La cacería

2320 Words
El alba llegó teñida de un rojo extraño, como si los dioses hubieran decidido advertirnos antes de que saliéramos del castillo. El clan Beleño no creía en señales… pero yo sí. Sobre todo desde que la piedra del altar brilló bajo mis manos. Los patios estaban llenos antes de que el sol asomara. Guerreros afilando lanzas, jóvenes presumiendo de puntería, ancianos repasando normas que nadie escuchaba. Las cacerías siempre habían sido un espectáculo, una forma elegante de medir hombrías y territorios sin declararlo en voz alta. Para mí, era otra cosa. Una excusa para demostrar que sigo vivo. O un escenario donde mi hermano disfruta intentando arrastrarme al ridículo. Lo vi salir de la torre principal con su capa nueva, rodeado de hombres que reían sus bromas antes de escucharlas. Niamh caminaba unos pasos detrás, con un abrigo de piel claro y la cabeza cubierta. No debía destacar, pero destacaba. Incluso en medio de la neblina. Su mirada rozó la mía sólo un instante. Bastó. El pecho me ardió como si me hubiera golpeado un tronco encendido. Mael se acercó a mí, ajustando su arco. —Hoy procura no morir —murmuró, como si hablara del clima—. El clan no sabría qué hacer si la profecía se cumple antes de tiempo. Rodé los ojos, pero él no estaba de humor para bromas. Yo tampoco. El jefe del clan —mi padre— montó su caballo y alzó la mano para dar inicio. Mis dedos se apretaron en torno al mango de mi lanza. No había hablado conmigo en días. Ni falta hacía: su silencio lo decía todo. En cuanto el cuerno sonó, los caballos se agitaron, los perros ladraron, y la comitiva avanzó hacia el bosque. Yo me quedé atrás, como era mi lugar: ni guerrero oficial, ni hijo reconocido, ni invitado. Una sombra más entre árboles viejos. Pero ella… no dejó de mirar hacia donde yo estaba. Y mi hermano se dio cuenta. Lo vi tensar la mandíbula, como si cada gesto de ella fuera un insulto dirigido a su orgullo. Ese orgullo que siempre había llevado encima como un escudo. El bosque estaba extraño ese día. Demasiado silencioso. Demasiado quieto. Como si guardara un secreto que nadie quería escuchar. Ajusté mi capa y seguí la comitiva desde la retaguardia, sintiendo que algo oscuro nos acompañaba entre los árboles. No sé si fue la profecía, el viento, o el peso de mis propios presentimientos, pero un pensamiento cruzó mi mente con claridad: Hoy no cazamos solos. Y los dioses… nunca olvidan cobrar sus deudas. El bosque siempre había sido un viejo amigo. Sabía cuándo respiraba, cuándo dormía, cuándo guardaba silencio… pero aquella vez no estaba dormido. Estaba conteniendo el aliento. Avanzábamos entre troncos altos y húmedos cuando los perros, de golpe, dejaron de ladrar. No fue un silencio natural. Fue uno tenso, afilado, como una cuerda a punto de romperse. Mi caballo dio un paso inquieto. El aire olía distinto: hierro, humedad… algo más. Mi hermano levantó la mano para que todos se detuvieran, pero los perros comenzaron a gruñir hacia un punto concreto del bosque. Un punto demasiado oscuro incluso para esa hora. —No me gusta esto —murmuré entre dientes. Mael giró la cabeza hacia mí. —Tú nunca dices que no te gusta algo —susurró—. Eso no augura nada bueno. No pude responder. Porque entonces ocurrió. Un rugido seco partió el ambiente. Los caballos se encabritaron. Las ramas crujieron como huesos rotos. Y algo enorme salió de entre los árboles. No era un ciervo. No era un lobo. Era un jabalí descomunal, más grande que cualquiera que hubiera visto en mi vida, con los colmillos largos como dagas y la mirada envenenada de quien ha sido acorralado demasiado tiempo. Los hombres gritaron órdenes. El animal embistió con la furia de un dios menor. Mi hermano apenas tuvo tiempo de girar el caballo. El jabalí lo alcanzó en la pierna, derribándolo de la montura. Niamh gritó su nombre, rompiendo por primera vez la compostura perfecta que siempre llevaba como armadura. Quise correr hacia él, hacia ellos… pero el animal volvió a embestir, directo a la comitiva. Uno de los perros voló por los aires. Un soldado cayó bajo el peso brutal del animal. Todo era caos, ramas, sangre y tierra levantada como un torbellino. Mi instinto viejo —ese que nunca perteneció a un simple sirviente— despertó. Apreté la lanza y me lancé