El Interrogatorio del Pantera

1161 Words
La tarde caía sobre el rancho, tiñendo de dorado las paredes y filtrándose por la ventana de la habitación donde Serafín estaba sentada con los papeles sobre las rodillas. Llevaba horas repasándolos, con la disciplina de quien entiende que de aquellas hojas dependía su futuro. Nikolai entró en silencio. No llevaba su habitual gesto de dureza, sino algo distinto, una calma tensa. Cerró la puerta tras de sí, se acomodó el saco sobre los hombros y, sin previo aviso, dijo: —Levántate. Serafín lo obedeció, aunque con cierta confusión. Él tomó una silla, la giró y se sentó frente a ella, apoyando un codo sobre el respaldo. En su otra mano sostenía un cigarrillo que apenas comenzaba a humear. —Siéntate —ordenó, señalando la silla opuesta. Ella obedeció, acomodando sus manos sobre el regazo. Sentía la intensidad de su mirada clavada en su rostro. —A partir de ahora —dijo Nikolai con voz grave—, esto no es tu habitación. Es la sala de un aeropuerto internacional. Yo soy el oficial de migración. Y tú… la mujer que dice ser Serafín Smirnov. Serafín tragó saliva. Entendió lo que estaba haciendo. Era una prueba. Una de las más importantes. Él entrecerró los ojos y preguntó con sequedad: —Nombre completo. Ella respiró hondo. —Serafín Smirnov. —Fecha de nacimiento. —Diez de mayo de mil novecientos noventa y nueve. Nikolai no parpadeó. —Lugar de nacimiento. —San Petersburgo, Rusia —respondió con dulzura, sin titubear. Él dio una calada lenta a su cigarrillo, exhalando el humo entre ellos, estudiándola. —Ocupación. Serafín lo miró directamente a los ojos, su voz suave pero firme. —Estudiante de literatura. Nikolai arqueó apenas una ceja. —¿Motivo de su viaje a Rusia? Ella sonrió apenas, con una ternura que contrastaba con el tono frío de su interrogador. —Volver a casa. Ese detalle lo desconcertó por dentro, aunque no lo mostró. Aún así, continuó con el papel. —¿Con quién viaja? —Con mi esposo —dijo ella, sin dudar. Nikolai se inclinó hacia adelante, su mirada azul atravesándola como cuchillas. —¿Y quién es su esposo? El silencio se extendió un segundo que pareció eterno. Serafín entrelazó las manos, respiró y respondió con una calma que no parecía de ella: —Usted. Nikolai Smirnov. Las palabras flotaron en el aire como una confesión imposible de ignorar. Él la observó sin pestañear, buscando la más mínima señal de mentira, pero solo encontró dulzura y convicción. Dejó el cigarrillo en el cenicero, se levantó despacio y caminó alrededor de ella, como un depredador que estudia a su presa. Se detuvo a su espalda y, con la voz apenas más baja, preguntó: —¿Estás segura de poder sostener todo esto frente a cualquiera? Ella giró el rostro, mirándolo de reojo. —Si lo digo mirándolos como lo miro a usted… nadie se atreverá a dudarlo. Nikolai sintió una chispa recorrerle el cuerpo. La dulzura en su voz era un arma más peligrosa que cualquier pistola. No necesitaba alzar la voz ni inventar excusas; ella había nacido para convencer, y ahora lo hacía suyo. Se inclinó hasta que sus labios rozaron su oído y murmuró: —Perfecto. Ningún aeropuerto, ningún oficial, ni siquiera un juez podría negarse a creerte. Serafín sonrió con timidez, sin atreverse a moverse. Nikolai, en cambio, cerró los ojos un instante, consciente de que aquella mujer —su ángel, su fuego— estaba despertando en él algo que jamás había permitido: la posibilidad de amar. La noche había caído sobre el rancho. Afuera, el murmullo de los grillos y el canto lejano de un búho parecían envolver la habitación en un extraño sosiego. Nikolai estaba sentado en el sillón, con una copa de whisky en la mano y los ojos fijos en el movimiento lento de Serafín, que organizaba unas hojas sobre la mesa. Ella creía que él no la miraba, pero cada uno de sus gestos estaba grabado en su atención: el modo en que su cabello rojo caía en ondas sobre los hombros, la manera en que arrugaba el ceño cuando leía una palabra mal escrita, el ligero temblor de sus dedos cuando corregía una frase. Nikolai dio un sorbo a su whisky y, de pronto, habló con esa voz grave que no admitía excusas: —Léeme lo que escribes. Serafín levantó la mirada, sorprendida. —¿Ahora? —preguntó, casi con un hilo de voz. —Ahora —confirmó él, apoyando la copa sobre la mesa y acercándose. Ella tragó saliva. Nadie nunca le había pedido leer lo que escribía; aquellos papeles eran su refugio secreto, su manera de existir en un mundo donde siempre había sentido que sobraba. Tomó la primera hoja, la sostuvo con cuidado y comenzó a leer. —“Crecí creyendo que no era importante… ni siquiera para Dios. Si lo fuera, me habría dado una familia que me quisiera. Nunca fui adoptada. Nadie me eligió. Miraban mi cabello rojo, mi piel distinta, mis ojos, y se daban cuenta de que no encajaba. Los demás niños encontraban hogares, yo no. “Me decían que era distinta, y lo sentía en cada mirada. No era de esta tierra, pero tampoco sabía de dónde venía. Ni para qué vivía. “Por mucho tiempo, me pregunté si desaparecería algún día y nadie lo notaría. “Pero me negué. Me aferré a vivir, aunque doliera, aunque me sintiera invisible. Me rehusé a desaparecer… porque, aunque no sepa quién soy, quiero dejar huella. Quiero que alguien, algún día, me recuerde.” Su voz se quebró al final, pero logró terminar la lectura. Bajó la hoja despacio, sin atreverse a mirarlo. Nikolai la observaba en silencio, su expresión endurecida y, sin embargo, con un brillo en los ojos que muy pocos habrían notado. Se acercó hasta ella, quitándole el papel de las manos con suavidad. —Tú ya dejaste huella, Serafín —dijo con calma, aunque su voz era tan intensa que parecía una promesa. Ella levantó la vista, confundida, encontrándose con esa mirada azul que parecía desnudarla por completo. —¿En quién, señor? —preguntó con un susurro. Nikolai inclinó el rostro, rozando con el dorso de su mano la mejilla húmeda de lágrimas que ella no se había dado cuenta de que había derramado. —En mí. No hubo más palabras. Él la tomó en brazos, no con la urgencia de otras veces, sino con una delicadeza que la desarmó. La llevó hasta la cama y, por primera vez, se acostó a su lado sin tocarla, solo abrazándola fuerte, como si al rodearla pudiera sellar una verdad: ella no volvería a sentirse invisible mientras él respirara. Serafín cerró los ojos, con el corazón latiendo rápido, mientras el Pantera, ese hombre que todos temían, dejaba caer su frente sobre su cabello rojo como fuego. Y aunque no lo dijo en voz alta, esa noche Nikolai supo que nunca más la dejaría desaparecer.
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