Los días pasaban como agua entre los dedos. El tiempo se había vuelto un eco de la rutina. Una noche, Nikolai llegó a media noche, como casi siempre. Serafín, con el cuerpo ya acostumbrado a su presencia, lo esperaba de rodillas. Sabía que eso a él le gustaba, ver que ella siempre estaba ahí, que no había un "no, señor" para el Pantera. Y ese día, lo volvió a ver sonreír, una sombra de sonrisa, pero estaba allí.
—Colócalo ahí —dijo Nikolai a La Sombra, que venía con un televisor grande y un técnico. No la miró, pero ella no se movió, con las manos sobre sus muslos y la vista fija en el suelo.
Nikolai había traído el televisor pensando en el aburrimiento de Serafín. A él no le importaban esas cosas; no tenía tiempo entre negocios y balas con enemigos por doquier. Apenas si dormía. Pero ella no había salido de la habitación en meses, enterrada entre libros. Merecía otra distracción. La Sombra se sorprendió al escuchar la petición, pero nadie discutía con el jefe.
—Trae un televisor grande para mi esclava —le había dicho el Pantera, y ahora veía el poder de su jefe, inusual pero real. El Pantera tenía una esclava en su habitación, un lugar tan sagrado que solo él tenía permitido entrar. Y allí estaba, colocando el televisor para aquella mujer de belleza extraña para ser mexicana, pensó La Sombra en la suerte de la mujer, una no muy buena para terminar arrodillada frente al Pantera.
Terminaron y se fueron sin decir una palabra, porque Nikolai estaba allí, parado frente a la mujer con las manos cruzadas detrás de la espalda. Al cerrarse la puerta, él habló.
—Levántate y enciende el aparato. Estoy aburrido de tu silencio ruidoso.
Dijo, al empezar a despojarse de la ropa y se fue al baño. El agua empezó a caer, y ella obedeció. Adivinando el funcionamiento, lo encendió. En el convento había uno, más viejo que la madre superiora, y a veces había que golpearlo para que funcionara. Entonces él salió del baño, la toalla ceñida a su cintura, y la vio frente al televisor, perdida en una película de "Mi Bella Genio", la rubia de la lámpara. Una ironía para ella, que tampoco podía salir del rancho.
—Dame un cigarrillo —dijo Nikolai, con el simple pretexto de querer tocarla, tal vez de darle un beso. Ella obedeció con una agilidad admirable. No había dudas: no mintió en nada. Fue ablandada y creció en ese orfanato, entre monjas con reglas, tantas que responder a una orden era un reflejo. Algo fascinante para sus ojos. Pero también pensó que el mundo no merecía a alguien como ella, una mujer pura que vino a caer en sus manos. ¿Acaso era él tan desalmado como para, después de hacerla su mujer, de romper su pureza, abandonarla? Pero, ¿cómo vivir con ella si no conocía nada del amor? Solo el control, y ella se lo daba.
Serafín llevó el cigarrillo y le ofreció fuego. Entonces ella lo notó: de la pierna del jefe salía una fina línea roja, manchando la toalla que tenía en la cintura. Por primera vez, ella se movió sin esperar una orden. Fue a su cama y, debajo de ella, sacó una pequeña caja de plástico que parecía de algún helado. Él la dejó, con curiosidad. Ella volvió y se arrodilló frente a él. Retiró un poco la toalla y vio la herida; algunos puntos se habían soltado. Con una suavidad que lo sorprendió, empezó a curarlo.
—¿Dónde conseguiste eso? —preguntó Nikolai, fumando sin dejar de mirarla. La herida era lo de menos; la deseaba. Sus cabellos rojos y esos rizos malditos lo envolvían.
—Lo he ido recolectando, señor. Es necesario un botiquín para sobrevivir —dijo ella, con una calma que lo desarmó.
Él sonrió con malicia. —¿Crees que un poco de alcohol y vendas te ayudarán a sobrevivir aquí, Serafín? ¿Entre personas sin escrúpulos?
Ella se estremeció. Él de verdad daba miedo; podía tener el rostro amargo, nada que ver con el rostro que la tentaba, ese que la tomaba a su antojo a cualquier hora. —Tal vez no, mi señor. Pero con esto curo las heridas, las que no importan, las superficiales.