hacia el costado del monstruo, con una mirada rápida hacia donde Niamh sostenía las riendas de su caballo, pálida como la luna. No vas a morir hoy. No mientras yo respire. El jabalí giró hacia mí, colmillos manchados. Sentí que los dioses me miraban. Corrí. No hacia atrás. Hacia él. La bestia bajó la cabeza para embestir. Y yo clavé la lanza… no donde debía un cazador, sino donde un guerrero entrenado sabría que la carne cede: bajo la mandíbula, hacia arriba. La lanza tembló en mis manos. El animal también. Me arrolló el peso, me golpeó la espalda, me lanzó contra un tronco. El mundo giró. El bosque rugió encima de mí. Pero cuando mis oídos dejaron de zumbar, escuché algo más fuerte que todo el caos. El grito de mi hermano. El jadeo tembloroso de Niamh. Y supe que aún no había terminado. Porque salvarlos… siempre sería mi maldición. Me incorporé respirando como si el bosque me hubiera tragado y escupido. La espalda ardía, las costillas dolían y tenía la sangre del jabalí en las manos… pero estaba vivo. El monstruo yacía muerto a un par de metros, aún temblando. Los perros ladraban con desesperación. Los hombres gritaban nombres, órdenes, plegarias. Y entonces escuché el que me partió en dos: —¡Mi hermano! ¡Mi hermano está herido! El grito vino de uno de los guardias. Pero la voz que respondió, desgarrada, fue la de ella. —¡Traed agua! ¡Él sangra demasiado! El corazón me golpeó como un tambor de guerra. Me lancé hacia la colina donde había caído mi hermano. Lo encontré rodeado de hombres, pero ninguno sabía qué hacer. La pierna le brotaba sangre oscura, y su caballo había huido. Tenía la mirada perdida, el orgullo roto, la vida escapándosele entre los dedos. Y junto a él, de rodillas en la tierra húmeda, estaba Niamh. El abrigo manchado, las manos temblorosas. —No… no se muere hoy —susurré sin pensarlo. Ella levantó la cabeza al oír mi voz. No fue alivio lo que vi en sus ojos. Fue fe. Fe en mí. Y eso dolió más que cualquier herida. —¡Apartaos! —gruñí a los hombres que lo rodeaban. No tenían por qué obedecerme. Pero lo hicieron. Me arrodillé junto a mi hermano. Él abrió los ojos apenas un segundo… y me vio. —Tú… —escupió con la poca fuerza que tenía—. Tú no. —Cállate —le devolví—. Aún no te he salvado. Presioné la herida con mis manos. El calor de su sangre me recorrió los antebrazos. Mi hermano gritó, pero en su mirada había algo nuevo: miedo. No de mí. De morir antes de tiempo. —Necesito fuego para cerrar la herida —ordené—. Y agua limpia. ¡Ahora! Los hombres se movieron, chocando entre sí. Niamh se quedó a mi lado, respirando rápido. —¿Va a vivir? —preguntó, con la voz más frágil que la había escuchado jamás. —Mientras yo respire —dije—. Vivirá. Ella apretó los labios. Un brillo tembló en sus ojos, una emoción que no podía nombrar sin desafiar a todo el clan. —Bais… —susurró. Yo no debía mirarla. No en ese momento. No nunca. Pero lo hice. Y lo que vi en su rostro me rompió de una forma que ni el jabalí hubiera logrado. Respiré hondo y volví a la herida. La venda improvisada se empapó enseguida, así que coloqué otra encima, usando toda la presión que mis manos podían ejercer sin desmayarlo. —Aguanta —le dije a mi hermano entre dientes—. Todavía no es tu día. El fuego llegó. El agua también. Sellé la herida con un hierro al rojo vivo mientras él gritaba como un animal. Los hombres lo sostenían. Niamh cerró los ojos, incapaz de mirar. Cuando terminé, mi brazo temblaba. La sangre del jabalí, la de mi hermano, la mía… todo se mezclaba. Me aparté un paso para respirar. Mi hermano, pálido pero vivo, me miró con una mezcla incomprensible: odio, deuda, humillación. Y debajo de todo… miedo de saber que dependía de mí. Pero no fue él quien habló. Fue ella. —Gracias, Bais —dijo Niamh, apenas un hilo de voz. Me giré. Y ahí estaba. Mirándome como si hubiera visto a un dios bajar del cielo. O a un hombre capaz de desafiarlo. Sentí que el mundo se contraía. El bosque, la lluvia, los gritos… nada importaba. Solo ella. Solo ese gracias que jamás debí escuchar. Respiré como si me faltara aire. —No fue por él —confesé, sin poder detener las palabras—. Fue porque estabas tú. Niamh abrió los ojos como si la hubiera golpeado. Mi hermano también lo escuchó. Y en su mirada… nació una sombra. La peor de