho se apretó.
Porque comprendí, con un vértigo que me dejó sin aire, que ya no era cuestión de si mi hermano quería destruirme.
Era cuestión de si el consejo estaba dispuesto a protegerme…
o a usarme.
Y lo peor:
No sabía qué opción era más peligrosa.
Salí de las sombras antes de que alguien pudiera verme.
El aire frío del patio me golpeó de frente.
No sabía si correr.
No sabía si rezar.
No sabía si buscar a Niamh.
Solo sabía una cosa:
El clan acababa de dividirse.
Y yo estaba en el centro de la g****a.