Ecos de un pasado que se niega a dejarse ver

1623 Words
El ruido del aire acondicionado se mezclaba con el lejano sonido de la ciudad. Alondra fue abriendo los ojos poco a poco, sintió una presión en la cabeza, como si un martillo estuviera golpeando su cráneo. Los ojos le ardían, y cuando los abrió por fin, la luz del sol se filtraba débilmente a través de las cortinas del hotel, causándole una molestia bastante incómoda. Se incorporó lentamente. La cama en la que está acostada es suya, pero ni siquiera recuerda cuando corrió las cortinas menos cómo llegó allí. Un sudor frío recorrió su espalda al notar la incomodidad de su cuerpo, lo palpó debajo de las sábanas, se dio cuenta que estaba completamente desnudo. «¿Desnudo?», cuestionó en su mente mientras fruncía el ceño y miraba extrañada el techo de la habitación. Levantó las sábanas para comprobar lo que sus manos le advirtieron, y en efecto, su cuerpo estaba totalmente desprovisto de una mínima pieza de ropa. Estaba completamente desnuda. Recostó la cabeza en la almohada intentando recordar qué hizo para amanecer en ese estado, se apoyó en los codos para ver alrededor de la habitación esperando encontrar algo extraño, algo que pudiera advertirle que algo había hecho mal. Y la presión de su cabeza y luego un dolor similar a un martillazo le dio la respuesta. El efecto del alcohol. Ese enemigo potencial que tienen todos aquellos que no lo hacen aparte de su día a día. Alondra no es de tomar, y por ende, la intolerancia la vio al día siguiente. Tal como en ese momento donde se sentía como si hubiera estallado una bomba nuclear a escasos kilómetros de su humanidad, le duele como un demonio la cabeza y los ojos no soportan la luz, ni hablar de los oídos donde un leve e inusual dolor comenzaba a ser incómodo. Con los ojos cerrados, a tientas buscó sobre la cama su celular para ver la hora, no tuvo éxito. Se sentó en el borde de la cama y desde allí pudo ver en el piso justo su vestido arrugado, sus bragas y los tacones que lució la noche anterior. «¿Mis bragas?», volvió a cuestionarse y negó en desaprobación en un movimiento de cabeza. No podía creer que solo unas gotas de licor, la hicieran llevar a actuar con tanta ligereza. En su vida había dormido desnuda, salvo con los novios que ha tenido; de resto, prefiere proteger su cuerpo. Pues aparentemente la noche anterior no fue así. Asume que su nivel de ebriedad debió haber sido tal que debe agradecer llegar viva a la habitación del hotel. Por su malestar se siente extraña y percibe la habitación con un aire sombrío y poco acogedor. Trata de hacer memoria buscando tener más claridad de su pasado inmediatamente más reciente. —¿Qué demonios…? —se murmura a sí misma, sintiendo un nudo en el estómago. A pesar del dolor en su cabeza, intenta reconstruir los recuerdos, pero no hay nada. Solo vacíos. El eco de su propia confusión se le instala en la garganta. Se levanta tambaleándose y, como si tuviera más compañía enrolla su cuerpo en las sábanas, se cubrió de manera apresurada, buscando un mínimo de control. Su bolso estaba tirado cerca del pie de la cama, junto a sus tacones. Se inclinó y lo tomó. Revisó el contenido rápidamente: ahí encontró las llaves de la habitación del hotel, su celular, un labial, una polvera, y un cepillo adaptable. Siente un hormigueo en las manos mientras desbloquea su teléfono. Se espantó al ver la hora en la pantalla de su celular. Justo en ese instante la pantalla parpadea un par de veces antes de mostrarle un mensaje que por momentos le asusta: la notificación de su saldo bancario. Un número con tantos ceros que, por un momento, la deja paralizada. Su respiración se aceleró. —Esto no tiene sentido. ¿Cómo…? —intentó articular, No pudo Se sintió como si el suelo se desvanecía bajo sus pies. Con una mezcla de temor y fascinación, repitió la cifra en su mente varias veces, como si de alguna forma pudiera explicarse tal situación tan extraña. Su mente iba demasiado rápido. Estaba en shock. —¿Es una broma? ¿Qué hice? ¿Qué pasó anoche? —inquirió dejándose caer nuevamente en el borde de la cama mientras miraba la cifra en la pantalla de su teléfono—. Solo fueron unas copas, y una conversación… —hizo una pausa al darse cuenta que sí recordaba eso—, amena. Sí, sí, una conversación agradable, solo, eso ¿Tan importante es ese hombre? —cuestionó sorprendida de todo lo que pudo obtener con tan poco esfuerzo. Su estómago y la punzada en su cabeza le recordó que no fue tan poco, asumir ese papel la hizo cruzar la línea