28. La ofrenda

1473 Words
Mientras tanto, en la capital comenzaban a suceder cambios importantes. Los niños seguían asistiendo a la escuela, intentando sobrellevar la ausencia de sus seres queridos, aunque a veces esto se volvía demasiado complicado. Algunos compañeros eran crueles y se burlaban de quienes no tenían papá o mamá, y esas palabras les hacían llorar en silencio. Aun así, ninguno quería contarlo en casa para no preocupar a los adultos; pensaban que ellos ya tenían suficientes problemas por resolver. Natasha continuaba dando clases y escribiendo en su diario. Con el tiempo se había convertido en una maestra extraordinaria, capaz de motivar a sus alumnos a expresarse libremente y a amar cada una de sus emociones. Incluso tenía una especie de club de fans que los mismos niños habían organizado en secreto, como agradecimiento por su dedicación. Cada día recibía un pequeño regalo acompañado de una nota que la hacía sonreír y que, por unos minutos, le devolvía la esperanza. Alex, por su parte, trabajaba arduamente en la constructora, impulsando nuevos proyectos que fortalecían el patrimonio familiar. Las cosas allí marchaban sorprendentemente bien. Su padre había decidido quedarse una temporada con él para estar cerca de sus nietos y brindar apoyo. Incluso ya consideraba abrir una nueva sucursal de la abarrotera en la capital, pues con todo lo ocurrido, ni Alex ni Max habían podido seguir adelante con ese plan. Don Emmanuel continuaba con su plan de infiltrarse en el pequeño círculo de confianza de don Emeterio para intentar averiguar algo sobre el paradero de su hija. Sin embargo, cada día que pasaba aumentaban sus dudas. Ángel ya lo había visto merodeando cerca de Nathalya durante los días previos a la boda, y en cualquier momento podría encontrarse de frente con él y reconocerlo. Eso no sólo pondría en peligro cualquier intento de rescatarla, sino que también podría descubrir a Max, arruinando todas las posibilidades de sacarlos con vida de aquel infierno. A ello se sumaba la tensión creciente en su propio hogar. Su relación con Matilde se había enfriado inevitablemente; ella lo había apoyado y comprendido durante todo ese tiempo, pero también tenía sus propias necesidades, y él sabía que la había dejado de lado sin intención. Temía perderla, temía que un día simplemente decidiera irse porque su paciencia se había agotado. Y, aunque le dolía el alma, comprendió que no podía seguir posponiendo todo por culpa del dolor. Necesitaba un poco de luz para sostenerse. Fue así que tomó una decisión difícil pero necesaria: ya no esperaría más para casarse con Matilde. Le dolía profundamente saber que su hija no estaría presente en un momento tan importante, pero también entendía que aquella unión podría devolverle un poco de estabilidad emocional y la fuerza que tanto requería para continuar la búsqueda. Sin embargo, al tomar esa decisión, apenas cayó en cuenta de otra: si ya no podía acercarse más al círculo de confianza de don Emeterio sin arriesgarlo todo, debía encontrar otra forma, una alternativa distinta, más discreta y más segura, para contactarlo sin levantar sospechas. Y fue justo entonces cuando una idea comenzó a tomar forma en su mente… Matilde desconocía los planes de don Emmanuel. Desde hacía semanas comenzaba a cansarse de no recibir ninguna atención de su parte. No era por falta de amor, sino porque ella también cargaba con sus propios problemas y sentía que no estaba obteniendo el mismo apoyo que siempre había brindado. Llevaba meses con un malestar que no desaparecía y, al fin, se decidió a ir al médico. Sus estudios revelaron una terrible noticia: cáncer. Sabía que esa enfermedad requería cuidados, tiempo y dinero. Y no estaba en sus planes convertirse en un problema más para Emmanuel, cuando él ya vivía con la angustia punzante de la desaparición de su hija. Con el corazón desgarrado, comenzó a guardar sus pertenencias en unas maletas. Había decidido partir esa misma tarde. Sin embargo, algo dentro de ella la impulsó a escribir una nota de despedida para su adorado Emmanuel. Esperaba que él la leyera cuando ella ya estuviera lejos. Pero el destino tenía otros planes. Don Emmanuel llegó justo a tiempo. —¿Te vas? —preguntó, sorprendido al ver las maletas. —Sí, Emmanuel —respondió ella con