La Confrontación de Ekaterina

1615 Words
La mansión Smirnov estaba en silencio cuando el auto de Nikolai se detuvo frente a las escaleras de mármol. Serafín bajó del vehículo tomada de su brazo, todavía con el rubor en las mejillas por lo que había vivido esa noche. Sentía que el corazón iba a salirsele del pecho: nunca se había sentido tan observada, tan expuesta… y, al mismo tiempo, tan orgullosa. Nikolai le acarició la espalda al entrar en el vestíbulo. —Sube a tu ala, mi ángel. Te veré en un rato. Serafín lo miró con duda. —¿Está todo bien, mi señor? Él inclinó el rostro y rozó su frente con un beso rápido. —Todo. Solo ve. Ella obedeció, aunque con el presentimiento de que algo estaba por ocurrir. No se equivocaba. Ekaterina Smirnova los esperaba en la sala principal, de pie junto a la chimenea encendida, vestida con un largo vestido n***o que la hacía parecer aún más imponente. Sus ojos grises chispeaban con una mezcla de enojo y decepción. —Nikolai Andreievich. —su voz cortó el aire como una daga. Él entró con calma, encendiendo un cigarrillo antes de responder: —Tía Ekaterina. —No puedo creer lo que acabo de escuchar. —Ella se volvió despacio, clavándole la mirada—. Has presentado a esa muchacha como tu mujer. Él no se inmutó. —Lo hice porque lo es. Ekaterina apretó los labios, conteniendo la rabia. —¿Tú mujer? ¿Una huérfana sin apellido, sin linaje, sin pasado? ¿Es en serio, Nikolai? ¿Qué pensará la familia Orlov cuando se enteren? ¿Qué pensará el Consejo? Él sonrió apenas, con esa calma letal que tanto la irritaba. —Que finalmente he tomado lo que quiero, no lo que otros deciden. —¡Has puesto en riesgo todo lo que tu tío y yo construimos! —exclamó ella, alzando la voz por primera vez en años. Nikolai la observó en silencio, luego caminó despacio hasta ponerse frente a ella. —Tía, con todo respeto, no me importa el linaje, ni el Consejo, ni la familia Orlov. Serafín es mía. Y eso es suficiente. Ekaterina dio un paso hacia él, con la frente en alto. —¿Y los hijos, Nikolai? ¿O piensas seguir con tus caprichos sin darme la única cosa que puede salvar nuestro apellido? Sus palabras lo atravesaron como una lanza. —Ya veré cómo resolverlo. —¿Ya verás? —replicó ella con dureza—. Ella no es de este mundo. ¿Acaso crees que podrás tener una heredera de la familia Smirnov de alguien como ella? Él apretó la mandíbula. —La subestimas. —La proteges demasiado. Eso me dice que ya te ha ganado. —El tono de la tía se volvió más bajo, casi venenoso—. Y no lo digo por miedo a ella… sino por miedo a lo que te haga perder. Por primera vez, la máscara de Nikolai titubeó. El cigarrillo se consumía en sus dedos mientras recordaba las manos pequeñas de Serafín aferrándose a su cuello, sus labios torpes pero llenos de amor, su risa inocente al ver el mundo por primera vez. Ekaterina lo notó. Y apretó el golpe donde más dolía. —Esa muchacha te hará débil, Nikolai. Y lo sabes. Él lanzó el cigarrillo a la chimenea y respondió con voz baja pero firme: —No, tía. Ella me hará invencible. El silencio que siguió fue pesado. Ekaterina lo observó largo rato antes de girar hacia la ventana. —Entonces será ella o la familia. Elige bien, sobrino. Nikolai no respondió. Se dio media vuelta y se marchó, con el corazón en guerra. En su ala, Serafín esperaba sentada en el borde de la cama, con los dedos entrelazados y el miedo creciendo en su pecho. Cuando lo vio entrar, supo que había discutido con su tía. Él se acercó, le levantó la barbilla con un dedo y la miró a los ojos. —No escuches nada de lo que digan, mi ángel. —Su voz era dura, pero sus ojos ardían—. Tú eres mi única verdad. Serafín quiso creerlo, pero el eco de las palabras de Ekaterina seguía clavado en su alma: Él necesita hijos… y tú no eres más que un capricho. Y aunque Nikolai la abrazó con fuerza esa noche, ella lloró en silencio contra su pecho, preguntándose si algún día sería suficiente para el hombre al que ya había entregado el corazón. Cuando llegó el amanecer el sol apenas se filtraba por las cortinas pesadas cuando Serafín abrió los ojos. Por primera vez desde que había llegado a la mansión Smirnov, no escuchó pasos ni voces que la apuraran. No hubo clases, ni profesores esperándola con libros abiertos. Solo el silencio y, junto a la ventana, una pequeña mesa servida con desayuno caliente. Se levantó despacio, aún con el peso de la noche sobre los párpados. El