Entonces, el Pantera tuvo la certeza de que Serafín había sufrido mucho, tanto hasta quebrarse. Y pensó que tal vez ya no merecía humillarse ante nadie más que no fuera él, su señor, su dueño.
—Nikolai —dijo él. Nunca decía su nombre a nadie; solo su padre y su abogado lo conocían. Pero quería escucharlo de sus labios rojos.
Ella lo repitió, mirando sus ojos. Lo supo: era su verdadero nombre. —Nikolai.
Él sonrió. —Quiero que lo repitas cuando te tome. Cuando tu dueño te marque.
—Sí, señor —dijo ella, y prosiguió curando, colocando una venda alrededor de la pierna. Entonces él se levantó y caminó hasta la cama de Serafín y con una mano la arrastró hasta estar más cerca del televisor y dijo:
—No más lectura por unos días, y dime, ¿qué tanto escribes que tus dedos en cualquier momento sangrarán?
Dijo él. Ella miró la televisión; "Mi Bella Genio" seguía tras el chico que había frotado la lámpara y respondió: —Una novela, mi señor. Siempre he querido escribir una, que le guste a otro, que me recuerde que también fui alguien.
Las palabras le parecieron disparos que jamás la mataron. —¿Quieres descansar unos días? No saldré de aquí en dos días y quiero ver televisión. Y quiero que tú también lo hagas.
—Sí, señor —respondió ella. Él se sentó en la pequeña cama y tomó su mano. Ella regresó su mirada al televisor, pero él la detuvo.
—No es una obligación esta vez. Puedes decidir. Solo esta vez.
Él lo dijo mirando su reacción, buscando la verdad. No quería quitarle lo que tal vez la había mantenido viva hasta ahora, la escritura.
—Sí quiero, mi señor. Y podemos ver eso —dijo Serafín señalando el televisor.
—Ven, acuéstate conmigo —dijo él, y ella lo hizo.
El televisor parpadeaba con el resplandor de la comedia, y la habitación, que tantas veces había sido un espacio de tensión y miedo, se llenó de un silencio diferente. Un silencio compartido. Vieron la película como una pareja tranquila, sus cuerpos juntos en la pequeña cama. Serafín, de vez en cuando, soltaba una risa genuina, un sonido que Nikolai nunca antes había escuchado de ella. Era un sonido puro, liberado.
—¿Te gusta, Serafín? —preguntó él en voz baja, no apartando su mirada de ella.
—Sí, mi señor. Es graciosa. La rubia no puede salir de la lámpara —respondió, su voz aún teñida por la alegría.
Él sonrió, un gesto que ya no era una sombra, sino una expresión de genuina diversión. —Una ironía, ¿verdad? Estar atrapada en un lugar pequeño, sin poder salir.
Serafín dejó de reír y lo miró, sus ojos de zafiro llenos de una comprensión que él no esperaba. —No se puede salir de la jaula, mi señor. Pero se puede encontrar la forma de vivir en ella.
Las palabras, más sabias de lo que él hubiera imaginado, le golpearon el alma. Él no estaba disfrutando de la película; estaba disfrutando de estar con ella. Abrazado a su cintura, sintiendo el calor de su cuerpo, oliendo el aroma del champú que él mismo había escogido. Por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en el negocio, en sus enemigos, en la muerte. Solo existía ella.
Después de unas horas, la risa de Serafín se hizo más esporádica, su respiración más profunda. Se durmió. Entonces, Nikolai, aprovechó. Apagó todo, la televisión y la lámpara de la noche, sumergiendo la habitación en una penumbra. Con una suavidad que parecía imposible en un hombre de su talla, la cargó de la cama pequeña. Ella apenas se despertó, su cabeza se acurrucó contra su pecho, su mano se agarró instintivamente a su camisa.
La llevó a su cama grande. La depositó con cuidado, como si fuera una pieza de cristal invaluable, y la cubrió con la pesada colcha. Se acostó a su lado, la atrajo hacia él y se cubrió con ella. La cercanía de su cuerpo, el olor de su cabello, el calor de su piel, era el único bálsamo que podía calmar al Pantera. Y así, por primera vez desde que la conoció, durmió profundo, sin pesadillas, aferrado a su posesión más preciada, su ancla en la tormenta que era su vida.