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1391 Words
El sonido del bolso cayendo sobre el piso, le anunció a Lizzie que sus padres habían regresado. Solían jugar al tenis por la tarde y al llegar dejaban sus cosas en el hall de entrada. Incluso cuando llevaban al menos cinco meses sin empleada, aquel hábito persistía. Lizzie se apresuró a bajar las escaleras, obviando el hecho de que seguramente debería ser ella quien se ocupara de aquellos bolsos, y los alcanzó en la cocina. -¿Cómo les fue en el partido?- les preguntó para ganar tiempo antes de anunciarles su fatídico despido. -Le ganamos a los Henderson, no entiendo porque siguen insistiendo en jugar, somos muy superiores.- le respondió su madre mientras tomaba una botella de agua de la heladera para beber de ella. -Qué bien que ganaron...- dijo Lizzie sin demasiado entusiasmo. No quería contarles que ya no tenía trabajo, no deseaba recibir sus críticas, pero sabía que no tenía opción. ¿o sí? No, no podía aceptar aquel descabellado empleo que le había ofrecido Leonardo Horton. Era una locura. Entonces su padre encendió su teléfono y oyó lo que parecía ser un mensaje. -Listo Mónica, tu madre ya fue ingresada.- le dijo a su esposa logrando que el corazón de Lizzie se acelerara aún más. -¿Qué? ¿A dónde? ¿Le pasó algo a la abuela? - preguntó temerosa. Monica suspiró y apoyando la botella sobre la mesa negó con su cabeza. -Lizzie, sé que conoces nuestra situación, no estamos bien, querida y necesitamos alquilar el departamento en el que vive tu abuela, ella ya no puede vivir sola. Tu padre ha conseguido una vacante en el hogar municipal y gracias al cielo ya fue trasladada. Es lo mejor.- le dijo con falsa pena. Lizzie comenzó a desesperar. Su abuela Elvira era la mujer que más amaba en el mundo. En ese momento todos sus momentos juntas se proyectaron en su mente como si se tratara de una película. La forma en la que la peinaba para ir al colegio, las meriendas que le preparaba, sus ojos de párpados arrugados y su sonrisa de grandes dientes blancos, sus tardes leyendo a Boileau, Pope y Schiller, sus abrazos afectuosos y sus dedos huesudos. Su abuela había logrado abordar todo el amor de familia que ella conocía. Era su persona en el mundo y no podía siquiera pensar en dejarla en un lugar así. -¿Un hogar municipal? ¿Dónde queda? ¿Cómo no me avisaron?- dijo alzando un poco el tono de su voz. Nunca lo hacía, siempre aceptaba las decisiones sin quejarse, pero con su abuela era diferente. Era todo lo que amaba en la vida y no iba a permitir que terminara en un hogar municipal. -Elizabeth, cuida el tono. Es todo lo que pudimos conseguir. Podes ir a visitarla si quieres. - le respondió Mónica girando rápidamente para demostrarle que no quería continuar con la conversación. -Por favor, mamá, no le hagas esto a la abuela.- le suplicó Lizzie inútilmente, ya que su madre continuó su camino sin siquiera voltear. -Papá. ¿Podrías darme la dirección del lugar, por favor?- le preguntó a su padre resignada. -Sí, si, ahora te la paso. Quedate tranquila, me aseguraron que van a cuidarla.- le respondió también sin mirarla mientras le compartía la ubicación por el celular. Lizzie ni siquiera le respondió, tomó su campera del perchero para salir lo antes posible. -¿Lizzie?- la interrumpio su padre alzando por fin la vista hacia ella antes de que cruzara la puerta -Si…- respondió ella deteniendo sus movimientos. -¿No deberías estar en la galería?- le preguntó su padre logrando que sus mejillas se tornaran coloradas delatando que algo escondía. Se apresuró a cerrar el cierre de su campera e imitando a su madre, quien era una experta en huir de situaciones apremiantes, le respondió co rapidez. -Hoy cerraron antes.