todas.El camino de vuelta al castillo fue un desfile silencioso de respiraciones rotas y pasos pesados. Mi hermano iba en una camilla improvisada, pálido como la nieve que amenazaba caer. Los hombres caminaban a su lado, algunos murmurando plegarias, otros evitando mirarme. Yo iba detrás. Solo. Como siempre. La adrenalina se apagó cuando pasamos la puerta principal. Entonces sentí el golpe de verdad: mi espalda ardía, mi costado palpitaba y la lanza me había dejado un corte que sangraba sin avisar. Nadie lo notó. O quizá nadie quiso notarlo. En la confusión del recibimiento, aproveché para desaparecer en uno de los pasillos laterales. Mi cuerpo empezaba a temblar y no sabía si era por la herida… o por todo lo que había dicho frente a ella y a él. Entré en la despensa vacía de la cocina. Me apoyé contra la pared, apretando los dientes cuando el dolor cruzó mi costado como un rayo. —Eres un idiota —murmuré para mí mismo. Me quité la capa, intentando ver la herida. El corte era más profundo de lo que pensé. La camisa se había pegado a la piel. Cuando intenté levantarla, la sangre volvió a brotar. —Déjame ayudarte. Me quedé helado. Esa voz. Esa voz que no debía estar ahí. Niamh cerró la puerta detrás de ella antes de que pudieran verla. La luz tenue del fuego se filtraba por la r*****a, iluminando su rostro preocupado. Llevaba aún el abrigo claro de la cacería y las manos manchadas de barro seco. —No deberías estar aquí —logré decir, aunque mi respiración se quebró. —Y tú no deberías estar sangrando solo —respondió. No había reproche. Solo… miedo. Por mí. Avanzó despacio, como si temiera que yo retrocediera. No lo hice. Ni podía. Traía un pequeño cuenco con agua caliente y vendas limpias. No pregunté de dónde lo había sacado. No me atrevía. —Siéntate —ordenó en voz baja. Su tono, suave pero firme, me atravesó más que cualquier herida. Obedecí. La vi arrodillarse frente a mí; sus dedos tocaron la tela pegada a mi piel y un tirón de dolor me arrancó un gemido involuntario. Ella alzó la mirada y su expresión fue… indescriptible. Dolor por mi dolor. Rabia por mi descuido. Deseo contenido. Miedo. —Perdón —susurró, con una delicadeza que nadie jamás me había reservado. —No pidas perdón —contesté—. No a mí. Sus dedos retiraron la tela con cuidado, revelando el corte. Ella contuvo el aliento, y el sonido me quemó por dentro. —Podías haber muerto —susurró. —Tú también —le devolví. Sus manos temblaron apenas un instante. Después tomó un paño limpio, lo humedeció y lo pasó sobre la herida con una suavidad que me desarmó por completo. La cercanía era insoportable. El aroma de su piel, la sombra de su respiración sobre la mía, la forma en que evitaba mirarme demasiado tiempo porque sabía lo que pasaba cuando lo hacía. —Pensé que… desaparecerías entre los árboles —admitió mientras presionaba la venda contra mi costado. —¿Y te habría importado? —pregunté sin pensar. Ella se detuvo. Su mano quedó sobre mi piel. Caliente. Real. Prohibida. —Sí —respondió. Sin rodeos. Sin máscaras. Sentí el mundo caer y reconstruirse en un solo segundo. No sé quién se movió primero. Si fui yo al inclinarme. O ella al acercarse. Pero nuestras frentes terminaron tocándose, apenas un suspiro de distancia entre nuestras bocas. Su respiración tembló. La mía también. —No podemos… —susurró ella, sin moverse—. No debemos… —Lo sé —murmuré. Pero ninguno se apartó. El silencio entre nosotros ardía más que el fuego. —Bais… —dijo mi nombre como si fuera un juramento roto. Y entonces, al otro lado de la puerta, un paso resonó sobre la piedra. Ella se apartó de golpe, guardando las vendas y bajando la capucha como si pudiera esconder el temblor de sus manos. —Nadie puede vernos juntos —advirtió, con la voz rota. —Nadie lo hará —prometí. Ella abrió la puerta un instante. La luz del pasillo la envolvió y, por un segundo, pensé que no volvería a mirarme. Pero lo hizo. Una última mirada. Cargada de todo lo que no podíamos decir. Y se fue. La puerta se cerró. El eco de sus pasos se alejó. Me quedé solo en la oscuridad, con la venda aún húmeda y el corazón ardiendo como si me hubieran marcado con un hierro. Y entendí la verdad. No era la cacería lo que había estado a punto de matarme. Era ella.
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