—Ha sido maravilloso, nunca había sentido mi interior agitándose de tal manera.— canturreaba Lea mientras daba saltitos alrededor de Uria.
—Bien jovencita, no todo es fiesta.— se alejó del puchero. —Acompañadme para recoger agua y así aprenderéis a hacer algo de provecho.
—De acuerdo.— Lea nunca había trabajado duro como sus sirvientes, pero después de ese día no tenía miedo a que se le cayesen los anillos, no tenía miedo a nada.
—Así me gusta, ya es hora de que el sol tueste esa pálida tez vuestra.— la mujer le pasó un cubo y caminaron unos seiscientos pasos hasta llegar a un pozo.
—¿Qué es este artefacto?— preguntó maravillada asomada al borde de forma inconsciente.
—¡La madre que os parió!— gritó apartando a la niña estúpida de ahí.— Si caéis desde esta altura os romperéis el cuello ¿Deseáis morir?— ella negó con un gesto asustado.— Tened más cuidado.
—Mis más sinceras disculpas, Uria.— contestó apesadumbrada.
—Tranquila niña, es algo nuevo, lo hemos llamado pozo de agua o ur ondo. — comentó orgullosa.—Observad, esta es la forma de usarlo.— bajó el cubo que estaba allí atado, lo llenó de agua y lo vertió en el otro.— Listo. Vuestro turno.
Lea lo imitó a la perfección y con una felicitación volvieron a la que ya había comenzado a nombrar como: su casa.