- impostando su voz de la manera más firme que pudo. German pareció conformarse, ya que emitió una carcajada producto de un meme que había recibido y entonces Lizzie por fin logró salir de aquella casa, que cada vez sentía más ajena. Llegó a la dirección que su padre le había enviado y creyó que se trataba de un error. En la calle Belgrano, a metros de la esquina, un cartel despintado parecía decir HOGAR N° 54. Las puertas de madera resquebrajada con vidrios tan sucios que no dejaban ver el interior, se encontraban abiertas. Lizzie se detuvo unos minutos y una mujer de unos cincuenta años prácticamente la empujó para entrar antes que ella. Ni bien las puertas se separaron un olor fétido la golpeó sin previo aviso. Intentó contener el aire por unos segundos y finalmente se animó a entrar. Si su abuela realmente se encontraba allí debía sacarla lo antes posible. El interior del lugar no desentonaba con lo que su exterior anunciaba. Era una casa antigua con un patio en el centro y habitaciones improvisadas que mezclaban la vieja arquitectura del 1900 con durlock angosto adquirido en el más moderno Sodimac. El bullicio de un televisor encendido parecía relatar las noticias a lo lejos y algunos ancianos en sus sillas de ruedas parecían detenidos en el tiempo con sus tazas plásticas llenas de pan con leche tibia delante. -¿En qué puedo ayudarla señorita?- dijo una voz desde un escritorio que ni siquiera había visto. -Vengo a ver a mi abuela, la acaban de ingresar. -le respondió a la joven de uñas demasiado largas en un uniforme marrón que no conocía el concepto de la estética. -¿Nombre?- preguntó la joven leyendo un cuaderno escrito a mano. -Elvira Rodriguez.- respondió Lizzie cada vez más preocupada. -Habitación 24, es la tercera del primer piso. - le anunció la joven Lizzie subió a toda prisa por un ascensor en el que temió por su vida. Aquel lugar era horrible, comenzaba a dudar si contaba con habilitación. Llegó a la habitación con el número 24 y entró sin golpear. Si el ingreso al lugar había sido shockeante, lo que vio allí terminó de aniquilarla. Su abuela se encontraba sentada en un sillón de mimbre junto a la única pequeña ventana del lugar. Dos ancianas dormían en sus camas y otras dos estaban sentadas en sillones similares a los de Elvira. -Abu.- llegó a decir con un nudo en la garganta. No podía soportar que ese fuera el destino de aquella mujer tan buena, que tanto la había cuidado. Ella había estado en lugares peores, recordaba sus días en los hogares de acogida de menores, los había soportado creyendo que era la única forma de vivir que existía. Pero ella era fuerte, no le temía a nada. Hubiese cambiado su lugar con el de su abuela si eso hubiese podido resolver la situación. Pero no era así cómo funcionaba. -Hola Lizzie. Estoy bien, chiquita, no tendrías que haber venido. Puedo soportarlo.- le dijo su abuela demostrando su personalidad de perseverancia y resiliencia. -No, abu. No tenes que estar acá. Yo no puedo soportarlo.- le respondió Lizzie, con lágrimas en los ojos tomando su mano mientras se arrodillaba frente a ella. -Bastante haces por mi hija, no tiene porque tomar tu dinero, si quiere llevar una vida más alta de la que puede pagar, se debería hacer cargo ella misma. - le dijo Elvira acariciando su cabeza con ternura. -No me molesta darles mi dinero, siempre cuidaron de mí, me sacaron de la soledad y eso lo vale. Pero no es justo para vos. No debería tener que dejar tu departamento. No se como pero voy a lograr que te saquen de este lugar.- le dijo sin poder contener las lágrimas. Elvira intentó que sus lágrimas no escaparan, contuvo su emoción mientras secaba con el dorso de su mano las de su amada nieta. -Puedo soportarlo, chiquita.- volvió a decir con menos convicción a su pesar. Lizzie hubiera querido quedarse junto a ella todo el tiempo del mundo, pero había algo más importante que debía hacer. Si quería sacarla lo antes posible debía tomar una decisión. -Abu, te prometo que no vas a tener que quedarte. Te lo prometo por todo el amor que tenemos.- le dijo poniéndose de pie mientras secaba sus lágrimas y abandonando aquel espantoso lugar con paso firme, caminó una vez más hasta aquel edificio que albergaba su única esperanza.
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