de lo que no acostumbraba, ingerir licor no es para ella. Mientras todo eso daba vueltas en su cabeza, su celular vibró con una llamada entrante. La pantalla muestra un número desconocido. Alondra lo mira, duda por un segundo, pero decide contestar. —Alondra, ¿cómo estás? —La voz al otro lado sonaba extraña, una voz femenina, como si la mujer estuviera controlando el tono de su voz, bajando la intensidad a propósito para generar más misterio. Es una mujer, pero su acento es difícil de distinguir. Un toque extranjero. —¿Quién…? —pregunta, con la garganta seca. —Excelente trabajo, querida —la interrumpe la voz femenina—. En tu cuenta bancaria está el monto final acordado. Gracias por tu profesionalismo, y por sobre todo, tu discreción —la voz enfatizó en esta última parte, lo que alertó a Alondra sobre la necesidad de mantener en secreto lo que hizo, que según ella al no tener mayor recuerdo de la noche anterior, no fue nada, pero si lo exigen, para ella, Anton, ni la noche anterior jamás han existido en su vida—. Nos alegra saber que todo salió como esperábamos. De repente Alondra se sintió más enferma, su cuerpo se sentía como si algo faltara en su mente, se estaba sintiendo como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. La desconcertante sensación de estar perdida en medio de una maraña de mentiras se apoderó de ella. ¿Qué tan importante fue lo que hizo? ¿Por qué esconder una insignificante velada a plena vista de un público observador y que como ellos hacía lo mismo? Distraerse, eso fue lo que hicieron ella y Anton en ese bar. Su mente hace un esfuerzo por recordar si había algo más, pero todo era borroso e impreciso. —¿Qué… qué está pasando? —alcanzó a preguntar, ahora con la voz quebrada—. No entiendo nada.. La mujer parece no inmutarse ante su confusión. La calma en su voz resulta inquietante. —No te preocupes, todo está bien. Ya sabes lo que hiciste, ¿verdad? Tú y Anton tuvieron una divertida… diferente —adujo en un tono de voz extraño—. Pero recuerda, lo que pasó en Nueva York, debe quedarse en Nueva York. El dinero es por tu buen desempeño. Como acordamos, no hay necesidad de más explicaciones. La mención de Anton hace que el corazón de Alondra dé un vuelco. Anton Delacroix. El político, ¿cierto? No puede recordar el momento exacto en que sus caminos se separaron la noche anterior. Pero sí que es un buen conversador, un hombre atractivo, agradable. —¿Quién eres tú? —exigió Alondra, su voz ahora temblorosa, mezclada con una pizca de desesperación. La mujer rió, un sonido que hizo eco en su mente. —Eso no es importante, querida. Lo importante es que todo salió bien. Si alguna vez necesitas algo más, sabes cómo contactarnos. Ten un buen día, Alondra. La llamada se cortó antes de que pudiera volver a responderle. El silencio que siguió fue más pesado que su malestar por la resaca . Alondra sintió como si la habitación se hubiera llenado de sombras invisibles, observándola, aguardando respuestas que no tiene. El aire le olió a duda, a un algo anda mal. Sabe que algo extraño se escondía en lo que acaba de suceder, pero no tiene idea de cómo encajar las piezas. Se acercó a la ventana del hotel, miró hacia abajo. Las calles de Nueva York se extiendían ante ella, frenéticas, ajenas a su tormenta interior. Un caos ordenado, tan distante de su confusión. Una ola de pánico la invadió de nuevo. ¿Qué hizo? ¿Por qué no recuerda? ¿Qué tanto querían frenar a Anton? El sonido del teléfono vibrando nuevamente la saca de sus pensamientos. Se agacha rápidamente para tomarlo. Un mensaje, esta vez de su amiga en Londres, preguntando si todo estaba bien en el taller de actuación. Pero Alondra no puede responder. Porque no sabe si algo de lo que ha sucedido en Nueva York era real. Ni si alguna vez podrá escapar de la sombra que la persigue ahora. Al volver a mirar la hora, se dio cuenta que perdió a primera horra de la clase de esa mañana, por lo que corrió al baño sacó una nalgésicod el botiquín, se tomó dos comprimidos y juego se sumergió en al ducha de agua fría para despejar el malestar y las sensación incómoda producto de la llamada y su memoria aturdida, aunado al malestar tan horroroso que siente su cuerpo por lo que asumió como el exceso de alcohol, cuando en realidad no era más que una reacción a la mezcla potencial de la droga que, sin saberlo, pusieron en su bebida, con el resto de las copas de vino y el brandy que tomó posterior a haber ingerido el cóctel mortal.
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