serenidad forzada—. Necesito tiempo para mí misma… y tú necesitas tiempo para buscar a tu hija. Él notó el papel sobre la cama y lo tomó entre sus manos. —¿Y se supone que esta es tu nota de despedida? —preguntó, aunque la respuesta era evidente. —Sí… por favor, léela cuando ya me haya ido —pidió Matilde, evitando su mirada. Pero Emmanuel se negó. Desdobló la hoja y comenzó a leerla allí mismo. Al terminar, guardó silencio unos segundos. Luego la miró con una culpa profunda en los ojos. —Entiendo que estés cansada de que nunca esté para ti… Lo siento. Te juro que desde hoy eso cambiará. —¡No, Emmanuel! —exclamó ella—. No quiero ser una carga para ti. Tú tienes que seguir buscando a tu hija. Ella te necesita… y yo haría lo mismo si estuviera en tu lugar. Entonces él respiró hondo, como reuniendo valor, y metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón. Sacó una cajita dorada. Matilde se quedó inmóvil. Emmanuel se arrodilló frente a ella. —Por favor, quédate —dijo con voz temblorosa—. Sé mi esposa. Matilde abrió los ojos con asombro. Las lágrimas no tardaron en brotar. —Emmanuel… no me esperaba esto —susurró. —Lo sé, y lo siento. Debí hacerlo antes. ¿Qué dices? ¿Nos casamos? Ella dudó apenas un segundo. —Yo… Él tomó sus manos. —Llevo meses sufriendo por la ausencia de mi hija. Y voy a seguir buscándola mientras tenga vida… Pero también necesito un motivo para seguir firme, y tú eres una gran parte de esa alegría que aún tengo. Tú, con tu amor, con tu compañía… Tú y mis niños preciados son lo único que me mantiene de pie. Matilde rompió en llanto. —Quizá no debería aceptar —admitió—, pero te amo… y quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. —Entonces tendremos mucho tiempo para compartir —respondió Emmanuel con un suspiro de alivio. Matilde lo abrazó con fuerza, pero en su interior llevaba un miedo secreto. No quería que su futuro esposo descubriera su enfermedad. Estaba decidida a luchar contra el cáncer hasta el último suspiro para no causarle otra desgracia. Tenía tantas ganas de vivir… de volver a ver a su niña Nathalya, como ella le decía. Pero también temía no lograrlo, temía a los tratamientos, a los cambios que vendrían, a la fragilidad que inevitablemente la alcanzaría. Y sobre todo, temía verlo sufrir al verla caer paso a paso. Don Emmanuel tenía prisa por casarse. No organizó nada elaborado, sólo invitó a su familia más cercana para que los acompañaran al registro civil el fin de semana siguiente. Alex y Natasha firmaron como testigos; la boda religiosa tendría que esperar. Matilde deseaba que su niña Nathalya —como ella la llamaba con tanto amor— la viera algún día vestida de blanco en el altar, tomada del brazo de su padre, para prometerles a ambos que siempre la vería como a una hija, y al pequeño Emmanuel como a un nieto al que había amado desde el primer instante. Ese día, aunque sencillo, dejó un brillo especial en la familia. Alex, con su porte caballeroso, parecía un príncipe acompañando a su padre. Natasha, siempre dulce y comprensiva, se había ganado por completo el corazón de Matilde; para ella era un apoyo mucho más cálido del que recibió de su propia madre en vida. Por unos instantes, mientras firmaban y se abrazaban, la familia volvió a sentirse un poco más completa. Desde la desaparición de Nathalya, Matilde rezaba cada noche antes de dormir. Le pedía a Dios que la protegiera, que la cubriera con su luz y la trajera de vuelta sana y salva. Incluso, en su desesperación más profunda, había ofrecido su propia vida a cambio del regreso de la muchacha. Amaba vivir, adoraba la vida… pero anhelaba tanto el retorno de Nathalya que no le habría importado morir en ese mismo instante si Dios le concedía su petición. Por eso guardaba silencio sobre su enfermedad. Al principio, el diagnóstico le causó impotencia, miedo y sufrimiento; pero con el paso de los días comenzó a interpretarlo como una señal divina, como si aquella terrible noticia fuera la prueba de que sus súplicas habían sido escuchadas. Comenzó a repetirlo en casa, con convicción serena: —Nathalya volverá… mi corazón me lo dice. Y aunque nadie sabía la batalla que ella libraba en silencio, esa esperanza la mantenía firme, aferrada a la vida y al amor que le quedaba.
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