espejo del baño no tuvo piedad: sus ojos estaban enrojecidos, testigos mudos de un llanto contenido. Se mojó el rostro con agua fría, intentando borrar el rastro de su vulnerabilidad. Pero al volver a la habitación, se detuvo en seco. Nikolai estaba sentado en una silla junto a la mesa, con un periódico extendido entre sus manos. La imponente figura del Pantera llenaba el espacio, como si nada pudiera escapar de su control. —Buenos días, mi señor —murmuró, con una ligera inclinación de cabeza. Él dejó el periódico sobre la mesa, sin apartar de ella sus ojos de acero. —Siéntate. Necesito que hablemos. Y no es cualquier conversación, Serafín. Esta es la hora de la verdad. Su corazón dio un vuelco. Aun así, obedeció. Se sentó frente a él, sosteniendo su mirada como había aprendido a hacer. —Nunca miento, mi señor. —Su voz fue firme, aunque sus dedos temblaban ligeramente. Él entrelazó las manos sobre la mesa, observándola con detenimiento. —No. Pero tu omisión es mejor que una mentira. —Su tono era grave, profundo—. Lloras por las noches. ¿Quieres algo? ¿Tal vez saber quién fue tu madre? ¿Buscar una familia? No sé manejar a una mujer que llora a escondidas. La confesión la tomó por sorpresa. Sus labios temblaron antes de responder: —Lo siento mucho, mi señor. No quería incomodarlo. Solo… creo que las mujeres somos así. Lloramos por lo que no podemos controlar… o por lo que nos controla. El Pantera se inclinó un poco hacia adelante y tomó su mano entre las suyas. Su calor la envolvió. —¿Quieres saber si tienes familia? ¿Una madre? Serafín bajó la mirada, esbozando una sonrisa triste. —¿Para qué? Nunca volvió por mí. ¿Entonces para qué buscarla? Él apretó un poco más su mano, sin soltarla. —¿Entonces por qué lloras? Ella alzó los ojos, y en ese instante el alma se le escapó por los labios: —Porque usted quiere tener hijos… una esposa. Pero sigue aquí, jugando conmigo. Con mi… Estocolmo. Nikolai sonrió, no con burla, sino con una ternura que la desarmó. —Sí, quiero hijos. —Lo dijo con la voz baja, como quien se atreve a desnudar una verdad peligrosa—. Pero los quiero con alguien que no me los dé como un negocio por poder o apellido. Quiero que la mujer que los traiga al mundo los ame de verdad. ¿Tú… los amarías, Serafín? ¿A mí sangre? Esta sangre que pesa y manda en los peores infiernos. Las lágrimas le ardieron en los ojos, pero su voz no tembló. —Jamás abandonaría a mis hijos. Los amaría más que a cualquier cielo… y ardería con ellos, si fuera necesario. El Pantera la contempló en silencio, con los labios apenas curvados en una sonrisa que rara vez alguien lograba arrancarle. —Creo que tú serás mi primera vez en todo, Serafín. En lo que realmente importa. —Su tono se volvió cortante, posesivo—. No llores ni bajes la cabeza frente a nadie. Eres mi mujer. Mía por encima de la palabra de cualquiera. Esa es mi última palabra. Se incorporó, acariciándole el rostro con la yema de los dedos. —Ahora come. Después saldremos. Ella lo miró con curiosidad. —¿Adónde, mi señor? Nikolai le sostuvo la mirada con intensidad. —Te llevaré a conocer la ciudad. Con detalles. Para que siempre sepas dónde buscarme. —Sus labios rozaron su frente—. También tendrás tu propia seguridad. Una chica entrenada será tu sombra. Así podrás salir cuando quieras. Ella te cuidará… y yo sabré todo lo que haces. Una sonrisa tímida se dibujó en el rostro de Serafín. El corazón se le infló de emoción. —Gracias, mi señor. Él la miró con seriedad, y entonces corrigió: —Nikolai. No me llames así fuera de nuestra intimidad. Allí, siempre serás mi presa… y yo, tu cazador. Sus mejillas se encendieron. —Sí, Nikolai… Él se inclinó y la besó. La intención era breve, pero la dulzura de sus labios lo arrastró. De pronto, el periódico, el café, los platos… nada importó. Con un movimiento firme la alzó y la sentó sobre la mesa del desayuno, ignorando el café derramado que manchaba la alfombra. —Eres peligrosa, Serafín… —susurró contra su piel, mordiéndole suavemente el cuello. Ella gimió bajo sus caricias, olvidando todo menos la fuerza de ese hombre que parecía destruirla y salvarla al mismo tiempo. La hora de la verdad se convirtió en la hora de la pasión. Y, en medio de platos rotos y risas ahogadas, Serafín entendió que aquel hombre, con todos sus demonios, ya era el dueño absoluto de su alma.
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