Después de cambiarme, bajo lentamente por las escaleras. Él ya me espera en el salón, con esa mirada que parece capaz de atravesarme el alma. La habitación está en penumbra, la luz tenue parece querer esconder lo que va a ocurrir.
—Toma —dice, tendiéndome una carpeta con documentos—. Aquí tienes toda tu documentación: tu carnet de conducir, papeles personales y el contrato. Es un acuerdo de matrimonio, incluye una cláusula donde se te promete una compensación económica en caso de divorcio. —Su voz es firme, segura, sin un ápice de duda—. Mejor que lleves esto contigo. Es importante—
Siento el peso de la carpeta entre mis manos, pero lo que realmente pesa es lo que representa. Lo abro con cuidado, repaso las páginas llenas de términos legales que ni entiendo del todo, pero que siento como cadenas invisibles sujetándome a un destino que no elegí. Sin pensarlo mucho, firmo. Pero una voz dentro de mí, baja y temblorosa, me advierte que este será el mayor error de mi vida.
Él firma con la misma calma implacable, recorriendo cada página con la mirada.
—Hay algo que jamás podría perdonar en una relación —me dice, mirándome fijamente, sus ojos fríos pero intensos—. La traición y la infidelidad—
Siento un nudo en la garganta. La palabra "traición" pesa más de lo que esperaba.
—¿Qué entiendes exactamente por traición? —pregunto, mi voz apenas un susurro.
—Voy a darte un voto de confianza —continúa—. No pretendo encerrarte, ni controlar cada uno de tus pasos. Podrás tener una vida normal, hacer lo que quieras, siempre que respetes los límites que yo imponga. Solo te pido una cosa: fidelidad absoluta. Lo último que soportaría es saber que mi esposa está con otro. Eso destruiría no solo mi reputación, sino todo lo que he construido. Los medios no se detendrían, y tampoco yo—
Por un momento, siento que algo en mí se quiebra y algo más se aferra con desesperación a esa mínima libertad que me ofrece.
—¿Podré estudiar? ¿Trabajar? —pregunto, recordando con dolor todas las veces que mi padre me negó esas opciones, dejándome vacía, sin rumbo ni sueños, a mis veinticuatro años.
—Sí —responde sin dudar—. Podrás trabajar, pero solo para mí. Ninguna otra empresa externa—
No sé si me sorprende o me entristece la exclusividad de su demanda. Pero su trato es tan distinto al que esperaba de alguien que me ha comprado, tan... casi humano.
—¿Por qué me tratas así? Tan educado, tan cuidadoso. No esperaba compasión ni siquiera un mínimo respeto, pero me tratas diferente a cualquiera que haya conocido —digo, la desconfianza mezclada con un atisbo de esperanza.
—Quiero hacerlo bien contigo, aunque sea la primera vez en mi vida —me responde, serio, como si estuviera revelando un secreto—. Quiero cumplir mi promesa—
—¿Qué promesa? —me río sin ganas—. Nunca me prometiste nada. Ni siquiera nos conocíamos antes. Ni en mis sueños te había visto—
Él baja la mirada, su expresión cambia y se vuelve más sombría.
—A ti no —dice en voz baja—, pero sí a alguien más—
Un escalofrío me recorre el cuerpo.
—¿Quién? —insisto, aunque el miedo me paraliza
—Eso ahora no importa —responde, apartándose—. Sube, prepárate. Hoy iremos a casa de mis padres. Ya que estamos casados, todo tiene que ser oficial—
Me quedo helada, sin saber qué decir.
—¿Dos días y ya me presentas a tus padres? ¿Y eso de estamos casados? Eso era solo un contrato —digo incrédula.
Él sonríe, confiado, casi desafiante.
—No me gusta perder el tiempo, Elizabeth. La próxima vez que firmes algo, léelo bien —se acerca lentamente, pegando su cuerpo al mío
—¿Cómo es posible que apenas te conozca y ya piense en acostarme contigo?—pense en alto, con un torbellino de emociones—Es como un dios griego, y mis hormonas están al borde del colapso, al escuchar mi pregunta él suelta una carcajada, pero su risa es cálida
Sus labios se posan en los míos con una mezcla de suavidad y fuego. Me levanta sin esfuerzo, pegándome contra la mesa. Rodeo su cintura con mis piernas, sintiendo cada músculo de su cuerpo contra el mío, mientras él baja a besar mi cuello, esa zona tan vulnerable y prohibida.
Pero justo cuando siento que voy a ceder, me echo hacia atrás, con una determinación que no sabía que tenía.
—No voy a ser tan fácil —le digo, mordiendo el lóbulo de su oreja—No cuando me has comprado. No soy un objeto—
Lo miro desafiante, sonrío con rabia y un poco de miedo.
Él ríe, una risa baja y sensual.
—Cariño, si hubiera seguido solo unos minutos más, ya estarías suplicándome —murmura.
Su mano acaricia mi cuello, aprieta mis caderas contra las suyas cuando intento bajarme.
—Más te vale no jugar con fuego —advierte, con una voz peligrosa.
—Me encanta jugar con fuego —le respondo, desafiándolo con la mirada.
—Entonces te encantará mi infierno —susurra con un brillo en los ojos.
—¿Tienes una habitación como en 50 sombras de Grey? —pregunto, entre divertida y nerviosa.
Ríe, esa risa cálida que por un momento parece romper su coraza de hielo.
—¿Eso significa que te gusta el sado? —pregunta con curiosidad.
—Digamos que soy un poco masoquista —confieso, bajándome de él, sin poder ocultar una sonrisa.
—Entonces te encantará lo que tengo pensado para ti —dice, pero siento que tiene un doble sentido que no me gusta del todo.
—Siento que no me va a gustar —admito—pero hay algo que me preocupa más—
—¿Qué? —me mira con atención.
—Si sigues tratándome así de bien, voy a enamorarme de ti —le digo con sinceridad—aunque seas un completo desconocido—
Él ni siquiera responde, como si mis palabras fueran aire.
—Esta noche pasaré por ti —anuncia—. Ahora tengo asuntos que atender. Más te vale estar lista, porque odio esperar—
Subo a mi habitación, buscando qué ponerme. Elijo el vestido más provocativo que encuentro, ese que me hace sentir fuerte, decidida, capaz de tomar control, aunque solo sea por un momento.
Me detengo frente al espejo, observándome con detenimiento. En estos últimos días mi vida ha cambiado de manera inimaginable. Hay un brillo en mis ojos que no recordaba tener, una chispa de felicidad que se mezcla con miedo. Siempre que soy feliz, siento que no lo merezco, que pronto algo malo va a suceder.
Suelto mi cabello en ondas suaves que caen sobre mi espalda, me pongo el vestido de seda que apenas cubre mis muslos, con un escote elegante que me hace sentir poderosa, lista para enfrentar lo que venga.
Justo a la hora acordada, estoy lista.
En su mirada veo negación, sé que el vestido no le a gustado, le miro fijamente
—¿No vas a cambiarte? —pregunta mientras toma un sorbo de vino
—No —respondo, con un toque de desafío—Ni siquiera llevo ropa interior—
Él sonríe ante mi afirmación, me agarra del brazo con suavidad y me pasa una pequeña cajita. La abro y dentro están dos anillos de matrimonio, brillando bajo la luz tenue.
No es la boda que imaginé, ni la vida que esperaba, pero decido vivir el momento, intentar ser feliz aunque sea por un día. Quiero vivir. Experimentar. Porque ya no tengo nada que perder. Ya lo he perdido todo.